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Bosch asintió.

– ¿Qué pruebas tenía de que Conklin conocía a Fox?

– Tenía fotos.

– ¿Qué fotos?

– Las había sacado el fotógrafo de sociedad para el Times en la logia masónica durante el baile del día de San Patricio, dos años antes de la elección. Había dos. Conklin y Fox estaban en una mesa. Eran descartes, pero un día podría…

– ¿Qué quiere decir que eran descartes?

– Fotos que nunca se publicaron. Pero, verá, yo solía mirar el material de sociedad en el laboratorio fotográfico para saber quiénes eran los peces gordos en la ciudad y con quién salían. Era información útil. Un día vi esas fotos de Conklin y un tipo que me sonaba, pero no sabía de dónde. Era por el marco social. No era el terreno de Fox, por eso en su momento no lo reconocí. Más tarde, cuando mataron a Fox y me dijeron que trabajaba para Conklin, me acordé de las fotos y de quién era el otro hombre. Fox. Volví a los archivos de descartes y me las llevé.

– ¿Estaban sentados juntos en el baile?

– ¿En las fotos? Sí. Y estaban sonriendo. Se veía que se conocían. No eran fotos posadas. De hecho, por eso las descartaron. No eran buenas fotos para la página de sociedad.

– ¿Había alguien más con ellos?

– Un par de mujeres.

– Vaya a buscar las fotos.

– Oh, ya no las tengo. Las tiré cuando dejé de necesitarlas.

– Kim, no me venga con hostias, ¿quiere? Nunca hubo un momento en que no las necesitara. Probablemente esas fotos son el motivo de que siga vivo. Ahora vaya a buscarlas o lo detendré por retención de pruebas y después conseguiré una orden de registro y destrozaré este sitio.

– ¡Vale! ¡Joder! Espere un momento, tengo una.

Se levantó y subió la escalera. Bosch se limitó a mirar al perro, que llevaba un jersey a juego con el de Kim. Oyó que se abría una puerta corredera y a continuación un ruido sordo. Supuso que habían sacado del armario una caja y la habían tirado al suelo. Al cabo de unos segundos, oyó las pisadas de Kim en la escalera. Al pasar junto al sofá, éste le entregó a Bosch una foto en blanco y negro de veinte por veinticinco que tenía los bordes amarillentos. Bosch se la quedó mirando un buen rato.

– La otra la tengo en una caja de seguridad -dijo Kim-. Es una imagen más nítida de los dos hombres. Se reconoce a Fox.

Bosch no dijo nada. Seguía mirando la instantánea. Era una foto tomada con flash. Todos los rostros aparecían quemados por el exceso de luz. Conklin estaba sentado a una mesa enfrente del hombre que Bosch supuso que era Fox. Había media docena de vasos en la mesa. Conklin estaba sonriendo y con los ojos cerrados, probablemente por eso la foto se descartó. Fox estaba ligeramente girado respecto a la cámara, por lo que sus rasgos no eran distinguibles. Bosch suponía que tenías que saber quién era para reconocerlo. Ninguno de los dos parecía consciente de la presencia del fotógrafo. Probablemente las luces de flash se encendían en toda la sala.

Pero más que en los hombres, Bosch se fijó en las dos mujeres de la fotografía. De pie junto a Fox e inclinada para susurrarle al oído había una mujer con un vestido oscuro ajustado a la cintura. Tenía el pelo rizado. Era Meredith Roman. Y sentada al otro lado de la mesa, y junto a Conklin, parcialmente tapada por éste, estaba Marjorie Lowe. Bosch supuso que si no la conocías, no habría sido reconocible. Conklin estaba fumando y con la mano levantada, ocultando con el brazo la mitad del rostro de la madre de Bosch. Era casi como si ella estuviera mirando a la cámara asomándose desde detrás de una esquina.

Bosch giró la foto y vio un sello que decía: «Foto del Times. Boris Lugavere.» Estaba fechada el 17 de marzo de 1961, siete meses antes de la muerte de su madre.

– ¿Llegó a enseñársela a Conklin o Mittel? -le preguntó Bosch al fin.

