Aquéllas habían sido sus últimas palabras coherentes, pues el dolor le había invadido y había muerto horas más tarde casi atontado por la agonía. Durante la primera noche que había pasado sola en la gran casona de Filadelfia, que ahora le pertenecía sólo a ella, había considerado sus palabras. ¿Era cierto, podría ser cierto, que nada quedaba de él sino el cuerpo enterrado en el cementerio de la iglesia donde yacían sus antepasados? Había ponderado confusa sus pensamientos, incapaz de llegar a una conclusión, sin querer creer que él tuviera razón pero casi obligada a temer que la tenía. Ella no tenía prueba alguna sobre la inmortalidad, pero tampoco él la había tenido en contra. Debido a su actitud mental, se había sentido bien dispuesta, hasta ansiosa, de oír lo que Edwin tenía que decirle.
– Los humanos somos las únicas criaturas capaces de pensar en nuestro propio final, sin duda ni fe.
Había afirmado aquello aquel día de su primera visita. Estaban sentados en la terraza que daba a las distantes montañas y el ama de llaves les había traído té y pastelillos y, después de dejar la bandeja en la mesita que había entre ambos, se había retirado. A solas con él se había atrevido a refutarle. Con la taza de té en la mano, había negado con la cabeza.
– ¿No está de acuerdo? -le había preguntado, sorprendido.
– Hasta los animales conocen su fin y lo temen. ¡Fíjese lo alocados que se ponen al tratar de escapar a la muerte! Tal vez no razonen ni piensen, pero luchan contra la muerte. ¿Ha visto alguna vez un conejo en las fauces de un perro? Lucha contra la muerte hasta su último aliento. Un pez sacado del agua lucha por vivir. Los animales temen la muerte, y si la temen, es que la conocen.
El escuchaba, sorprendido y complacido.
– Bien razonado, pero no confunda el instinto con la consciencia.
Ella había considerado un momento aquello, para preguntar a continuación:
– ¿Cuál es la diferencia entre el animal y el ser humano?
– La consciencia en sí misma. El ser humano se declara a sí mismo porque se conoce. ¿Los animales? No. No se separan a sí mismos del cosmos.
Ya en aquella primera visita se habían sentido extrañamente unidos y, con el transcurso del tiempo, habían llegado a depender cada vez más el uno del otro, si bien ella reconocía que lo que sentía por él no era amor, sólo unión. Por parte de él era decididamente amor, el amor de un anciano, cuya naturaleza le resultaba a ella poco clara. Fuera lo que fuese, el amor era algo dulce, y ella se asía a su persistencia.
El era más sabio que ella, y también aquello era agradable. Jamás se había apoyado antes en nadie, pues Arnold, pronto se había dado cuenta, jamás la llegaría a conocer del todo. Eran compatibles, pero ella era quien tenía más sabiduría.
La voz de Edwin la sacó de sus pensamientos.
– ¿Sigues ahí, Edith?
Si, oh, sí -repuso con rapidez.
– ¡Entonces no estabas escuchando!
– No del todo -confesó.
– ¡Estabas soñando!
– Sólo pensaba… en ti y en mí.
– Ah, entonces te perdono. ¡Y gracias! No es bueno para mí sufrir de celos, sabes… a ninguna edad.
– No tienes por qué. Y ahora vuelve a tu trabajo, cariño.
Dejó el aparato y se enfrentó al día, un día brillante de sol, en que zigzagueantes figuras vestidas de alegres colores bajaban como flechas por las blancas laderas, y ella estaba desperdiciándolo tontamente. Una multitud de pequeñas tareas le esperaba: un plato hondo de plata que tenía que limpiar para llenarlo de fruta, un viaje a la tienda del pueblo que iba retrasando para poder sentarse junto a la ventana a contemplar de nuevo el monte, tratando de imaginarse cuál de aquellos puntos de color que volaban sería el de Jared Barnow. Jamás había conocido antes a nadie llamado Jared y el extraño nombre aumentaba su atractivo. Algo nuevo, alguien nuevo había entrado en su casa la noche anterior.
Cuando el sol se hubo puesto y las sombras se deslizaron por la cumbre dejando sólo el pico rosa-rojizo recortado contra el cielo, se puso a preparar la cena. ¿Para dos? ¿O sólo para ella? No pondría la mesa hasta no saberlo. Mientras, prepararía comida suficiente… dos pequeñas chuletas, la más grande para él. Y de pronto oyó sus pasos, los pies que se sacudían la nieve y la puerta se abrió sin previa llamada.
– He vuelto.
Le esperaba.
Se le acercó y ante su propia sorpresa y casi horror sintió el impulso de echarle los brazos al cuello. Se contuvo. ¡A cuántos absurdos era capaz de reducirle su propia soledad! Tenía que tener cuidado. Aquel impulso era una experiencia nueva, pues hasta entonces sólo había tenido que cuidarse de los demás. Su propio sentido crítico (frialdad, lo Llamaba a veces Arnold cuando estaba irritado con ella) había sido hasta el momento su arma. Dentro de sí misma sabía que no era fría, tal vez reservada en un espacio que nunca había compartido con nadie, un espacio interior.
– Como ve, he vuelto -repitió el joven.
– ¿No ha tenido suerte de encontrar habitación?
