Volvió a entrar en casa y marcó el número de una periodista llamada Keisha Russell. Era nueva en el oficio y todavía peleaba para abrirse camino. Unos meses antes había hecho un intento sutil de reclutar a Bosch como fuente. El método al que habitualmente recurrían los periodistas para conseguirlo consistía en escribir una cantidad desmesurada de noticias sobre un caso que no merecía una atención tan intensa. Este proceso los ponía en contacto constante con los detectives a cargo del caso y les concedía la oportunidad de congraciarse con ellos y, con un poco de suerte, procurarse a los investigadores como futuras fuentes.
Russell había redactado cinco artículos en una semana acerca de uno de los casos de Bosch. Era un caso de violencia doméstica en el que el marido había violado una orden temporal de alejamiento y había vuelto al apartamento de su mujer en Franklin. La llevó hasta el balcón de la quinta planta y la arrojó a la calle. A continuación, saltó él. Russell había hablado repetidamente con Bosch durante el lapso de los artículos. Las crónicas resultantes eran concienzudas y completas. Era un buen trabajo, y empezó a ganarse el respeto de Bosch. Aun así, él sabía que Russell esperaba que los artículos fueran la base de una larga relación entre periodista e investigador. Desde entonces, no había pasado ni una semana sin que ella llamara a Bosch una o dos veces con alguna excusa, para trasmitir algún chisme departamental que había recogido de otras fuentes y formular la pregunta por la que vivían todos los reporteros: «¿Hay algo en marcha?»
Russell contestó al primer timbrazo y Bosch se sorprendió un poco de que hubiera entrado tan temprano. Pensaba dejarle un mensaje en el buzón de voz.
– Keisha, soy Bosch.
– Hola, Bosch, ¿qué tal?
– Bueno, supongo que ya has tenido noticias de mí.
– He oído que estás de baja, pero nadie me ha dicho por qué. ¿Quieres hablar de eso?
– No, en realidad no. Quiero decir que ahora no. Tengo que pedirte un favor. Si funciona te daré la historia.
Era el acuerdo que tenía con otros reporteros.
– ¿Qué tengo que hacer?
– Sólo ir al depósito de cadáveres.
Ella refunfuñó.
– Me refiero a la «morgue» del diario, allí mismo en el Times.
– Ah, eso está mejor. ¿Qué necesitas?
– Tengo un nombre. Es viejo. Sé que el tipo era escoria en los cincuenta y al menos a principios de los sesenta. Pero después le he perdido la pista. La cuestión es que mi corazonada es que está muerto.
– ¿Quieres una necrológica?
– Bueno, no creo que sea el tipo de persona de la que el Times publica una necrológica. Por lo que yo sé era un tipo de poca monta. Pensaba que tal vez podría haber algún artículo, bueno, si su muerte fue prematura.
– Te refieres a si le volaron los sesos.
– Exacto.
– Vale, echaré un vistazo.
A Bosch le dio la sensación de que Russell estaba ansiosa. Sabía que la periodista pensaba que el favor cimentaría una relación que le reportaría dividendos en el futuro. Bosch no dijo nada para disuadirla de esta idea.
– ¿Cuál es el nombre?
– John Fox. Lo llamaban Johnny. La última noticia que tengo de él es de mil novecientos sesenta y uno. Era un macarra, un mierda de poca monta.
– ¿Blanco, negro, amarillo o marrón?
– Un mierda de poca monta blanco, digamos.
– ¿Tienes la fecha de nacimiento? Me ayudará si hay varios Johnny Fox en los artículos.
Bosch le dio el dato.
– Muy bien, ¿dónde vas a estar?
Bosch le proporcionó el número de su móvil. Sabía que estaba mordiendo el anzuelo. El número iría directamente a la lista de fuentes que la periodista guardaba en su ordenador como pendientes de oro en un joyero. Disponer del teléfono en el que podría localizarlo casi en cualquier momento merecía la búsqueda en la «morgue».
