Se sentía inquieto, pero no sabía por qué. Sus pensamientos se arremolinaban y se mezclaban. Empezó a ver lo que Edgar le había dicho del caso en el contexto de su diálogo con Hinojos. Había alguna conexión, algún puente, pero no lograba alcanzarlo.
Se terminó la cerveza y decidió que con dos bastaba. Fue a sentarse en una de las sillas del salón, con los pies en alto. Lo que quería era darle un descanso a todo. A la mente y al cuerpo. Levantó la cabeza y vio que las nubes estaban pintadas de naranja por el sol. Parecían lava fundida que se movía lentamente por el cielo.
Justo antes de quedarse adormilado un pensamiento se abrió paso entre la lava. Todos cuentan o no cuenta nadie. Y entonces, en el último momento de claridad antes del sueño supo cuál había sido el hilo conductor que había atravesado sus pensamientos. Y supo cuál era su misión.
Por la mañana, Bosch se vistió sin ducharse para poder ponerse de inmediato a trabajar en la casa y eliminar los pensamientos persistentes de la noche anterior mediante el sudor y la concentración.
Pero desembarazarse de las ideas no era tarea fácil. Mientras se ponía unos tejanos manchados de barniz, se atisbó en el espejo resquebrajado de encima del escritorio y vio que llevaba la camiseta del revés. Escrito en la pechera de algodón blanco estaba el lema de la brigada de homicidios:
NUESTRO DÍA EMPIEZA CUANDO EL SUYO TERMINA
La leyenda debía estar en la espalda. Se la quitó y volvió a ponérsela para ver en el espejo lo que se suponía que tenía que ver: una réplica de la placa de detective en el pecho izquierdo y las siglas en letras pequeñas del Departamento de Policía de Los Ángeles.
Preparó café y se llevó la cafetera y una taza a la terraza. Después arrastró su caja de herramientas y la puerta nueva para el dormitorio que había comprado en Home Depot. Cuando finalmente estuvo preparado, y con la taza llena de café, se sentó en el reposapiés de una de las tumbonas y colocó la puerta de costado enfrente de él.
La puerta original se había astillado en las bisagras a consecuencia del terremoto. Había tratado de colgar la sustituta unos días antes, pero era demasiado grande. Calculó que tenía que limar no más de tres o cuatro milímetros para que encajara. Se puso a trabajar con el cepillo de carpintero, moviendo la herramienta lentamente a lo largo de la base de la puerta y arrancando finísimas virutas de madera. De cuando en cuando se detenía y examinaba su progreso pasando la mano por la madera. Le gustaba admirar su progreso. No había muchas otras tareas en su vida que lo permitieran.
Pero aun así, no consiguió concentrarse demasiado tiempo. Su atención en la puerta se vio interrumpida por el mismo pensamiento impertinente que le había acosado la noche anterior. Todos cuentan o no cuenta nadie. Era lo que le había dicho a Hinojos. Era lo que le había dicho que creía. Pero ¿lo creía? ¿Qué significaba para él? ¿Era simplemente un lema como el que llevaba en la espalda de la camiseta o era algo que guiaba su vida? Estas preguntas se mezclaban con los ecos de la conversación que había mantenido con Edgar la noche anterior. Y con un pensamiento más profundo que siempre había tenido.
Apartó el cepillo y volvió a pasar la mano por la suave madera. Pensó que ya lo tenía y se llevó la puerta al interior de la casa. Había extendido una sábana vieja en el salón y había reservado una zona para trabajos de carpintería. Allí pasó una hoja de papel de lija de grano fino por el borde de la puerta hasta que quedó perfectamente suave al tacto.
Sostuvo la puerta en vertical y balanceándola sobre un taco de madera la colocó en las bisagras y terminó de encajarla suavemente con un martillo.
Había engrasado las dos partes de las bisagras previamente y la puerta se abrió y se cerró prácticamente en silencio. Pensó que lo más importante era que encajara de manera uniforme en el hueco. La abrió y la cerró varias veces más, limitándose a mirarla y satisfecho con su logro.
