– ¡Qué hermosa sonaba la música! Ese es mi estudio favorito. Tengo que oírlo completo.
Sus ojos eran de un azul tan brillante como siempre por encima del bigote y la barba bien recortados. Un hombre guapo, se dijo ella, de una forma precisa, delicada. Sintió por él una especie de afecto combinado con un auténtico respeto. ¡Una personalidad complicada, la de aquel hombre! Pero bajo las complejidades, resultado de desconocidas experiencias, era un hombre digno que había sido riguroso consigo mismo.
– Querida mía. Estoy polvoriento del viaje. Deje que me ponga digno de sus bellos ojos.
– Y luego tomaremos unos combinados en la terraza del este. Y mi vieja amiga Amelia Darwent se nos unirá. ¿La recuerda? Ella a usted muy bien.
– No me suena -repuso el hombre sin dar señal de reconocimiento.
– Bueno, ella le hará recordar. Ahora suba, la misma habitación con salita.
El subió y Edith retornó a su estudio, el tercero. Lo había empezado a raíz de la muerte de Arnold, cuando estaba aprendiendo el significado de la pena, no sólo de la pena por la muerte, sino el dolor más profundo de saber que lo que había habido no era cuanto pudiera haber habido de haber existido más comprensión y por tanto más comunicación entre Arnold y ella. Ambos habían hecho lo mejor posible entre sí. Si ella se daba cuenta de que podía haber habido una felicidad más profunda, también él. Estaba segura de ello, pues a veces había visto que los ojos de su marido se fijaban en ella y había sorprendido tristeza en la mirada, respetando en silencio tal tristeza, comprendiendo en su propia reserva la distancia inexorable que entre los dos existía. Ni ella ni Arnold habían vencido tal reserva, pero el saberlo, el aceptarlo, resultaban dolorosos.
El día del funeral había vuelto sola a la casa, pues deseaba hallarse a solas y rechazó la cariñosa oferta de sus hijos de ir con ellos.
– No, queridos -les había dicho-. Volved con vuestros hijos. Estad con ellos y yo estaré contenta. De veras, estoy bien. Esta noche tomaré algo para dormir…, me siento muy cansada…
Y ya sola había empezado el estudio. Se dividía en tres partes, la primera la declaración del dolor, como una queja de por qué tenía que existir. En la segunda parte la pregunta llegaba a protesta, a una impetuosa exigencia. En la última parte la pregunta quedaba sin respuesta, la exigencia sin ser escuchada y el tema volvía a expresarse por última vez, y ésta con la aceptación de lo inexorable.
Cuando el último acorde murió en sus manos, oyó la voz de Amelia.
– Si tuviera corazón se me rompería cuando tocas eso.
Se volvió. Amelia estaba sentada en una silla amarilla, muy elegante en un vestido corto de fiesta de lamé de plata.
– ¿Cuándo has venido?
– Hace diez minutos. No he querido que Weston me anunciara. No te había oído tocar desde hacía tiempo… meses. Tocas mejor que nunca, Edith. Estoy furiosa con mis padres por no haberme obligado a practicar.
– Si no recuerdo mal -sonrió-, les detestabas por haberte hecho practicar durante dos años.
– No tenían que haber prestado oído a mis protestas. Tenían que haberme pegado. Y ahora les echo la culpa de que yo no tengo la habilidad de consolarme con música. Deberían de haber sido más severos.
– Querían que su única hija les amara.
– ¡Estúpida manera de conseguir el amor! Debían haber sabido que la única forma de ser querido es ser más fuerte que aquél a quien se quiere.
– Nunca te había oído hablar de amor, Amelia.
– ¡Lo cual no quiere decir que no tenga mis ideas sobre el tema!
Les interrumpió la llegada de Edmond Hartley. Se había puesto un traje de seda surah y lucía gemelos y alfiler de corbata de jade. Amelia le tendió la mano.
– ¡Vaya, Edmond! Estás más guapo que nunca.
El le devolvió la mirada y ella le soltó la mano.
– Ahora te recuerdo. ¡Eres la chica que siempre me ganaba al tenis!
Volviéndose, explicó:
– Esta joven, señora Chardman, tenía un revés infernal. Y tenía mercurio en los pies. Yo era ágil, o así me parecía, pero ella corría como… como una gacela joven, y sencillamente, nunca lograba ganarle. ¡Jamás podía decidirme si quererle u odiarle!
– Y nunca lo decidiste -rió Amelia encantada.
– Nunca.
Se miraban, comparándose respecto a sus edades. ¿Cómo les habían tratado los años, quién estaba mejor? La antigua atracción volvía. Una vez estuvo cerca de casarse y fue con Amelia Darwent. Cada uno de los dos lo recordaba ahora.
Aquella noche, cuando Jared le telefoneó, Edith se lo contó un tanto divertida.
– Jared, tu tío anda reviviendo una vieja atracción. Amor es una palabra demasiado fuerte. Pero Amelia y él se conocieron en un tiempo. Se olvidaron y ahora vuelven a recordar. El se ha ido después de cenar, pero le he oído que le preguntaba a Amelia si podría visitarle mañana.
– ¡Solamente llegará hasta ahí, bendito sea! -rió Jared.
