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– Ahora tengo que hacer -dijo Eric tras mirar el reloj de bolsillo que le había regalado Karl Lebendig.

– Sí, sí, lo comprendo -comentó Ludwig poniéndose rápidamente en pie.

– No quiero que me interpretes mal -repuso enseguida el muchacho-. Te agradezco mucho que hayas venido a verme, pero debo atender a algunas personas.

– Claro, claro… -insistió el periodista, mientras hacía un gesto de tranquilidad con las manos.

– Tenemos que volver a vemos, Ludwig.

– Seguro, seguro que sí. Aún me quedaré en Zurich algunos días. Bueno, no te entretengo más.

No se dijeron «ha sido un placer» ni «qué alegría verte», porque a ambos les habría parecido una cortesía sin sentido, después de hablar de la muerte del mejor amigo que habían tenido. Se estrecharon la mano y después, como movidos por un resorte, se dieron un abrazo.

Eric cerró la puerta detrás de Ludwig y luego se sentó. Entonces apoyó los codos en la mesa, hundió el rostro entre las manos y rompió a llorar.

XXV

Fue el suyo un sollozo impetuoso pero también muy breve. Apenas comenzó a surgirle a borbotones, sintió en su interior un deseo casi desesperado de reprimirlo. No, no quería llorar. En el último medio año había realizado enormes esfuerzos para no desmoronarse, para recuperar la alegría, para mantener la esperanza, y no deseaba que todo se colapsara en esos momentos. Saltó del asiento y comenzó a reordenar todo lo que se daba cita en la habitación. La experiencia le había enseñado que podía sofocar la tristeza si se ocupaba en alguna actividad. Así, comenzó, primero, a colocar de manera meticulosa los vasos y cubiertos, pasó luego a los ya dispuestos útiles de dibujo y, luego, clasificó sus papeles.

Poco orden necesitaban los escasos haberes de Eric, pero aquella sencilla labor le entretuvo y, de esa manera, le fue apartando poco a poco de la congoja que le había ocasionado la inesperada visita de Ludwig. Sintió un calambre de dolor al mover el volumen de las Canciones para Tanya, pero no se dejó vencer y prosiguió su actividad con renovado ímpetu. Tan deprisa se movía ahora por su cuarto que, sin querer, tropezó con una silla y la carpeta que llevaba en la mano salió disparada contra la pared. Buena parte del suelo quedó cubierta por papeles de distinto tipo. Eric respiró hondo y se inclinó para recogerlos. Entonces la vio.

Había quedado un poco torcida sobre un par de papeles, pero, aun así, se podía contemplar de frente. Era una fotografía en blanco y negro en que aparecían cuatro personas que sonreían alegremente sobre un fondo de paisaje vienes. La dos primeras -Tanya y Karl- ya habían muerto, la tercera era él y sobre la cuarta, su amada Rose, sólo tenía interrogantes en esos momentos. Tomó asiento en el suelo y sostuvo la fotografía con las dos manos. Mientras contemplaba aquellos rostros, un aluvión de recuerdos e imágenes le vino a la cabeza. Frases, risas, paseos, humoradas comenzaron a subirle del corazón y a cubrirle con una sensación agridulce.

Por un instante, detuvo la mirada en el rostro de Tanya. Aquella mujer podía haberse comportado de manera contradictoria, pero siempre por amor. Era el amor el que la había empujado en un momento dado a marcharse del lado de Karl, era el amor el que la había impulsado a regresar con él y era el amor el que le había cerrado la boca ocultando la verdadera naturaleza de sus sufrimientos. Aquel amor había sido también más que suficiente para que el escritor la dejara marchar sin preguntas, para que después la acogiera con los brazos abiertos, se desprendiera de lo poco que tenía e incluso arriesgara su vida para no abandonarla sola en el último momento.

Su destino había sido muy duro -podría decirse que injusto-, pero no era menos cierto que ambos habían abandonado este mundo en paz y sabiendo que su amor era único. Tanya había pasado a la eternidad, mientras escuchaba una canción de amor susurrada por el escritor; Karl estaba convencido de que se reuniría con el Dios en el que había creído.

Sí, ahora Hitler dominaba su país y la mayoría de la gente parecía haber perdido el sentido común y la decencia, mientras los buenos resultaban sospechosos tan sólo por el hecho de serlo. Sin embargo, aquello no podía durar. Austria y la libertad se abrazarían de nuevo, de la misma manera que lo habían hecho Tanya y Karl y que también lo harían Rose y él. Un día Hitler desaparecería y su país volvería a ser libre y, antes o después de que eso sucediera, se encontraría de nuevo con Rose; un día podría mostrarle sus dibujos y ella le reprendería por los defectos que pudiera percibir; un día volverían a reunirse y ya no se separarían hasta exhalar el último aliento. Sí, se dijo, mientras notaba cómo la esperanza se alzaba en su pecho con una extraordinaria pujanza, todo eso acabaría sucediendo y, cuando así fuera, el último tren a Zurich habría alcanzado el destino que quiso darle un escritor enamorado que se llamaba Karl Lebendig.

Nota del Autor

Aunque los protagonistas de este relato son imaginarios, el contexto descrito y las referencias a personajes históricos concretos son exactos. En efecto, Max Pulver fue un brillante especialista en grafología y Rilke estuvo en Toledo y quedó profundamente impresionado por la ciudad.

El partido nacional-socialista estaba prohibido en Austria, por lo que sus actividades eran clandestinas y no pocas veces se limitaban a la realización de obras sociales, como la entrega de comida a parados, o a manifestaciones de violencia, menos frecuentes que en Alemania. Esta circunstancia explica por qué resultaron tan importantes las concentraciones de nazis austriacos celebradas en el territorio del III Reich, especialmente en Aquisgrán. En ellas millares de jóvenes abrazaron el evangelio del nacional-socialismo y de la superioridad de la raza aria, contribuyendo a que su nación acabara siendo anexionada por Hitler.

El periódico entregado por Sepp a Eric es un ejemplar real de Der Stürmer, la publicación antisemita de Julius Streicher, uno de los grandes criminales de guerra ejecutados durante el proceso de Nüremberg. Exactas son también las citas de textos papales en las que se rechazaba, como intolerables falsedades, las acusaciones de asesinato ritual lanzadas contra los judíos.

La llegada de Himmler a Viena, un día antes del aterrizaje de Hitler, para llevar a cabo detenciones, y el paso del dictador por las calles de la capital austriaca, están reconstruidos sobre la base de textos de la época y documentales realizados entonces.

Los datos referidos al campo de concentración de Mauthausen -en el que morirían con posterioridad millares de presos españoles- son exactos, incluida la referencia a su cantera, trágicamente famosa. También es real la descripción que sobre la arbitrariedad de las detenciones -y de la puesta en libertad de los campos- aparece en la novela. Millares de personas, en su mayoría antes de estallar la guerra, fueron, como Ludwig Lehar, internadas en campos sin mediar juicio alguno, y algunas fueron puestas en libertad sin que tampoco se formulara explicación para semejante acto.

Por último, debo hacer una referencia al empleo de un simio para aumentar la tortura ocasionada por las SS a los reclusos de los campos de concentración. Lamentablemente, no se trata de un fruto de la imaginación del autor, pero tampoco lo es el comportamiento de aquellos que, como Karl y Tanya, se han seguido amando en todos los tiempos, por encima de cualquier circunstancia.

Madrid-Viena-Madrid, verano de 2003