El brillo de su éxito no duró mucho, porque la conclusión del proyecto le abrió la mente a la divagación. De nuevo en la terraza, las otras ideas volvieron mientras barría las virutas de madera para formar una pequeña pila.
Hinojos le había dicho que se mantuviera ocupado. Ya sabía cómo iba a hacerlo. Y en ese momento se dio cuenta de que no importaba cuántos proyectos encontrara para hacer, todavía tenía un trabajo pendiente. Apoyó la escoba en la pared y se metió en la casa para prepararse.
El almacén del Departamento de Policía de Los Ángeles y el cuartel general de la brigada aérea conocida como Piper Tech estaban en Ramirez Street, en el centro, relativamente cerca del Parker Center. Bosch, de traje y corbata, llegó a la puerta poco antes de las once. Mostró su tarjeta de identificación del departamento por la ventanilla del coche y enseguida le dejaron pasar. La tarjeta era lo único que tenía. Se la habían retirado junto con la placa dorada y el arma al concederle la baja la semana anterior, pero se la habían devuelto para que pudiera acceder a las dependencias de la Sección de Ciencias del Comportamiento para las sesiones de terapia con Carmen Hinojos.
Después de aparcar, caminó hacia el almacén pintado de beis que albergaba el historial de violencia de la ciudad. Los mil metros cuadrados del edificio contenían los archivos de todos los casos del Departamento de Policía de Los Ángeles, resueltos o sin resolver. Allí iban a parar los archivos de los casos cuando nadie más se preocupaba por ellos.
En el mostrador de la entrada, una administrativa civil estaba cargando archivos en un carrito para que pudieran ser llevados a los estantes y olvidados. Por la forma en que examinó a Bosch, éste supo que era raro que alguien se presentara allí en persona. Todo se hacía por teléfono y mediante mensajeros municipales.
– Si está buscando actas del ayuntamiento es en el edificio A, al otro lado del solar. El edificio con molduras marrones.
Bosch mostró su tarjeta de identificación.
– No, quería sacar el expediente de un caso.
Bosch metió la mano en el bolsillo del abrigo mientras ella se acercaba al mostrador y se inclinaba para leer su identificación. Era una mujer menuda, de raza negra, con el pelo gris y gafas. Según rezaba la tarjeta que llevaba en la blusa se llamaba Geneva Beaupre.
– Hollywood -leyó la mujer-. ¿Por qué no ha pedido que se lo enviáramos? No hay prisa con estos casos.
– Estaba en el centro, en el Parker… De todos modos quería verlo lo antes posible.
– Bueno, ¿tiene el número?
Bosch sacó del bolsillo un trozo de papel con la referencia 61-743. Geneva Beaupre se dobló para leerlo y levantó la cabeza de golpe.
– ¿Mil novecientos sesenta y uno? ¿Quiere un caso de…? No sé dónde están los casos del sesenta y uno.
– Están aquí. Había visto el expediente antes. Creo que antes había otra persona en el mostrador, pero el expediente estaba aquí.
– Bueno, lo miraré. ¿Va a esperar?
– Sí, me espero.
La respuesta pareció defraudarla, pero Bosch sonrió de la manera más amistosa que pudo. Beaupre se llevó el papel y desapareció entre las pilas de documentos. Bosch paseó en el reducido espacio durante unos minutos y después salió a fumarse un cigarrillo. Estaba nervioso por algún motivo que no lograba definir. No paraba de moverse, de pasear.
– ¡Harry Bosch!
Se volvió y vio que un hombre se le acercaba desde el hangar de helicópteros. Lo reconoció, pero no fue capaz de situarlo de inmediato. Entonces lo recordó: Dan Washington, que había sido capitán de patrullas y que en ese momento era comandante del escuadrón aéreo. Se dieron la mano cordialmente y Bosch suspiró por que Washington no estuviera al corriente de su situación de baja.
– ¿Cómo va en Hollywood?
– Como siempre, capitán.
– ¿Sabes? Lo hecho de menos.
– No hay mucho que echar de menos. ¿Qué tal usted?
– No me puedo quejar. Me gusta el destacamento, pero el puesto tiene más de director de aeropuerto que de policía. Supongo que es un lugar tan bueno como cualquier otro para pasar desapercibido.