– ¿Y no hubo nadie que le sustituyera?
– No. Mi tío no se ha casado nunca. ¿No se lo he dicho? Supongo que tiene alguna amante escondida en alguna parte. Nunca hablamos de esas cosas.
– ¿Nadie ha ocupado el lugar de su madre?
– Nunca he buscado a nadie. Las madres son insustituibles, ¿no?.
– Si -contestó con firmeza, y al cabo de un momento-. Pero ¿y la chica? ¿Es realmente más joven que usted?
– No tanto en años, pero lo demás… -Se encogió levemente de hombros-. Sí, es bastante lista, inteligente y todo eso. Pero yo soy viejo para ella. Soy una carga hasta para mí mismo.
– ¡Oh, vamos! -rió.
– Sí, lo soy -el no coreó su carcajada-. Me interesan muchas cosas, no la gente. ¡Hay tantas cosas que quiero hacer! No tengo tiempo para… para casarme y todo eso y esto es lo que esa chica desea.
– ¿Está enamorada de usted?
– Eso dice.
– ¿Y usted?
– ¿Yo? Cuando estoy con ella soy lo bastante normal para sentirme estremecido, ya sabe. Pero dentro de mí me conozco bien. «Te aburrirías de ella», eso es lo que me dice algo dentro. ¿Me considera loco?
– No. Sólo prudente.
– No me importaría serlo menos.
– No diga eso. Se le ha concedido como herramienta para lograrlo.
– ¿Qué?
– Lo que desee hacer.
– ¡Penetrar los secretos del universo!
Se inclinó hacia delante, los codos en la mesa, los ojos relucientes, mirándole, y ella se sintió consolada, casi elevada, por alguna razón que no quería comprender.
– Tengo que irme mañana -dijo él de improviso y con igual brusquedad se sentó al piano y se puso a tocar.
La nieve caía sobre la nieve, fría y silenciosa. Empezó cuando él salió de casa a la mañana siguiente, con un cielo gris y el monte cubierto de niebla. El invierno se cernía sobre la costa oriental. También nevaba en Filadelfia, oyó ella por radio.
– Odio tenerme que ir de esta casa tan caliente -comentó Jared.
Estaba en el umbral, envuelto en su chaquetón con la capucha sin poner.
– Se deja los esquíes en la bodega. Eso quiere decir que volverá.
– Sí, pero ahora me refería a esta mañana.
– Esta mañana -repitió Edith.
No podía decirle lo que pensaba, lo que siempre pensaba cuando caía la nieve. ¡Arnold yacía bajo la nieve! Por supuesto, ya se había acostumbrado para entonces, si es que alguna vez lograba acostumbrarse, claro está. ¿Y por qué sería la nieve? En primavera podría contemplar la tumba sin agonía y en otoño las brillantes hojas que caían de un arce vecino sobre la fosa casi volvían alegre el cementerio de la ciudad. Pero ¿la nieve? La plena conciencia de su muerte, desolada y final, le había llegado con la primera nevada y estaba sola allí, en la casa. Había estado junto al amplio ventanal, golpeándose los nudillos de su apretado puño derecho mientras las lágrimas corrían por las mejillas. ¡Oh, Arnold, ahí solo bajo la nieve!
Y parte de la misma desolación le invadía ahora.
La casa habíase llenado de esta presencia joven y desconocida, aunque él ya no era para ella un desconocido, nunca lo había sido ni podría serlo. Había algo que compartían, algo más que la música, pero ¿qué? Se había mostrado muy contento por la mañana, casi como alegrándose de irse, hasta el momento en que se había detenido ante ella, tan alto, y ella había visto sorprendida e incrédula la mirada de sus ojos.
– Si, me gusta usted -había dicho y tan de pronto, como si hubiera efectuado un descubrimiento, que ella había reído.
– Encantada de saberlo -había respondido animada-, y por supuesto volverá. La cosa es saber cuándo.
– Ya se lo comunicaré.
La miró un momento más y luego dio media vuelta y salió, cerrando con firmeza la puerta a su espalda. Ella permaneció un segundo contemplando la puerta cerrada. La casa estaba silenciosa a su alrededor. Y vacía.
– …Las puestas de sol resultan siempre más hermosas cuando estás aquí -decía Edwin.
Ella estaba sentada junto a la redonda mesita del ventanal del grande y cuadrado salón. En la distancia las cordilleras elevaban los agudos picachos contra el resplandeciente cielo de poniente. Era el sitio que ocupaba habitualmente cuando acudía a la vasta morada por las tardes, y si el cielo estaba claro rara vez se perdía el ocaso. Hoy, segundo día de su visita, había estado muy claro. Había pasado horas con “tu viejo Filósofo”, como él mismo se titulaba hasta que, una hora antes, el anciano había sentido uno de sus ataques de fatiga y había subido a su cuarto a dormir.
Pero ahora había despertado y acudido otra vez a su encuentro.
– La puesta del sol siempre es más hermosa después de la nevada -replicó Edith.
Sintió las manos del hombre en sus hombros, su mejilla que se apoyaba suavemente en su cabello.
– El indescriptible consuelo de tu persona, de tenerte en mi casa -musitó.
– Aquí siempre me siento feliz -repuso sin moverse, clavada la vista en el firmamento.
Los matices cambiaban; la violencia del carmesí y el oro se suavizaban en rosa y amarillo pálido.
– No te muevas -le dijo él en el momento en que iba a levantarse-. Tengo algo que pedirte.
– ¿Sí, Edwin?
Le tenía a su espalda, no le veía, pero sentía aún las manos en sus hombros. En silencio volvió la cabeza y vio que una ternura poco corriente le iluminaba la cara al mirarla a los ojos.
