– Tal vez fue eso lo que descubrió, tal vez es así como soy.
– Dudo que la razón sea tan simple como eso.
– A veces yo no.
Hinojos miró su reloj y se inclinó hacia adelante; su insatisfacción por cómo se estaba desarrollando la sesión era patente.
– De acuerdo, detective. Entiendo lo incómodo que se siente. Vamos a seguir adelante, aunque sospecho que tendremos que volver sobre este asunto. Quiero que se lo piense un poco. Trate de expresar sus sentimientos con palabras.
Aguardó a que Bosch dijera algo, pero él no lo hizo.
– Tratemos de hablar otra vez de lo que ocurrió la semana pasada. Entiendo que se originó en un caso relacionado con el asesinato de una prostituta.
– Sí.
– ¿Fue brutal?
– Eso es sólo una palabra. Significa cosas distintas para personas distintas.
– Cierto, pero para usted, ¿fue un homicidio brutal?
– Sí, fue brutal. Creo que casi todos lo son. Cuando alguien muere, para la víctima es algo brutal.
– ¿Y se llevó al sospechoso detenido?
– Sí, mi compañero y yo. O sea, no. Él vino voluntariamente a responder a unas preguntas.
– ¿Este caso le afectó más que otros casos del pasado?
– Quizá, no lo sé.
– ¿Por qué tendría que ser así?
– ¿Se refiere a por qué me preocupo por una prostituta?
No lo hago. No más que por cualquier otra víctima. Pero en homicidios tengo una regla cuando se trata de los casos que me asignan.
– ¿Cuál es la regla?
– Todos cuentan o no cuenta nadie.
– Explíquelo.
– Sólo lo que he dicho. Todo el mundo cuenta o nadie cuenta. Eso es. Significa que me dejo la piel para resolver el caso tanto si se trata de una prostituta como si se trata de la mujer del alcalde. Ésa es mi regla.
– Entiendo. Ahora, veamos este caso en concreto. Me interesa oír su descripción de lo que ocurrió después del arresto y de las razones que motivaron su reacción violenta en la comisaría de Hollywood.
– ¿Está grabando esto?
– No, detective, todo lo que me diga es confidencial. Al final de estas sesiones simplemente haré unas recomendaciones al sub director Irving. Los detalles de las sesiones nunca se divulgarán. Mis recomendaciones normalmente ocupan menos de media página y no contienen detalles de las entrevistas.
– Tiene usted mucho poder con esa media página.
La psiquiatra no respondió. Bosch pensó un momento mientras la miraba. Pensó que podría confiar en ella, pero su instinto y experiencia le decían que no se fiara de nadie. Ella aparentemente comprendía su dilema y esperó.
– ¿Quiere saber mi versión?
– Sí.
– Muy bien. Le contaré lo que ocurrió.
Bosch fumó en el camino a casa, pero se dio cuenta de que lo que de verdad necesitaba no era un cigarrillo, sino una copa que le calmara. Miró el reloj y decidió que era demasiado temprano para parar en un bar. Se conformó con otro cigarrillo e irse a casa.
Después de subir por Woodrow Wilson, aparcó a media manzana de su domicilio y regresó caminando. Oía música suave de piano. El sonido procedía de la casa de uno de sus vecinos, pero no sabía decir de cuál. En realidad no conocía a ninguno de sus vecinos ni quién podía tener un pianista en la familia. Pasó por debajo de la cinta amarilla extendida delante de su propiedad y entró a través de la puerta de la cochera.
Aparcar calle arriba y ocultar el hecho de que vivía en su propia casa formaba parte de su rutina. El inmueble había recibido la etiqueta roja que lo calificaba de inhabitable después del terremoto y un inspector municipal había ordenado su demolición. Sin embargo, Bosch no había acatado ninguna de las dos órdenes. Había cortado el candado que bloqueaba la caja de electricidad y llevaba tres meses viviendo de este modo.
