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—Tas —rezongó el guerrero, mareado por tan vehemente parrafada—, haz el favor de callarte.

—Sí, Caramon —accedió el otro con inusitada docilidad.

El enorme humano examinó a aquella pequeña figura que, compungida, se recortaba en la claridad de la tormenta, y trató de ofrecerle consuelo.

—Te prometo, amigo, que no permitiré que Par-Salian te haga ningún daño. Antes tendrá que convertirme en murciélago.

—¿De verdad? —se esperanzó el aludido.

—Empeño en ello mi palabra —insistió el colosal luchador y, oteando su entorno, le indicó—: Ahora, dame la mano y partamos sin demora.

—De acuerdo —se avino el kender y, jubiloso, deslizó una mano en la inconmensurable palma que le tendía su compañero.

—He de hacerte una última recomendación —declaró el portador del arcano objeto.

—¿Cuál?

—Esta vez, todos tus pensamientos han de confluir en la Torre de la Alta Hechicería. ¡Nada de lunas ni de divagaciones!

—Descuida —garantizó el errabundo hombrecillo.

Comenzó de nuevo el guerrero a entonar las rimas y, mientras lo hacía, Tasslehoff no pudo sustraerse a una fugaz idea, que descartó de inmediato.

«Me pregunto qué apariencia ofrecería este gigante si se metamorfoseara en un mamífero volador —se dijo—. ¡Su aleteo sería imponente!».

Los dos personajes se materializaron en el lindero de un bosque.

—No ha sido culpa mía —se apresuró a defenderse el kender—. He puesto alma y vida en desechar cualquier imagen que no fuera la de la Torre. Tengo la total certeza de no haber evocado ninguna espesura.

Caramon estudió el panorama con suma atención. Era todavía de noche, pero se vislumbraba una misteriosa claridad a pesar de las nubes que se perfilaban en el horizonte. Lunitari derramaba su tamizada luz de sangre sobre la tierra mientras que Solinari, perturbado su recorrido, se eclipsaba tras un frente borrascoso. Encima de ambas, se divisaba el reloj de arena formado por ristras de estrellas.

—Estamos en el período adecuado —masculló el hombretón— pero, en nombre de los dioses, ¿dónde hemos ido a parar? —Apoyóse en la muleta y clavó en el ingenio una mirada acusadora, antes de inspeccionar los sombríos árboles cercanos, los troncos iluminados por las lunas. De pronto, se ensancharon sus contraídos rasgos—. ¡No ocurre nada. Tas! —exclamó, alborozado—. ¿No lo reconoces? Es el Bosque de Wayreth, el paraje mágico que custodia el edificio.

—¿Estás seguro? —quiso cerciorarse Tasslehoff—. La última vez que anduve por aquí, me enfrenté a un paisaje muy distinto, una maraña de árboles que me acechaban como si una fuerza ignota los hubiera dotado de vida y que, al tratar de adentrarme, me atacaron. Más tarde, cuando pretendí alejarme, tampoco me lo permitieron.

—Así era, en efecto —subrayó el guerrero, doblando el cetro hasta devolverle la forma de un colgante común.

—Entonces, ¿a qué se debe esta mutación?

—A las mismas causas que han alterado la apariencia de todo nuestro mundo —repuso Caramon mientras, cuidadoso, guardaba el artilugio en un saquillo de cuero.

El kender rememoró el episodio de su anterior visita a la mágica arboleda. Concebida para proteger la Torre de los intrusos, era un lugar de pesadilla, porque, fiel al carácter sobrenatural que le habían conferido quienes la engendraron, era ella la que encontraba a las personas y no al revés, como mandaban los cánones. La primera vez que sorprendió al luchador y a Tas fue poco después de que Soth, el caballero espectral, envolviera a Crysania en un encantamiento destinado a matarla. El hombrecillo se había despertado de un profundo sueño y descubierto, perplejo, que se elevaba un bosque donde nada había la víspera.

Los troncos, las ramas, estaban desnudos y torturados, una gélida bruma surgía de las cortezas. En el interior moraban entes oscuros, espíritus condenados a vagar toda la eternidad. No tardó el kender en comprobar que, en aquel ambiente de ultratumba, también los árboles poseían el don de la existencia y tenían la costumbre de seguir a los mortales. Recordaba que siempre que había intentado apartarse, en cualquier dirección que tomase, volvía a topar con aquel hervidero de prodigios.

