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– ¡Vaya, la señora Chardman! -Su cascada voz no había cambiado-. ¿Cómo es que…?

– Podría usted alojarme aquí una o dos semanas… tal vez tres?

– Pues… verá… -Abrió la puerta de par en par, Entre. No hay nadie en la casa más que mi mujer y yo. Me he casado con la cocinera. No sé si se acordará de ella. El doctor Steadley le incluyó en su testamento y resultaba igual de fácil… entre, señora Chardman. La familia ha pasado aquí el verano, pero ya se han ido todos y nos estamos preparando para el invierno.

Al tiempo que hablaba iba abriendo paso. Edith se detuvo en el amplio vestíbulo y miró a su alrededor. Todo seguía igual, los muebles pulidos, los suelos sin polvo. Hasta había un jarrón de dorados crisantemos en la mesa, un gran jarrón Satsuma que recordaba bien, pues Edwin lo había encontrado en Japón. ¡Y sin embargo, qué vacía resultaba la casa!

Permanecía quieta, vacilante. ¿Podría soportar la ausencia de Edwin en su propia morada? La soledad era demasiado intensa. Se sentía sola como no se sintiera antes jamás, ni siquiera al morir Arnold y dejarle a solas en la morada que fuera de ambos. ¿Acaso esta soledad de ahora podría con ella, le haría sentir temor?

– Todo está como cuando él vivía aquí -le decía Henry-. Las camas hechas, las chimeneas con leños… todo. Incluso ayer mismo saqué sus cosas de invierno para airearlas. Mi mujer me dice «Henry, él no lo sabe», pero yo sí lo sé, le digo a ella, yo lo sé. ¿Ocupará usted el mismo cuarto, señora Chardman?

– Si, el mismo.

Le siguió al piso superior y al cuarto que tan bien recordaba. El sirviente abrió la puerta para que pasara.

– Está exactamente como antes -comentó Edith.

– Y así seguirá. El así lo quiere. «Henry», me decía, «tenlo siempre como estaba. No sé si puedo volver, pero tenlo todo como si pudiera›. Y así lo hago, hasta quito el polvo a los libros y todo.

– Quizá lo sepa -musitó ella.

Ahora que se hallaba allí se daba cuenta de sentirse cansada. Se quitó el sombrero y se vio en el espejo, el rostro pálido y fatigado.

– Cenará usted cuanto antes -añadió Henry-. Voy a decírselo a mi mujer. Resultará agradable tener algo que hacer.

– Gracias, Henry.

Cuando el hombre hubo salido, abrió sus dos maletines y fue metiendo las cosas en los cajones.

“Pero no tengo por qué quedarme” -pensaba-; puedo irme cualquier día, en cualquier momento, si no lo resisto más. Pero ¿dónde ir?.

Se sentó frente al pequeño escritorio de caoba junto a la ventana oeste. El sol se ponía y en aquel momento parecía descansar en el rocoso picacho del monte más alto. Edith miró como se iba metiendo hasta que desapareció el último borde dorado. Luego encendió todas las lámparas de la estancia y prendió fuego a los leños. Entonces se sintió algo más como en casa, aunque todavía sola.

…Caía la primera nevada temprana, aunque las últimas hojas de brillante color colgaban aún de los arcos, cuando Edith corrió las cortinas de su dormitorio una mañana y vio los grandes copos que pasaban junto a la ventana. Henry había encendido la calefacción central.

Sujetó la cortina y dejó que la blanca luz llenara la estancia. Encendió la fogata de la chimenea, donde siempre había leños apilados, y despacio, sensualmente, se duchó, se vistió y bajó a desayunarse. Allí también había encendido Henry el fuego, colocando a su lado una mesita.

– Hace frío esta mañana -saludó el servidor.

– Pero es un bello día.

– Al doctor Steadley siempre le gustaba la nieve.

– Lo sé.

– Es curioso como parece seguir en esta casa.

– ¿También usted lo nota?

– Hay veces, cuando entro, en que casi me parece oírle.

– Si usted cree que está aquí, entonces aquí está, hasta cierto punto.

Al decir aquellas palabras se sintió llena de una extraña confianza. Si era posible creer en alguna presencia, con toda seguridad sería la de Edwin más que ninguna otra. Pero Edith era escéptica. Lo que fuera había dejado de existir. El hombre había abandonado el caparazón, la habitación, lo había dejado todo tras de sí para marcharse. Y ella se sentía singularmente sola, más sola, reflexionaba, que si nunca hubiera vivido allí con él. Y tampoco querría que volviera. Ahora ella había acudido a su casa para intentar aprender a vivir sin nadie y estrechaba la soledad contra su carne y su corazón. Estaba sola, sola, tan envuelta en su solitario ser que ni siquiera se dio cuenta de que Henry había dejado la estancia.

…Los solitarios días se deslizaban uno tras otro en gris sucesión. Como nadie sabía donde estaba, no recibía llamadas telefónicas. Pasaba las horas en la enorme biblioteca, estudiando libros que jamás leyera antes, libros de historia asiática, y filosofía oriental. Edwin había viajado mucho por aquella parte del mundo y ahora Edith empezaba a comprender cuánto había contribuido el Oriente a la formación de su carácter. La libertad natural, la facilidad con que había adaptado lo físico a lo filosófico eran orientales. El cuerpo no era sino la manifestación del espíritu, que trasladaba en términos de carne y sangre, de pulso y latidos los anhelos del espíritu. La necesidad del amor físico sólo era una materialización del ansia de comunicación que tenía el espíritu. No había diferencia esencial entre carne y espíritu, la diferencia sólo estaba en el modo de expresión.