– ¿Es algo disparatado? -sonrió.
– Me pregunto si tú lo considerarás así. Pero no… tú lo comprenderás. Así lo creo. A tu manera eres una artista, con la honradez del artista.
– Quizá sea mejor que me prepares.
Apartándose, fue a sentarse frente a ella ante la mesita. Su cabeza de cabello blanco y bien recortado bigote, la piel clara y sana, los brillantes ojos azules, le convertían en un hermoso retrato contra el fondo del cielo que se oscurecía.
– ¡Cómo puedes tener ese aspecto! -exclamó Edith.
– ¿Cómo te parezco?
– No voy a decírtelo. Ya eres bastante presumido.
– Es decir… ¿soy atrayente? Quiero decir, ¿para ti?
– Naturalmente. Ya lo sabes. Cada vez que me lo preguntas te lo repito.
– Ah, pero tengo que preguntártelo -se lamentó.
– ¡Para que yo tenga el valor de confesarlo!
De nuevo bordeaban la verdad, más allá de lo cual nunca se atrevían. O quizás es que ella no estaba preparada para la verdad, y tal vez nunca lo estuviese Lo que sentía por él era una emoción totalmente distinta del amor que había sentido gozosa por Arnold. Pero aquel amor había terminado, cortado por la muerte, y de pronto, durante algún tiempo, no había tenido a quien amar. Durante los largos meses en que había sabido que él tendría que morir, se había preguntado sobre el amor. ¿Continuaría cuando el ser amado ya había muerto? ¿Podría algo tan fuerte seguir alimentándose sólo del recuerdo? Ahora sabía que no. La costumbre de amar se convertía en necesidad de amar y seguía viva en su ser, como un río contenido en una presa. Y ahora volvía a fluir, no con tanta plenitud, no de forma inevitable, sino cautelosa y suavemente hacia este hombre sentado ante ella, de espaldas al poniente. El hombre empezó a hablar con su tono pensativo, de estar filosofando, los ojos, tan penetrantes en su tono azul, fijos en el rostro de ella.
– La necesidad de amar y ser amados dura hasta que exhalamos el último aliento, y de la necesidad viene el poder. Está en ti, está en mí. Cómo puede ser eso, te preguntarás. Porque, niña mía, mi querida y única, el amor sustenta el espíritu y el espíritu sustenta la vida. Si el amor es mutuo, entonces las dos personas viven mucho tiempo. Pero, aunque sólo ame uno, quien ama recibe sustento. Es dulce ser amado, pero ser capaz de amar es poseer la fuerza vital. Yo te amo. Por tanto soy fuerte. Sea cual fuere mi edad, me sostiene mi propio poder de amar. ¡Qué afortunado soy al tener a quien amar! ¡Porque yo soy difícil, cariño! No todas las mujeres son amadas… al menos por mí.
Se sintió llena de una confusión totalmente nueva, pues en aquel instante había en él algo nuevo. Tal vez debido a la luz del firmamento a su espalda o al resplandor que le brotaba de dentro, por un momento se transfiguró, su rostro pareció muchísimo más joven, los ojos chispeantes, las mejillas levemente encendidas. Impulsivo, se inclinó hacia ella.
– ¡No tengamos reservas! Te deseo plenamente. Quiero darme a ti plenamente.
– ¿Qué quieres decir, Edwin?
Se sentía apresada por su mirada, por las manos que asían las suyas con inesperada energía.
– ¿Puedo ir a tu cuarto esta noche? -preguntó con brusquedad, como si de un solo golpe derribara una barrera.
La pregunta quedó suspendida entre ambos, increíble, pero dicha. Había hablado. No podía haber duda de que había hablado, y la pregunta exigía respuesta. Sentía obligada por la mirada que no había cambiado. Ante su silencio, él volvió a hablar, esta vez con dulzura, como con un niño.
– Habitamos estos cuerpos, amada. Son nuestro único medio de transmitir amor. Hablamos, desde luego, pero las palabras sólo son palabras. Besamos, sí, pero un beso no es sino la caricia de los labios. Existe todo el cuerpo por medio del cual puede transmitirse el mensaje. ¿Y para qué alimentamos el cuerpo con manjares, bebidas, sueño y ejercicios sino para transmitir amor?
Y como ella vacilara, clavada con repentina timidez, rió, pero bajo.
– ¡No temas, niña! Hace diez años que soy impotente. Sólo deseo yacer en silencio a tu lado en la oscuridad de la noche y saber que por fin somos uno, para no separarnos más, por lejos que estemos.
Por fin pudo hablar. Se oyó pronunciar palabras tan increíbles como las que él acababa de decir. Y sin embargo las dijo.
– ¿Por qué no? ¿Por qué no?
…Se separaron como de costumbre, después de la habitual cena tardía. En presencia de Henry, el mayordomo, se dieron las buenas noches con formalidad y tan como de costumbre, que ella se empezó a preguntar si no se habría imaginado la escena a la puesta del sol. Pero sabía que no, porque con un instinto, largo tiempo muerto, ya en su cuarto se puso a buscar entre su ropa hasta hallar un camisón adornado de encaje. De día se vestía trajes sencillos, pues la simplicidad le iba bien con su rostro clásico, pero en secreto, a la noche, desde que se quedara sola, ahora que Arnold había muerto, había comprado y se ponía aquellas prendas frágiles y exquisitas que a él le habían desagradado. Solía decirle que los pijamas le sentaban mejor, por eso siempre los había usado hasta que murió. Y entonces, y quién seria capaz de entenderlo, al mismo día siguiente del funeral había acudido a la mejor tienda de la ciudad y se había comprado una docena de camisones, copos de encaje y seda y, a solas, se adornaba cada noche para dormir.