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La primera cosa en la que se fijó Bosch al acercarse fue que el cristal que se había roto justo una semana antes ya había sido sustituido. Pensó que era curioso que se hubiera reemplazado tan pronto en un departamento donde reparaciones más vitales -como la sustitución del parabrisas de un coche patrulla destrozado por las balas- normalmente requerían un mes de cinta aislante roja y burocracia. Pero ésas eran las prioridades del departamento.

– Henry -bramó Pounds-. ¡Venga!

El hombre mayor que se sentaba en el mostrador de la entrada y atendía las llamadas del público se levantó de un salto y avanzó tambaleándose hasta el despacho de cristal. Era uno de los voluntarios civiles que trabajaban en la comisaría. La mayoría eran jubilados y los polis solían referirse a ellos con el nombre colectivo de miembros de la brigada del sí.

Bosch siguió al anciano y dejó el maletín en el suelo.

– Bosch -dijo Pounds ahogando un grito-. Aquí hay un testigo. -Señaló al viejo Henry y después a través del cristal-. Y ahí fuera también.

Bosch se fijó en que Pounds todavía tenía el moretón causado por los capilares rotos debajo de ambos ojos. En cambio, la hinchazón ya había desaparecido. Harry se acercó a la mesa y metió la mano en el bolsillo de la chaqueta.

– ¿Testigos de qué?

– De lo que estás haciendo aquí.

Bosch se volvió para mirar a Henry.

– Henry, ya puede irse. Sólo voy a hablar con el teniente.

– Henry, quédese -ordenó Pounds-. Quiero que escuche esto.

– ¿Cómo sabe que va a recordarlo, Pounds? Si ni siquiera sabe pasar una llamada a la mesa que corresponde. -Bosch miró de nuevo a Henry y clavó en él una mirada que no dejaba duda de quién mandaba en el despacho de cristal-. Cierre la puerta al salir.

Henry miró tímidamente a Pounds, pero enseguida se encaminó a la puerta, cerrándola tal y como le habían mandado. Bosch se volvió hacia Pounds..

El teniente, despacio, como un gato que se escabulle por detrás de un perro, se sentó en su silla, quizá pensando, o sabiendo por instinto, que sería más seguro no situarse a la misma altura que Bosch. Harry bajó la mirada y vio que había un libro abierto en la mesa. Se agachó y le dio la vuelta para ver la tapa.

– ¿Está estudiando para el examen de capitán, teniente?

Pounds se apartó hacia atrás para alejarse de Bosch. Éste se fijó en que no era el manual de examen de capitán, sino uno que trataba de la motivación de los empleados, escrito por un entrenador de baloncesto profesional. Bosch no pudo evitar reírse y sacudir la cabeza.

– Pounds, tengo que reconocerlo. Al menos es entretenido, eso tengo que concedérselo.

Pounds cogió el libro y lo metió en un cajón.

– ¿Qué quieres, Bosch? Estás de baja. No deberías estar aquí.

– Pero me ha llamado, ¿recuerda?

– No.

– Dijo que quería el coche.

– Te dije que lo devolvieras al garaje. No te dije que vinieras aquí. Ahora vete.

Bosch advirtió que el sonrojo de la rabia se extendía por el rostro del otro hombre. Él mantuvo la calma y lo tomó como un signo de que su nivel de estrés se estaba reduciendo. Sacó la mano del bolsillo y dejó caer las llaves en la mesa de Pounds.

– Está aparcado fuera, al lado de la celda de borrachos. Si quiere que se lo devuelva, ahí lo tiene, pero tendrá que conducirlo hasta el garaje. Eso no es trabajo para un policía. Es trabajo para un burócrata.

Bosch se volvió para salir y cogió su maletín. Abrió la puerta del despacho con tal fuerza que ésta giró sobre sus goznes y golpeó en uno de los paneles acristalados. Todo el despacho tembló, pero no se rompió nada. Bosch rodeó el mostrador y dijo: «Lo siento, Henry», sin mirar al anciano, y después enfiló hacia la salida.

Al cabo de unos minutos, Bosch estaba de pie en la acera de Wilcox, enfrente de la comisaría, esperando el taxi que había pedido desde su móvil. Un Caprice gris, casi un duplicado del coche que acababa de devolver, se detuvo delante de él y Bosch se dobló para mirar en su interior. Era Edgar. Estaba sonriendo. El cristal de la ventanilla se deslizó hacia abajo.