– Sí, cuando me propuse para ser portavoz principal. Le di una copia a Gordon y él vio que era una prueba de que el candidato conocía a Fox.

Bosch comprendió que Mittel también tuvo que ver que era la prueba de que el candidato conocía a una víctima de asesinato. Kim no sabía lo que tenía, pero no era de extrañar que obtuviera el puesto de portavoz. «Tienes suerte de estar vivo», pensó Bosch, pero no lo dijo.

– ¿Mittel sabía que era sólo una copia?

– Ah, sí. Eso lo dejé claro. No era estúpido.

– ¿Alguna vez se lo mencionó Conklin?

– A mí no. Pero supongo que Mittel se lo contó. Recuerde que le he dicho que tuvo que consultar antes de darme el trabajo. ¿Quién iba a tener que aprobarlo si él era director de campaña? Así que tuvo que hablar con Conklin.

– Voy a quedármela. -Bosch levantó la foto.

– Yo tengo la otra.

– ¿Ha permanecido en contacto con Arno Conklin a lo largo de los años?

– No, no he hablado con él en, no sé, veinte años.

– Quiero que lo llame ahora y…

– Ni siquiera sé dónde está.

– Yo sí. Quiero que lo llame y le diga que quiere verlo esta noche. Dígale que tiene que ser esta noche. Dígale que se trata de Johnny Fox y Marjorie Lowe. Dígale que no le cuente a nadie que va avenir.

– No puedo hacerlo.

– Claro que puede. ¿Dónde está su teléfono? Le ayudaré.

– No, me refiero a que no puedo ir a verlo esta noche. Usted no puede…

– No va a verlo esta noche, Monte. Yo voy a ser usted. A ver, ¿dónde está el teléfono?

Bosch aparcó en el estacionamiento de visitantes del Park La Brea Lifecare y bajó del Mustang. El lugar parecía oscuro; había pocas ventanas con la luz encendida en los pisos superiores. Miró el reloj -sólo eran las nueve y cincuenta- y se acercó a las puertas de cristal del vestíbulo.

Al acercarse sintió un nudo en la garganta. En su interior había sabido en cuanto terminó de leer el expediente del caso que su intuición estaba puesta en Conklin y que terminaría donde se encontraba en ese momento. Estaba a punto de confrontar al hombre del que creía que había matado a su madre y que después había utilizado su posición y a la gente que le rodeaba para salir impune. Para Bosch, Conklin era el símbolo de todo lo que nunca había tenido en su vida. Poder, una casa, satisfacción.

No importaba cuánta gente le había dicho por el camino que Conklin era un buen hombre. Bosch conocía el secreto que se ocultaba tras el buen hombre. Su rabia crecía con cada paso que daba.

En el interior había un vigilante uniformado sentado detrás de un escritorio, haciendo un crucigrama arrancado del Times Sunday Magazine. Tal vez llevaba haciéndolo desde el domingo. Miró a Bosch como si lo estuviera esperando.

– Soy Monte Kim -dijo Bosch-. Uno de los residentes me está esperando. Arno Conklin.

– Sí, ha llamado. -El vigilante consultó una tablilla con sujetapapeles y acto seguido se volvió y le dio el bolígrafo a Bosch-. Hacía mucho tiempo que no recibía visitas. Firme aquí, por favor. Está arriba, en la nueve cero siete.

Bosch firmó y dejó el bolígrafo en la tablilla.

– Es un poco tarde-dijo el vigilante-. Normalmente las visitas se terminan a las nueve.

– ¿Qué significa eso? ¿Quiere que me vaya? De acuerdo. -Levantó el maletín-. El señor Conklin puede venir mañana a mi despacho en su silla de ruedas a buscar esto. Soy yo el que hago un viaje especial, colega. Por él. Si no me deja subir, a mí me da igual. Peor para él.

– Eh, eh, eh, alto ahí, socio. Sólo le estaba diciendo que es tarde y no me ha dejado terminar. Voy a dejarle subir. No hay problema. El señor Conklin me lo ha pedido específicamente y esto no es una prisión. Sólo le estoy diciendo que las visitas ya se han marchado. Hay gente durmiendo. Simplemente no haga mucho ruido, nada más. No hace falta que se ponga furioso.