Esta mera circunstancia era ya bastante abrumadora, pero cuando el hombretón traspasó sus límites, se produjo un hecho todavía más espeluznante. Los árboles, en una dramática farsa, empezaron a crecer y moldearse hasta trocarse en vallenwoods. La espesura, antes cubil de muerte, lóbrega y cargada de malos presagios, se transformó en un bosque hermoso, teñido de los verdes y los ocres de las estaciones, de la vida. Los pájaros trinaban felices en las ramas, invitándolos a participar de la belleza.

Ahora había sufrido una nueva mutación. Tasslehoff lo contempló anonadado, porque, si bien halló en sus contornos reminiscencias de las dos versiones que conocía, lo cierto era que no se asemejaba a ninguna. Los troncos parecían vegetales muertos, sus lisas superficies, resecas por la podredumbre, no exhibían síntomas de que nada pudiera medrar. Y, no obstante, al mirarlo, vislumbró unas señales de movimiento que sugerían la presencia de un hálito vibrante. Las ramas se proyectaban como tentáculos atenazadores.

Volviendo la espalda al embrujado Bosque de Wayreth, el hombrecillo escrutó el llano que se extendía en las cercanías. La escena era idéntica a la de Solace. No había vegetación ninguna, ni viva ni muerta. Le circundaban tocones negruzcos e informes, que, dispersos, se arraigaban con sus postreras energías a una ciénaga escurridiza. En todo el perímetro que abarcaba su visión, no había sino tramos uniformes de lo que podía definirse como un desierto de cenizas.

—¡Caramon! —gritó de pronto, estirando el índice.

El aludido desvió el rostro en la dirección que señalaba. Junto a uno de los troncos yacía una figura, recogida sobre sí misma.

—¡Una persona! —se excitó el kender—. ¡Hay alguien más aquí!

—¡Tas!

Aquella llamada era un aviso del guerrero, para prevenirlo contra un posible espejismo pero antes de que acertara a actuar, el hombrecillo había echado a correr.

—¡Hola! —saludó a la inerte forma—. ¿Duermes? Por favor, despierta.

Se inclinó sobre el bulto y lo zarandeó. Pero sólo consiguió que la criatura rodara sobre su espalda. Boca arriba, tensa y rígida, pudo contemplarla.

—¡Oh! —se asombró Tasslehoff, a la vez que reculaba unos pasos—. ¡Es Bupu!

Hubo un tiempo en el que Raistlin trabó amistad con la enana gully, con aquel despojo que ahora oteaba el estrellado cielo con ojos extraviados, hundidos en las cuencas. Cubrían su enflaquecido cuerpo unos harapos mugrientos, raídos hasta lo impensable, y en su rostro tumefacto se evidenciaban las huellas de la devastación. Se ceñía a su cuello una correa de cuero y, atada a su extremo, como una siniestra alhaja, había una lagartija disecada. Aferraba en una mano una rata en iguales condiciones y en la otra mano, una pata de pollo. Tas comprendió, decaído, que, al acosarla la muerte, la diminuta mujer había recurrido a toda la magia que atesoraba. Pero a juzgar por las consecuencias, no había tenido éxito.

—No hace mucho que falleció —murmuró Caramon, caminando hasta ellos y arrodillándose para observar a la infortunada—. Fue sin duda el hambre lo que acabó con ella —diagnosticó, mientas entornaba caritativamente los párpados—. ¿Cómo pudo sobrevivir tanto tiempo a la catástrofe? Los habitantes de Solace llevaban muertos varios meses.

—Quizá Raistlin la socorrió —sugirió el kender.

—No, es una simple coincidencia —opuso el guerrero con áspero acento—. Los enanos gully son capaces de resistir las peores penurias. Imagino que fueron los últimos en expirar y que Bupu, más avispada que sus congéneres, aguantó durante un período mayor que los otros. Mas, al fin, incluso alguien de su fortaleza pereció en esta tierra maldita. Ayúdame a levantarme —rogó a su amigo, encogiéndose de hombros.