Por un momento, consiguió ir llenando una bolsa pequeña con un par de mudas y algunas camisas pero, de repente, comprobó que tenía que optar entre un libro y un jersey. Sostuvo cada uno de los objetos en una mano y los miró alternativamente vez tras vez y entonces, de repente, rompió a llorar. Sin soltar los calcetines y el libro, se dejó caer en la cama. ¿Por qué? ¡Cielo santo! ¿Por qué tenía que sucederle todo aquello? Él sólo quería pintar, dibujar, crear.
Permaneció en aquella posición unos minutos mientras las lágrimas le corrían amargas por las mejillas. Entonces le vinieron a la mente las últimas palabras de Lebendig: «Ve con Dios, Eric, ve con Dios». Sí, ciertamente, sólo el Creador podía ayudarle en medio de aquella situación. Dejó, como si le quemaran, los objetos que tenía en las manos y las entrecruzó a la vez que intentaba rezar. Trató, primero, de repetir alguna de las plegarias que había aprendido cuando todavía era un niño, pero tan grande resultaba su nerviosismo que se le reveló imposible pronunciar más de un par de frases seguidas. Siempre las había recitado de memoria, y ahora se sentía tan abrumado por todo lo que estaba pasando que sus recuerdos no le obedecían.
Sin embargo, necesitaba como nunca hablar con Dios, aquel ante el que todos los hombres tendrían que dar cuenta un día, el único situado por encima de aquel infierno en que se estaba convirtiendo Austria. Fue así como, de lo más profundo de sí mismo, empezó a brotar una oración balbuciente, pero convencida, que suplicaba el regreso de la paz y de la libertad, la conservación de la vida para Tanya, para Karl y para Rose, la consecución de tantas esperanzas concebidas en los últimos meses. Como si su alma fuera un grifo abierto, todo fue saliendo a borbotones de Eric a lo largo de diez prolongados minutos; finalmente, con la conclusión de la plegaria, llegó la paz.
Se levantó entonces el estudiante de la cama y guardó lápices, gomas, papeles, dibujos, bocetos y las Canciones para Tanya. Luego, en los huecos metió, arrugadas, dos mudas y un par de camisas. Apretó la bolsa con todo su peso y, cuando la vio cerrada, tuvo la sensación de que había hecho la elección correcta. No pesaba tanto.
Echó un último vistazo a la habitación y no pudo evitar que el pecho se le taladrara con un pinchazo de nostalgia. Le había cogido cariño a aquel cuarto, en el que había estudiado y dibujado tantas horas. Bueno, de nada servía lamentarse. Apagó la luz de un manotazo y salió.
– ¿Volverá usted el lunes? -le preguntó Frau Schneider, antes de que llegara a alcanzar la puerta de la calle.
– No se preocupe -respondió el estudiante con una sonrisa-. Voy con Dios.
Bajó las escaleras poseído por una extraña sensación de ligereza. De hecho, se sentía tan feliz que, hasta que rebasó media docena de manzanas, no cayó en que tendría que pasar la noche en algún sitio y, sobre todo, en que debía informar a Rose de que se marchaban al día siguiente a Zurich. Decidió, por tanto, encaminarse a la casa donde vivía su amada.
Era ya tarde y eso le permitió llegar sin ningún género de obstáculos. Sin embargo, la circunstancia que tanto le había facilitado el trayecto era la misma que ahora le impedía comunicarse con Rose. Echó mano de su reloj de bolsillo y comprobó que era cerca de la una. De buena gana, se hubiera tumbado en el portal esperando a que llegara la mañana, pero era consciente de que no era posible. Aunque, en realidad, ¿qué era posible?
Se llevó la diestra a la frente y comenzó a frotársela, como si así pudiera extraer de ella alguna idea útil. Desde luego, así fue. Rápidamente, buscó un lápiz en el bolsillo interior de la chaqueta, extrajo un trozo de papel de otro exterior y se dispuso a escribir una nota. La luz era mala, pero se guiaba más por el corazón que por la vista. En cinco líneas le expuso que debía dejar Viena, que deseaba que le acompañara y que la esperaba para tomar el último tren que saldría la noche siguiente hacia Zurich. Bien, el mensaje ya estaba redactado, pero ahora, ¿cómo podría hacérselo llegar?