– ¿Necesitas que te lleve, tipo duro?

Bosch entró.

– Hay un Hertz en La Brea, al lado del bulevar.

– Sí, lo conozco.

Avanzaron en silencio durante unos minutos, hasta que Edgar se rió y negó con la cabeza.

– ¿Qué?

– Nada… Burns, tío. Creo que estaba a punto de cagarse en los pantalones cuando tú estabas allí con Pounds. Pensó que ibas a salir de ahí y sacarle el culo de tu silla. Fue penoso.

– Mierda. Debería haberlo hecho. No se me ocurrió.

El silencio se instaló de nuevo. Estaban en Sunset llegando a La Brea.

– Harry, no puedes controlarte, ¿verdad?

– Supongo que no.

– ¿Qué te ha pasado en la mano?

Bosch la levantó y examinó el vendaje.

– Ah, me di con el martillo la semana pasada cuando estaba trabajando en la terraza. Duele como una mala puta.

– Sí, será mejor que tengas cuidado o Pounds va a ir a por ti como una mala puta.

– Ya lo está haciendo.

– Tío, es sólo un come números, un capullo. ¿Por qué no pasas de él? Sabes que sólo…

– Oye, ya empiezas a sonar como la psiquiatra a la que me envían. Podría sentarme una hora contigo hoy, ¿qué te parece?

– A lo mejor te está diciendo algo sensato.

– A lo mejor tendría que haber ido en taxi.

– Creo que deberías saber quiénes son tus amigos y escucharlos, aunque sólo sea por una vez.

– Es aquí.

Edgar frenó delante de la agencia de alquiler de coches.

Bosch salió antes de que el coche llegara a detenerse.

– Harry, espera un momento.

Bosch lo miró.

– ¿Qué pasa con este asunto de Fox? ¿Quién es ese tío?

– Ahora no puedo decírtelo, Jerry. Es mejor así.

– ¿Estás seguro?

Bosch oyó que el teléfono de su maletín empezaba a sonar.

Miró al maletín y después a Edgar.

– Gracias por acercarme.

Cerró la puerta del coche.

La llamada era de Keisha Russell desde el Times. Dijo que había encontrado un artículo breve en la «morgue» bajo el nombre de Fox, pero quería encontrarse con Bosch para dárselo. Bosch sabía que formaba parte del juego, se trataba de establecer el pacto. Miró su reloj. Podía esperar para saber qué decía el artículo. Le dijo que la invitaba a comer en el Pantry, en el centro de la ciudad.

Al cabo de cuarenta minutos, Russell ya estaba en un reservado próximo a la caja cuando él llegó. Bosch se deslizó en la parte opuesta del reservado.

– Llegas tarde -dijo ella.

– Lo siento, estaba alquilando un coche.

– Te han retirado el coche, ¿eh? Parece serio.

– No vamos a hablar de eso.

– Ya lo sé. ¿Sabes quién es el dueño de este sitio?

– Sí, el alcalde. Pero la comida no es mala.

La periodista torció el gesto y miró en torno como si el lugar estuviera lleno de hormigas. El alcalde era republicano; el Times había apoyado a los demócratas. Y lo que era peor, al menos para ella, era que el alcalde defendía al departamento de policía. A los periodistas eso no les gustaba. Preferían las controversias internas, el escándalo. Generaba noticias más interesantes.

– Lo siento -dijo Bosch-. Supongo que podría haber propuesto el Gorky o algún sitio más liberal.

– No te preocupes por eso, Bosch. Sólo estaba bromeando.

Bosch calculó que la mujer no tendría más de veinticinco. Era una joven negra con una gracia especial. Bosch no sabía de dónde era, pero no creía que fuera de Los Ángeles. Conservaba el rastro de un acento, un cantito caribeño, que probablemente ella había tratado de suavizar. Aun así permanecía. A Bosch le gustaba cómo ella decía su nombre. En su boca sonaba exótico, como una ola al romper. No le importaba que tuviera poco más que la mitad de su edad y que lo tuteara.

– ¿De dónde eres, Keisha?