– ¿A quién iba a ver?
Katherine apartó la mirada y la posó en la chimenea. Contempló los troncos fríos y ennegrecidos que habían quedado de un viejo fuego del mismo modo que alguna gente observa fascinada las llamas.
– Era un hombre llamado Arno Conklin. Era un hombre muy importante en el…
– Sé quién era.
– ¿Sí?
– Su nombre estaba en los archivos, pero no de esta forma. ¿Cómo pudiste no decírselo a los polis?
Katherine se volvió y miró a Bosch con acritud.
– No me hables de esa manera. Te he dicho que estaba asustada. Me habían amenazado. Y tampoco habrían hecho nada con el dato. Conklin los compraba y los pagaba. No iban a acercarse a él sólo por la palabra de una… chica de citas que no vio nada, pero conocía un nombre. Tenía que pensar en mí. Tu madre estaba muerta, Harry. No podía hacer nada para evitarlo.
Bosch distinguió los bordes afilados de la ira en los ojos de la mujer. Sabía que la ira estaba dirigida hacia él, pero más todavía hacia ella misma. Katherine podía enumerar todas sus razones en voz alta, pero Bosch sabía que en su interior había pagado un alto precio por no haber hecho lo que debía.
– ¿Crees que Conklin la mató?
– No lo sé. Lo único que sé es que había estado con él antes y nunca hubo nada violento. No sé la respuesta a eso.
– ¿Tienes alguna idea ahora de quién te llamó?
– No, ninguna.
– ¿Conklin?
– No lo sé. De todos modos no conocía su voz.
– ¿Los viste juntos alguna vez? A mi madre y a él.
– Una vez en un baile en la logia masónica. Creo que fue la noche que se conocieron. Johnny Fox los presentó. No creo que Amo supiera nada de ella. Al menos entonces.
– ¿Pudo haber sido Fox quien te llamó?
– No, habría reconocido la voz.
Bosch reflexionó un momento.
– ¿Volviste a ver a Fox después de aquella mañana?
– No, lo evité durante una semana. Fue fácil porque creo que él se estaba escondiendo de los polis. Y después me fui. Quien fuera que me llamara me asustó de verdad. El día que los polis me dijeron que no tenían más preguntas me fui a Long Beach. Hice una maleta y cogí el autobús… Recuerdo que tu madre tenía ropa mía en su apartamento. Cosas que le había prestado. Ni siquiera me molesté en intentar recuperarlas. Sólo cogí lo que tenía y me fui.
Bosch se quedó en silencio. No tenía nada más que preguntar.
– Pienso mucho en esos tiempos -dijo Katherine-. Tu madre y yo estábamos en el arroyo, pero éramos buenas amigas y nos divertíamos a pesar de todo.
– ¿Sabes? Tú formas parte de muchos de mis recuerdos. Siempre estabas ahí con ella.
– Nos reíamos mucho a pesar de todo -dijo ella con nostalgia-. Y tú eras lo mejor de todo. Cuando se te llevaron, ella casi se muere allí mismo… Nunca dejó de intentar recuperarte, Harry. Espero que lo sepas. Te quería. Y yo también te quería.
– Sí, lo sé.
– Pero desde que tú no estabas Marjorie no era la misma. A veces pienso que lo que le ocurrió era casi inevitable. A veces pienso que es como si ella se hubiera empezado a dirigir hacia ese callejón desde mucho tiempo antes.
Bosch se levantó, observando la pena en los ojos de la mujer.
– Será mejor que me vaya. Te mantendré informada.
– Me encantaría. Quiero estar en contacto.
– Yo también.
Bosch se encaminó a la puerta, sabiendo que no permanecerían en contacto. El tiempo había erosionado el vínculo que los había unido. Eran dos extraños que compartían la misma historia. En el escalón, Bosch se volvió y la miró.
– La felicitación de Navidad que mandaste… Querías que investigara esto entonces, ¿no?
Ella sacó a relucir de nuevo la sonrisa distante.
– No lo sé. Acababa de morir mi marido y yo estaba haciendo balance. Pensé en ella. Y en ti. Estoy orgullosa de cómo me fue, pequeño Harry. Así que pensé en lo que podía haber sido la vida para ella y para ti. Todavía siento odio. Quien la mató debería…
Ella no terminó, pero Bosch asintió con la cabeza.