– No lo he intentado -repuso soltándose las botas.
– Me alegro. Me hace sentirme parte de la vida en la montaña.
– ¿Nunca esquía?
– Oh, sí, cuando era joven me encantaba.
– Nunca es tarde, sabe.
– Me temo que sí.
– ¡Bobadas! Parece…, ¡yo diría que unos veinticinco!
– Añada diez años más y luego otros siete -rió. ¡Tengo cuarenta y dos!
– ¡No!
– ¡Si!
– No vuelva a mencionarlo jamás -ordenó y levantándose fue al cuarto de invitados-. Voy a lavarme un poco y a peinarme.
– Todo está listo.
Se detuvo sin entrar.
– ¿Me esperaba?
– Tenía la esperanza.
Se miraron; luego él entró al cuarto y cerró la puerta. Y ella quedó inmóvil, incierta. ¿Se cambiaría para ponerse el traje de lana oscuro? Pero si lo hacía, ¿pensaría él que era de una coquetería absurda? Decidió no cambiarse y luego se alegró, media hora más tarde, pues nada más sentarse a la mesa él se puso a comer sin ambages y con un silencio que a ella le pareció casi de ingrato. Pero al observarle decidió que estaba hambriento tan sólo…, hambriento y tan joven. Sería absurdo ponerse el vestido rojo largo… o el negro adornado de plata, sólo para un muchacho hambriento.
– ¿Cuánto tiempo piensa quedarse en el monte? -preguntó al fin para quebrar el silencio. No estaba preparada a que él se fuera, dejándole con el orgullo herido al recordar el loco impulso que había resistido.
– Tengo que estar de vuelta mañana. Me espera un trabajo en un laboratorio. Bueno, es más que eso. Es una oportunidad… una ocasión de descubrir… de hacer quizás algo propio… en Brinstead Electronics.
– Buena compañía.
– ¿La conoce?
– Mi padre era una especie de agregado.
– ¡Ojalá le hubiese conocido!
Murió mucho antes de que tuviera usted edad de conocerle.
Las palabras le hicieron daño en el corazón. Cuando él nació ella ya había salido de su infancia y era una jovencita que discutía con su paciente madre por la largura, o brevedad, de las faldas y que defendía su derecho a volver a casa después de medianoche cuando salía con Arnold.
– Todo el mundo le conocía -siguió él.
– Así lo supongo.
¿Por qué era tan difícil hablar? Se sentía deprimida, aparte, casi hostil hacia él, porque era tan joven. Sin embargo la velada anterior la conversación había fluido entre ellos fácilmente, con comprensión mutua. Involuntariamente alzó la cabeza y se dio cuenta de que lo había hecho porque él la miraba con ojos muy oscuros bajo las cejas. Al cruzarse sus miradas, él dijo bruscamente:
– Me gusta usted. Y no sólo porque es bella. Ya estoy acostumbrado a eso. La chica con la que salgo es muy bonita. Pero usted tiene algo…
– ¡Años… eso es todo!
El no rió. Más bien dijo con irritación:
– ¡Me gustarla que no hablara de su edad! A mi me avergüenza ser estúpidamente joven. Siempre he sido demasiado joven para lo que he querido hacer… demasiado joven para ir a la universidad, demasiado joven para trabajar. A los quince años me escapé, sólo para pasar el tiempo hasta ser algo mayor. Terminé los estudios demasiado joven. Siempre he hecho todo demasiado joven.
– ¿Adónde se escapó?
– Viajé, vagabundeé, sería mejor decir, por todo el mundo durante dos años.
– Así que ahora tiene…
– Veinticuatro.
Volvió a herirse a sí misma.
– Hábleme de su chica.
El frunció el ceño y volvió la cabeza a la ventana. Sobre el perfil de la montaña una fina luna nueva colgaba suspensa, como si fuera una decoración en el cielo.
– No es exactamente mi chica -dijo al fin con irritación.
– ¿Por qué no?
El joven apartó el plato, se levantó y fue a la ventana. Allí se quedó mirando el monte oscurecido y la luna colgante.
– Me encuentro en una situación extraña.
– ¿Si? -su voz invitaba a seguir.
– Siempre soy demasiado joven para lo que quiero hacer, pero soy demasiado viejo para… para chicas.
Entre los dos quedó suspenso un momento de silencio, tan tenue, tan estremecido como la luna nueva que brillaba entre las nubes que ahora se cernían sobre el monte.
– No comprendo del todo lo que quiere decir -comentó ella por fin con suave voz.
– Tampoco yo -cortó abrupto, y volviendo a la mesa se sentó-. Más café, por favor. Por cierto, ¿cómo se llama? Su nombre de pila, quiero decir.
– Edith.
– Edith. ¿Edith? Nunca he conocido a nadie con tal nombre. Mi madre tenía un nombre tonto… Ariadna. Sin embargo, es bonito. Como ya le dije, no la recuerdo, pero mi tío dice que era muy gentil.
– ¿Qué fue de ellos? -siguió en el mismo tono de voz.
– Murieron en un accidente de coche cuando yo tenía dos años. Si, creo recordar a alguien como mi madre, alguien dulce, bonita… pero seguramente no la recuerdo, en realidad, quizá sea sólo un sueño o tal vez pura imaginación.