Pero Jared aún no había progresado hasta tan lejos. Ni tampoco ella. La carne pertenecía a la carne. Cuando pensaba en Jared pensaba en su cuerpo. Su espíritu era algo aparte. Podía, y en efecto solía pensar en su espíritu, pero era algo en sí mismo. Espiritualmente era un creador. Por supuesto, todavía estaba sólo empezando. Creaba instrumentos, mecanismos con los que satisfacer su impulso creador. Tenía que hacer algo con sus manos, algo que pudiera ver y palpar, un instinto noble, pero a un nivel primario. Su creatividad se veía motivada por la compasión, instinto valioso, sí, pero no lo bastante fuerte en sí mismo para satisfacer del todo su capacidad de creador. Antaño, el creador siempre hallaba su culminación a través del arte, pero ahora los artistas más grandes eran los científicos. La ciencia era tan interesante, tan nueva, casi tan insuperable que desafiaba a toda la mente creadora. Edith no tenia la menor duda de que si algo no se lo impedía, Jared llegaría a ser un gran científico.

¡Si algo no se lo impedía! Pero nada había que pudiera impedírselo más que ella, ella misma. De alguna manera, ella había aparecido en su vida en el momento en que él necesitaba adorar algo y le había adorado a ella. ¿Qué hace una mujer con la adoración de un hombre? Puede destruirla por su propia y egoísta necesidad…, o puede utilizarla para que el hombre crezca y se complete.

«No tengo que dejárselo saber nunca.»

Pero saber ¿qué?

Jamás tenía que dejarle saber que no era más que una mujer. Jamás tenía que descender a las necesidades cotidianas, si es que quería retenerle. No, incluso aquello era egoísta. No había cuestión de «retenerle». Ella misma tenía que elevarse a cierta altura propia. Debería estar bien dispuesta a soltarle mientras le amara… incluso debido al mismo amor, pues el amor, si es auténtico, sólo busca que el ser amado se complete al nivel más alto posible.

Despacio, día tras día, iba dirigiéndose hacia una nueva definición del amor, eliminando todo rastro de egoísmo para llegar a obtener la satisfacción más pura. Despacio iba rechazando la soledad hasta dejar de sentirse sola, absorta en su búsqueda de la sustancia del amor en su esencia. Y durante toda aquella búsqueda no escribió ni telefoneó a Jared. Necesitaba hallarse a solas para superar su soledad. Cuando ya no se sintiera solitaria, volvería a hallarle, o él le encontraría a ella.

Así pasaron los días en la silenciosa casa. Pasaban días en los que no hablaba con nadie, más que para

responder al saludo de Henry o a alguna pregunta de su esposa.

– ¿Está todo a su gusto, señora Chardman?

– Sí, Margaret, gracias.

– ¿Hay algo que le apetezca comer?

– No, gracias. Lo que prepare estará bien.

Los días se transformaban en semanas. La nieve caía ya con abundancia y se instalaba permanente. El invierno estaba casi encima. Se preguntaba si volver a su propia casa, pero no lo hizo. Edwin se había ido y ella vivía por entero en presencia de Jared. Ya no era el joven del que se había apartado. Poco a poco le iba viendo como al hombre que sería un día, Jared el completo, Jared el creador, dueño de sí, imaginativo, dedicado a su labor, sin compromisos en su creatividad. Se habría convertido en uno de los grandes de su tiempo, sus actos de creación de arte no serían ya meros inventos. ¿Cómo llegaría ella a saber de su grandeza? Cuando el artista y el científico se combinaran en él, sería ya un hombre grande.

– …Y ya te he encontrado -dijo Jared.

Se había anunciado con su propia llegada. La mañana en que llamó a la puerta ella se hallaba sentada al piano. Se detuvo a escuchar, esperó a que Margaret o Henry abrieran la puerta, pero ninguno de los dos acudió. Entonces abrió ella misma y se encontró frente a Jared bajo la lluvia. Tres días de continua lluvia habían barrido por completo la última nevada.

– ¿Me buscabas?

– Por todas partes. Nadie sabía decirme dónde estabas.

– Porque no se lo dije a nadie.

– ¡Querías ocultarte de mí!

– Entra y cobíjate de esa lluvia.

Abrió la puerta de par en par, él se sacudió, entró y se quitó el impermeable y el sombrero. Henry apareció en aquel mismo instante, asombrado al ver una visita, y tomando el impermeable y el sombrero miró a la mujer con ojos interrogantes.

– Sí, Henry. El señor Barnow se quedará aquí… ¿esta noche, Jared?

– Sí, si quieres, pero mañana mismo te llevo a casa.

No le contestó, pero le condujo a la sala. La corriente formada al dejar la puerta abierta había hecho volar las hojas de música y él se detuvo a recogerlas y las puso en el pequeño atril. Luego se sentó y le miró a los ojos.