– Adiós, Harry.
– ¿Sabes? Mi madre tenía una buena amiga.
– Eso espero.
Otra vez en su coche, Bosch sacó la libreta y observó la lista.
Conklin
McKittrick y Eno
Meredith Roman
Johnny Fox
Tachó el nombre de Meredith Roman y examinó los que le quedaban. Sabía que el orden en que había anotado los nombres no sería el mismo orden en que trataría de hablar con ellos. Sabía que antes de poder acercarse a Conklin, o incluso a McKittrick y Eno, necesitaba más información.
Sacó su agenda de teléfonos del bolsillo de la americana y el móvil del maletín. Llamó a las autoridades de Tráfico en Sacramento y se identificó como el teniente Harvey Pounds. Dio el número de Pounds y pidió que comprobaran los datos de Johnny Fox. Después de cotejar su libreta, dio la fecha de nacimiento. Al hacerlo hizo cuentas y concluyó que Fox tendría en ese momento sesenta y un años.
Mientras seguía esperando, sonrió al pensar que Pounds tendría que dar algunas explicaciones al cabo de un mes. El departamento había empezado recientemente a controlar el uso de la base de datos de Tráfico porque el Daily News había publicado que agentes de todo el departamento realizaban secretamente búsquedas para amigos periodistas y detectives privados. El nuevo jefe lo había zanjado exigiendo que todas las llamadas y conexiones de ordenador con Tráfico se documentaran en un formulario recién implementado que requería asignar las búsquedas a un caso o propósito específicos. Los formularios se enviaban al Parker Center y después se cotejaban con las listas que proporcionaba Tráfico cada mes. Cuando apareciera el nombre del teniente en la lista de Tráfico en el siguiente control y no se encontrara el formulario correspondiente, Pounds recibiría una llamada de los auditores.
Bosch había anotado el número de la tarjeta de identificación del teniente cuando éste se la había dejado enganchada en su chaqueta, en el colgador que tenía fuera de su despacho. Lo había copiado en su agenda de teléfonos con la corazonada de que un día podría resultarle útil.
La administrativa de Tráfico volvió finalmente a la línea y dijo que no había ninguna licencia emitida a nombre de Johnny Fox con la fecha de nacimiento que Bosch le había proporcionado.
– ¿Algo que se acerque?
– No, cielo.
– Querrá decir teniente, señorita -dijo Bosch con severidad-. Teniente Pounds.
– Es señora, teniente. Señora Sharp.
– Dígame, señora Sharp, ¿hasta cuándo se remonta esa búsqueda informática?
– Siete años. ¿Alguna cosa más?
– ¿Cómo compruebo los años anteriores?
– No lo hace. Si quiere una búsqueda manual de los registros nos manda una carta, teniente. Tardará entre diez y catorce días. En su caso, cuente catorce. ¿Algo más?
– No, pero no me gusta su actitud.
– Estamos en paces. Adiós.
Bosch se rió en alto después de cerrar la agenda de teléfonos. Estaba seguro de que la solicitud de búsqueda no se perdería en el proceso. La señora Sharp se ocuparía de ello. Probablemente el nombre de Pounds sería el primero en la lista que iba a llegar al Parker Center.
Marcó el número de Edgar en la mesa de homicidios y lo pilló antes de que se fuera de comisaría.
– Harry, ¿qué pasa?
– ¿Estás ocupado?
– No, nada nuevo.
– ¿Puedes buscarme un nombre? Ya he probado en Tráfico, pero necesito que alguien me lo busque en el ordenador.
– Eh…
– Oye, ¿puedes o no? Si te preocupa Pounds, entonces…
– Eh, Harry, calma. ¿Qué te pasa, tío? No he dicho que no pueda hacerlo. Dime el nombre.
Bosch no podía entender por qué la actitud de Edgar lo ponía furioso. Respiró hondo y trató de calmarse.
– El nombre es John Fox. Johnny Fox.
– Mierda, va a haber cien John Foxes. ¿Tienes la fecha de nacimiento?