Lo normal sería plegar el papel, ponerle su nombre y deslizarlo en el buzón o bajo la puerta. Sin embargo, ninguna de las soluciones le convencía del todo. Si se atrevía a subir hasta el piso de Rose, había bastantes posibilidades de que la nota la recogiera otra persona. Por lo que se refería al buzón, no sólo existía el mismo peligro sino que, además, no estaba seguro de poder encontrarlo a oscuras, y encender la luz le parecía demasiado arriesgado. Pensaba en todo esto cuando un chirrido le avisó que se abría una puerta.
Si no hubiera estado tan cansado ni tan ensimismado en sus pensamientos, Eric habría echado a correr. Ahora el ruido le cogió desprevenido y, antes de que pudiera darse cuenta, la taquilla del portero se había abierto, dejando escapar un filo de luz amarilla.
– ¿Qué es ese ruido? -indagó un hombre de cabellos ralos y revueltos, por cuya camisa asomaba una pelambrera rojiza.
– ¿Es usted el portero de la casa? -dijo Eric, intentando aparentar una calma que no tenía.
– Sí… ¿qué pasa? -dijo el hombre, desconcertado por la reacción del muchacho.
– Pasa que se va a ganar una buena propina.
– ¿Y eso? -preguntó el portero, totalmente desconcertado.
– Porque mañana por la mañana va a entregar esta nota a Fraulein Rose, la del segundo -respondió Eric acercándose.
Antes de que el empleado de la finca pudiera abrir la boca, el estudiante le había colocado en la mano la nota y un billete de banco. Quiso decir algo pero, como si se hubiera tratado de una aparición, el desconocido se desvaneció entre las sombras.
XX
Levantó la mirada hacia el reloj del andén y volvió a comprobar que las manecillas se desplazaban con demasiada lentitud, para su gusto. Aunque tampoco se podía decir que se detuvieran. Faltaban tan sólo diez minutos para la salida del tren y Rose no había hecho acto de presencia. Eric volvió a preguntarse si el portero le habría dado su mensaje. Se había formulado ese interrogante millares de veces a lo largo de toda la noche pasada recorriendo sin descanso Viena. Al igual que en las horas anteriores, quiso responderse afirmativamente pero, a pesar de que hacía todo lo que estaba en sus manos por infundirse ánimos, no conseguía dejar de sentir la fría mordedura del desaliento. Aquel haragán podía haber sido muy capaz de guardarse el dinero y no entregar la carta. Había que ser un desalmado, desde luego, pero con los tiempos que corrían…
Desanduvo el camino que había recorrido centenares de veces en las últimas horas y volvió a mirar el portalón que comunicaba el vestíbulo con el andén. Se disponía a dar media vuelta y a recorrer de nuevo aquella invisible y desesperante senda cuando, de manera inesperada, sus ojos tropezaron con un rostro conocido. Hubiera deseado que se tratara de Rose, pero en lugar de las facciones delicadas de la muchacha, contempló la cara de Ludwig, el periodista amigo de Lebendig.
En otro momento, aquel encuentro le habría llenado de satisfacción, pero ahora le molestó, preocupado como estaba por la tardanza de la chica. No deseaba hablar con él ni con nadie, de manera que apartó la vista. Sin embargo, apenas lo había hecho cuando escuchó a su espalda la voz de Ludwig, que le siseaba:
– Eric, Eric, espera.
Se detuvo, pero sin volverse. Dio lo mismo. Apenas un instante después el periodista le había alcanzado.
– Sube al tren. Rápido -dijo Ludwig-. Apenas te quedan cinco minutos.
Las palabras cayeron sobre el estudiante como la sal en una herida. Tenía el alma concentrada en Rose y aquella llegada sólo servía para turbarle.
– No va a venir -continuó hablando el periodista, con los ojos clavados en el suelo-, pero me dio esto para ti.
Un respingo sacudió el cuerpo de Eric, como si hubiera sido recorrido por una violenta corriente eléctrica.
– ¿Cómo… cómo sabe que…? -balbució angustiado.
– Vino a verme esta mañana -respondió Ludwig-. Al parecer, el portero de su casa le había entregado una carta tuya. Según me dijo, en ella le pedías que se reuniera contigo para tomar el tren de Zurich.