Aquella mañana no hice otra cosa que observar, una y otra vez, las terribles imágenes, repasando cualquier detalle que me resultara significativo. Las escarificaciones destacaban sobre la piel como líneas de carreteras en un mapa, algunas carnosas y abultadas, muy desagradables, y otras estrechas, casi imperceptibles, a modo de hilos de seda. Pero todas, sin excepción, presentaban una coloración sonrosada, incluso rojiza en algunos puntos, que les confería el repulsivo aspecto de injertos de piel blanca sobre piel negra. A media tarde, tenía el estómago acalambrado, la cabeza embotada y la mesa llena de anotaciones y esquemas de las escarificaciones del fallecido.
Encontré otras seis letras griegas repartidas por el cuerpo: en el brazo derecho, sobre el bíceps, una tau (T), en el izquierdo, una ipsilon (U), en el centro del pecho, sobre el corazón, una alfa (A), en el abdomen una rho (R), en el muslo derecho, sobre el cuadriceps, una ómicron (O) y en el izquierdo, en idéntico lugar, otra sigma (S). Justo debajo de la letra alfa y por encima de la rho, en la zona de los pulmones y el estómago, se veía un gran Crismón, el conocido monograma, tan habitual en los tímpanos y altares de las iglesias medievales, formado por las dos primeras letras griegas del nombre de Cristo, CR -ji y rho-, superpuestas.
Este Crismón, sin embargo, presentaba una curiosa peculiaridad: le habían añadido una barra transversal que ayudaba a componer la imagen de una cruz. El resto del cuerpo, exceptuando las manos, los pies, las nalgas, el cuello y la cara, estaba lleno de otras muchas cruces de la más original factura que hubiera visto en mi vida.
El capitán Glauser-Róist permanecía largos ratos sentado frente al ordenador, tecleando sin descanso misteriosas instrucciones, pero, de vez en cuando, acercaba su silla a la mía y se quedaba contemplando en silencio la evolución de mis análisis. Por eso, cuando, súbitamente, me preguntó si me sería de ayuda disponer de un dibujo del cuerpo humano a tamaño natural para ir señalando las cicatrices, me sobresalté. Antes de responderle, hice un par de exageradas afirmaciones y negativas con la cabeza para aliviar mis doloridas cervicales.
– Es una buena idea. Por cierto, capitán, ¿hasta dónde está autorizado a informarme sobre este pobre hombre? Monseñor Tournier comentó que usted había hecho estas fotografías.
Glauser-Róist se levantó de su asiento y se dirigió hacia el ordenador.
– No puedo decirle nada.
Pulsó varias teclas rápidamente y la impresora empezó a crepitar y a expulsar papel.
– Me haría falta saber algo más -protesté, frotándome el puente de la nariz por debajo de las gafas-. Quizá usted conoce detalles que podrían facilitarme el trabajo.
La Roca no se dejó conmover por mis ruegos. Con trozos de cinta adhesiva que cortaba con los dientes, fue pegando en el dorso de la puerta -el único espacio que quedaba libre en mi pequeño laboratorio- las hojas que salían de la impresora hasta formar la silueta completa de un ser humano.
– ¿Puedo ayudarla en alguna otra cosa? -preguntó al terminar, volviéndose hacia mí.
Le miré despectivamente.
– ¿Puede usted consultar las bases de datos del Archivo Secreto desde ese ordenador?
– Desde este ordenador puedo consultar cualquier base de datos del mundo. ¿Qué desea saber?
– Todo lo que pueda encontrar sobre escarificaciones.
Se puso manos a la obra sin perder un segundo y yo, por mi parte, cogí un puñado de rotuladores de colores de un cajón de mi mesa y me planté con decisión frente a la silueta de papel. Al cabo de media hora, había logrado reconstruir con bastante fidelidad el doloroso mapamundi de las heridas del cadáver. Me pregunté por qué un hombre sano y fuerte, de unos treinta y tantos años, se habría dejado torturar de aquella manera. Era muy extraño. Además de las letras griegas, encontré un total de siete bellisimas cruces, cada una completamente diferente a las demás: de forma latina, en la parte interior del antebrazo derecho, y de hechura latina inmmissa (con el travesaño corto en mitad del palo), en el izquierdo; en la espalda, una cruz ebrancada (de troncos) sobre las vértebras cervicales, otra, ansata egipcia, sobre las dorsales y una última, horquillada, sobre las lumbares. Las dos cruces restantes, hasta completar las siete, eran de las llamadas decussatas (en equis) y griegas, y estaban situadas en la parte posterior de los muslos. La variedad era admirable aunque, sin embargo, todas tenían algo en común: estaban encerradas, o protegidas, por cuadrados, círculos y rectángulos -a modo de pequeñas ventanas o troneras medievales-, con una misma pequeña corona radiada en la parte superior, en forma de dientes de sierra, que, en todos los casos, tenía siete puntas.
A las nueve de la noche estábamos muertos de cansancio. Glauser-Róist apenas había localizado algunas pobres referencias a las escarificaciones. Me explicó, someramente, que se trataba de una usanza religiosa circunscrita a una franja del Africa central en la que, por desgracia para nosotros, no estaba comprendida Etiopía. En esa zona, al parecer, las tribus primitivas acostumbraban a friccionar con cierta míxtura de hierbas las incisiones de la piel, hechas, generalmente, con unas pequeñas cañas tan afiladas como cuchillos. Los motivos ornamentales podían llegar a ser muy complejos, pero, en esencia, respondían a formas geométricas de simbología sagrada, muchas veces en relación con algún rito religioso.
– ¿Eso es todo…? -pregunté desengañada, al verle cerrar la boca tras el exiguo informe.
– Bueno, hay algo más, pero no es significativo. Los queloides, o sea, las escarificaciones más gruesas y abultadas, son un auténtico reclamo sexual para los varones cuando las exhiben las mujeres.
– ¡Ah, vaya…! -repuse con un gesto de extrañeza-. ¡Eso sí que tiene gracia! Jamás se me hubiera ocurrido.
– De modo… -prosiguió, indiferente- que seguimos sin saber por qué están esas cicatrices en el cuerpo de ese hombre -creo que fue entonces cuando me fijé, por primera vez, en que sus ojos eran de un color gris desteñido-. Otro dato curioso, aunque también irrelevante para nuestro trabajo, es que últimamente esta práctica se está poniendo de moda entre los jóvenes de muchos países. Lo llaman body art o performance art, y uno de sus mayores defensores es el cantante y actor David Bowie.
– No me lo puedo creer… -suspiré, esbozando una sonrisa-. ¿Quiere decir que se dejan hacer esos cortes por gusto?
– Bueno… -murmuró tan desconcertado como yo-, tiene algo que ver con el erotismo y la sensualidad, pero no sabría explicárselo.
– Ni lo intente, gracias -le dispensé, extenuada, poniéndome en pie y dando por terminada aquella primera y agotadora jornada de trabajo-. Vayamos a descansar, capitán. Mañana va a ser otro día muy largo.
– Permítame que la lleve a su casa. Estas no son horas para que vaya usted sola por el Borgo.
Estaba demasiado cansada para negarme, así que arriesgué de nuevo mi vida dentro de aquel cochazo tan espectacular. Al despedirnos, le di las gracias con algo de mala conciencia por mi forma de tratarle -aunque se me pasó enseguida- y rechacé educadamente su ofrecimiento de venir a buscarme a la mañana siguiente; llevaba dos días sin oír misa y no estaba dispuesta a dejar pasar ni uno más. Me levantaría temprano y, antes de reanudar el trabajo, iría a la Iglesia de Santi Michele e Magno.