Era una casa pequeña, con revestimiento exterior de madera de secuoya. Se alzaba sobre unos pilares anclados en el lecho de roca sedimentaria que se había doblado para formar las montañas de Santa Mónica, surgidas en el desierto durante las eras mesozoica y cenozoica. Los pilares habían resistido el terremoto, pero la casa en saledizo se había desplazado por encima de ellos, saltándose parcialmente de los pernos instalados para resistir los temblores sísmicos. Resbaló. Unos cinco centímetros. Pero eso era suficiente. A pesar de la corta distancia, el daño era grande. En el interior, el armazón de madera de la casa se dobló y los marcos de puertas y ventanas dejaron de estar en escuadra. Los cristales se hicieron añicos, la puerta delantera quedó cerrada de manera definitiva, bloqueada en un marco que se había escorado hacia el norte con el resto de la edificación. Si Bosch quería abrir esa puerta, probablemente necesitaría pedir prestado el tanque de la policía con el ariete. Tenía que valerse de una palanca para abrir la puerta de la cochera, que se había convertido en la entrada principal a la vivienda.
Bosch había pagado cinco mil dólares a una empresa constructora para que levantara la casa y la desplazara de nuevo los cinco centímetros que se había deslizado. La habían colocado en su lugar y habían vuelto a atornillada a los pilares. Después, Bosch se contentó con trabajar cuando disponía de tiempo en reconstruir él mismo los marcos de las ventanas y las puertas interiores.
Lo primero fue el cristal, y en los meses posteriores reconstruyó los marcos y volvió a colgar las puertas interiores. Se basaba en libros de carpintería y con frecuencia tenía que repetir dos y tres veces el mismo proyecto hasta que obtenía un resultado razonablemente satisfactorio. No obstante, disfrutaba de la actividad, e incluso le resultaba terapéutica. El trabajo manual se convirtió para él en un descanso de su labor en homicidios. Dejó la puerta de la entrada tal y como estaba, a modo de saludo al poder de la naturaleza, y se conformó con entrar por la puerta lateral.
Todos sus esfuerzos no sirvieron para salvar la casa de la lista de estructuras condenadas del ayuntamiento. A pesar del trabajo de Bosch, Gowdy, el inspector de obras que había sido asignado a esa zona de las colinas, mantuvo la etiqueta roja de las casas sentenciadas a la demolición, y entonces empezó el juego del escondite por el cual Bosch entraba y salía de manera subrepticia, como un espía en una embajada extranjera. Clavó lonas de plástico negro en el lado interior de las ventanas que daban a la calle para que no saliera luz alguna. Y siempre buscaba a Gowdy. Gowdy era su perdición.
Entretanto, Bosch contrató a un abogado para apelar la resolución del inspector.
La puerta de la cochera ofrecía un acceso directo a la cocina. Después de entrar, Bosch abrió la nevera, sacó una lata de Coca-Cola y se quedó de pie ante el viejo electrodoméstico, refrescándose con el aliento del refrigerador mientras examinaba su contenido en busca de algo adecuado para la cena. Sabía exactamente lo que había en los estantes y en los cajones, pero miró de todos modos. Era como si esperara la aparición por sorpresa de un bistec olvidado o de una pechuga de pollo. Seguía esta rutina con la nevera abierta con cierta frecuencia. Era el ritual de un hombre que estaba solo, y eso también lo sabía.
En la terraza de atrás, Bosch se bebió el refresco y se comió un sándwich que consistía en pan de hacía cinco días y rodajas de carne de un envase de plástico. Lamentó no tener patatas chips para acompañarlo, porque indudablemente tendría hambre más tarde si sólo se alimentaba del sándwich.
Se quedó de pie en la barandilla mirando la autovía de Hollywood, casi al límite de su capacidad a causa de los residentes fuera de la ciudad que volvían a sus domicilios como cualquier otro lunes por la tarde. Él había escapado del centro de Los Ángeles justo antes de que rompiera la ola de la hora punta. Tenía que tener cuidado de no pasarse de tiempo en sus sesiones con la psicóloga del departamento, concertadas los lunes, miércoles y viernes a las tres y media. Se preguntó si Carmen Hinojos permitía que una sesión se alargara o bien la suya era una misión de nueve a cinco.