Ante su propia sorpresa se sintió fastidiada.
– ¡No te rías, Jared! Es un hombre trágico…, un hombre bueno.
– Claro que es bueno, pero…
– ¡Nada de peros! Se ha reconocido a sí mismo y conociéndose se ha negado lo mejor que la vida puede dar.
– Que es…
– El amor, por supuesto. Qué joven eres -dijo casi con desdén, sintiendo de pronto que el corazón le dolía.
– No te comprendo.
– Ni hace falta.
…Durante los días que siguieron se dedicó deliberadamente y por entero a Edmond Hartley y Amelia. Fingiendo no ver nada, lo veía todo. Comprendía a Amelia tan bien, con tanto afecto. Amelia siempre había sido franca y nunca más que ahora. Cruzaba el césped y aparecía a cualquier hora, siempre magníficamente vestida según el momento del día, atractiva a su modo un tanto severo, bien cortado el rebelde cabello gris, la falda lo bastante breve para mostrar sus bien formadas piernas. El blanco y el negro le sentaban bien, así que de día, para los días calurosos del verano iba de blanco y de noche se ponía largas túnicas diáfanas de color negro. Sus modales bruscos, su conversación sin adornos, combinada con una deferencia casi ostentosa hacia Edmond claramente agradaban y conmovían a éste. Hacía mucho tiempo desde que una mujer le prestara atención. Dejó de sentirse tenso al estar a solas con ella y empezó a sugerir paseos entre los árboles.
Amelia aceptaba todas las invitaciones y se hizo casi habitual que antes de la hora del aperitivo Edith viera las dos altas figuras, la de Edmond algo más elevada, que paseaban del brazo por el jardín. Por eso estaba preparada para el anuncio que le hizo Amelia una velada de julio.
– Edith, acabo de pedir a Edmond Hartley que se case conmigo.
– Amelia, ¿de verdad? ¿Qué te ha dicho? ¿Cómo ha reaccionado?
– No podía negarse fácilmente -dijo Amelia soltando su breve carcajada-, no, sin mostrarse descortés, así que ha dicho que lo consideraba un honor y ha aceptado.
Se hallaban en el saloncito de arriba a donde Amelia le había seguido y donde Edith yacía en una tumbona, descansando media hora antes de vestirse para la cena.
– Amelia, supongo que ya sabes…
– ¿Que no le interesan las relaciones sexuales con una mujer? -le cortó la otra con impaciencia-. Si, lo sé… siempre lo he sabido. ¿Por qué crees que no me he casado nunca? Estaba loca por él cuando éramos jóvenes. Era el hombre más atractivo del mundo. Y entonces me lo dijo, Edith, sí, me lo dijo. Siempre le he admirado por ello. Es tan… decente. Se comprendía a si mismo, se controlaba. Nunca se permitiría… ¡bueno, ya sabes! Sencillamente, viviría sin relación física amorosa. Fue algo tan valiente, ¿no te parece? Si, por eso yo lo he hecho también. Pensarás que soy una tonta anticuada. Pero es así de simple; para mí tampoco ha habido otro amor y el sexo sin amor no me… interesa. Por supuesto, durante algún tiempo me sentí atónita, hasta repelida, porque yo era un animal muy sano. No nos vimos en mucho tiempo. Pero poco a poco, con el transcurso de los años, he llegado a comprender que el aspecto sexual no es lo único importante entre las personas y gradualmente el impulso se ha agotado. Y lo que ahora queda es amor. Así se lo he dicho. «Edmond, te amo. A ti mismo. Quiero vivir en la misma casa que tú, estar cerca de ti, nada más». Y, como te he dicho, me ha contestado que sería un honor.
Edith había creído conocer a Amelia de toda la vida y ahora se daba cuenta de que no le había conocido. Había estado equivocada tantos años, pero ahora comprendía a su amiga y con la comprensión sentía verdadero cariño por aquella mujer hermana.
– Os respeto a ambos -dijo en voz baja-. ¿Cuándo os casaréis?
– En cuanto arreglemos los puntos legales. Edmond vendrá a vivir a mi casa. Ya hemos tratado de todo. Puede quedarse para sí todo el ala este. Tendrá amplio sitio para sus cuadros. Edith, no puedo explicarte cuan dichosa me siento. Me alegra haber tenido valor de enfrentarme a la verdad que siempre hemos sabido, que deberíamos transcurrir nuestras vidas juntos. Es tan… honorable. El nunca me lo hubiera pedido. Por eso he dejado de lado toda falsa modestia y se lo he pedido yo.
– Entonces también yo me alegro.
Amelia había abierto una puerta y revelado una cámara secreta.
– Quiero que te cases -le dijo a Jared. Había pensado mucho en el valor de Amelia y de ello había sacado fuerzas.
Inconsciente, él conducía más de prisa. Era una tarde de domingo a mediados del verano y Jared había aparecido de pronto, sin anunciarse, para llevarla a un hotelito del campo a cenar. Edith había estado sola y un poco perdida, pues tres días antes Amelia le había anunciado que Edmond y ella se iban a Europa tras una ceremonia matrimonial breve y discreta. No, ni siquiera a su querida amiga Edith le diría a dónde iban ni cuándo exactamente, pero a su regreso se pondrían en contacto.