– Vale, escucha. Tengo una reunión con el redactor jefe, ésa es la única razón de que haya entrado tan temprano. Pero después, iré a echar un vistazo. Te llamaré en cuanto tenga algo.
– Si hay algo.
– Exacto.
Después de colgar, Bosch sacó los cereales de la nevera, se puso a comerlos directamente de la caja y sintonizó las noticias en la radio. Había suspendido la suscripción al diario por si acaso Gowdy, el inspector de obras, se pasaba temprano y lo veía en la puerta: una pista de que alguien estaba habitando lo inhabitable. No había gran cosa que le interesara en el resumen de las noticias. Al menos no había homicidios en Hollywood. No se estaba perdiendo nada.
Después del informe de tráfico oyó una noticia que captó su atención. Al parecer un pulpo que se exhibía en el acuario municipal de San Pedro se había quitado la vida al retirar con uno de sus tentáculos un tubo de circulación de agua. El depósito de agua se había vaciado y el pulpo había muerto. Los grupos medioambientales lo estaban calificando de suicidio, considerándolo una protesta desesperada del pulpo contra su cautividad. Sólo en Los Ángeles, pensó Bosch al apagar la radio. Un lugar tan desesperante que incluso un animal marino se suicidaba.
Se dio una larga ducha, cerrando los ojos y poniendo la cabeza justo debajo del chorro. Más tarde, mientras se afeitaba, no pudo evitar examinar de nuevo las ojeras. Parecían todavía más pronunciadas que antes y armonizaban a la perfección con los ojos enrojecidos por los excesos con la bebida de la noche anterior.
Dejó la maquinilla en el borde del lavabo y se inclinó hacia el espejo. Tenía la piel tan pálida como una bandeja de papel reciclado. Al contemplarse pensó en que antes lo habían considerado un hombre atractivo. Ya no. Parecía apaleado. Daba la sensación de que la edad le había hecho un placaje y lo había derribado. Pensó que se parecía a algunos de los ancianos que había visto después de que los encontraran muertos en sus camas. Los de los albergues. Los que vivían en contenedores de barco. Al verse pensaba más en los muertos que en los vivos.
Abrió el botiquín, de manera que el reflejo desapareció. Miró entre los diversos elementos que había en los estantes de cristal y eligió un frasco de colirio. Se echó una generosa dosis de gotas en los ojos, se limpió el sobrante de la cara con una toalla y salió del cuarto de baño sin cerrar el botiquín para no tener que verse otra vez.
Se puso su mejor traje limpio, uno gris de dos piezas, y una camisa blanca. Añadió su corbata granate con cascos de gladiador. Era su favorita. Y también la más vieja que tenía. Uno de los bordes empezaba a deshilacharse, pero la usaba dos o tres veces por semana. Se la había comprado diez años antes, cuando lo destinaron a homicidios. Se la sujetó a la camisa con un alfiler dorado que formaba el número 187, el código penal del homicidio en California. Al hacerla sintió que recuperaba en parte el control. Empezó a sentirse otra vez bien y completo, y furioso. Estaba preparado para salir a la calle, tanto si la calle estaba preparada para él como si no.
Bosch se apretó con fuerza el nudo de la corbata antes de abrir la puerta posterior de la comisaría. Entró por el pasillo de atrás de la sala de detectives y después circuló entre las mesas hasta la parte delantera, donde Pounds estaba sentado en su despacho, detrás de las ventanas de cristal que lo separaban de los detectives que tenía a sus órdenes. Heads, en la mesa de robos, lo saludó con la cabeza al verlo, y después lo saludaron en atracos y en homicidios. Bosch no hizo caso de nadie, aunque casi perdió el pie cuando vio a un hombre en la mesa de homicidios. Burns. Edgar ocupaba su sitio habitual, pero estaba de espaldas a Bosch y no vio a Harry cuando éste atravesaba la sala.
Pero Pounds sí. A través del cristal vio cómo Bosch se aproximaba hacia su despacho y se puso de pie detrás del escritorio.