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—¿Qué vamos a hacer con sus restos? —preguntó éste—. No podemos dejarla aquí.

—¿Por qué no? —replicó Caramon, malhumorado. El espectáculo de la enana y la proximidad del Bosque habían traído a su mente una oleada de penosos recuerdos.

—¿Te agradaría a ti que te sepultaran en el fango? Además, no podemos perder ni un minuto.

Le inspiró esta decisión el hecho de que los nubarrones, con su séquito de relámpagos y rugientes truenos, se habían situado prácticamente sobre sus cabezas. Al advertir que Tasslehoff se empeñaba en atender a la yaciente y que un velado reproche teñía sus pupilas, Caramon endureció su expresión.

—No queda nadie vivo susceptible de mancillarla, Tas —reconvino, irritado, al kender, aunque para satisfacer a su alicaído compañero, se quitó la capa y cubrió el cadáver—. Vámonos —ordenó.

—Adiós, Bupu —se despidió Tas de aquella desdichada que no podía oírle.

Al dar una cariñosa palmada en la exánime mano que asía al roedor, y estirar la improvisada mortaja sobre ella, vislumbró un resplandor bajo la luz rojiza de Lunitari. Contuvo el aliento, convencido de que identificaba el origen del resplandor y, con extrema suavidad, separó los acartonados dedos. Cayó la rata y, junto a ésta, una esmeralda.

Se hizo con la gema y, conocedor de sus asociaciones, se zambulló en el recuerdo de un remoto suceso. ¿Dónde fue, en Xak Tsaroth? Sí, su grupo se había escondido de las tropas draconianas en un fétido subterráneo y tenía que jalonar una tubería. Al nigromante le sobrevino un espasmo de tos…

Bupu le miró preocupada y, metiendo su pequeña mano en la bolsa, revolvió unos segundos y sacó un objeto, que sostuvo bajo la luz. Lo miró, suspiró y negó con la cabeza.

—Esto no ser lo que quería —musitó.

Tasslehoff, al ver un reflejo de brillantes colores, se acercó a ella.

—¿Qué es eso? —preguntó, aunque conocía la respuesta. Raistlin también observaba el objeto con ojos brillantes.

Bupu se encogió de hombros.

—Piedra bonita —dijo sin interés, volviendo a rebuscar en la bolsa.

—¡Una esmeralda! —exclamó Raistlin.

Bupu levantó la mirada.

—¿Tú gustar?

—¡Mucho!

—Tú guardar.

Bupu depositó la joya en las manos del mago y, con un grito de triunfo, sacó lo que había estado buscando. Tas, acercándose a ver la nueva maravilla, se apartó asqueado. Era una lagartija muerta, absolutamente muerta. Alrededor de la cola tiesa de la lagartija había atado un cordón de cuero. Bupu se lo acercó a Raistlin.

—Llevarlo alrededor del cuello —le dijo—. Cura tos.

—El archimago ha estado aquí recientemente —concluyó el kender—. Nadie sino él pudo entregarle esto, pero ¿por qué? ¿Fue un obsequio, acaso un amuleto protector? Caramon, escucha…

No terminó la frase, pues el robusto guerrero se hallaba abstraído en la contemplación del Bosque de Wayreth y, al reparar en su lívida tez, el hombrecillo intuyó que volaba a la grupa de nostálgicas, a la vez que pavorosas, ensoñaciones.

En silencio, Tasslehoff metió la esmeralda dentro de su bolsillo.

La arcana espesura parecía tan estéril y desolada como el resto del mundo. Mas, para Caramon, bullía de recuerdos. Estudió, nervioso, los singulares árboles, los mojados troncos y las retorcidas ramas, que, por el influjo de Lunitari, rezumaban un líquido similar a la sangre.

—Pasé miedo la primera vez que visité este bosque —masculló, cerrando los dedos en torno a la empuñadura de la espada—. No me habría aventurado de no ser por Raistlin. La segunda ocasión, cuando transportamos a Crysania para que los magos la sanasen, mi pánico fue en aumento tampoco me habría adentrado si no me hubieran hechizado las aves con sus seductores gorjeos. «Sereno el bosque, serenas sus perfectas mansiones donde crecemos en lugar de marchitarnos», rezaba su estribillo. Yo vi en sus palabras la promesa de una respuesta a todas mis elucubraciones, pero hasta ahora no he desentrañado el mensaje de muerte que transmitían. Sí, de muerte, ella es la única mansión perfecta, la eterna residencia donde nuestra alma se engrandece y cesan de corrompernos las influencias externas.

Sin apartar los ojos de la arboleda, el guerrero tuvo un escalofrío a pesar del calor sofocante que derretía hasta el aire. «Hoy me asalta un temor todavía más insondable que en aquellas dos situaciones —se confesó para sí mismo—. Algo terrible anida ahí dentro».

Una sierra luminosa alumbró la bóveda celeste, el plano inferior donde se hallaba el humano, con tanta intensidad como si fuera de día. Fue sucedido por un sordo estruendo y por el chapaleo de la lluvia en los pómulos de éste.

—Al menos los troncos se sostienen en pie —susurró—. Deben de estar dotados de una magia tremendamente poderosa para soportar la arremetida de las tempestades. —Sus tripas se revolvieron reclamando alimento y, como no podía proporcionárselo, ni siquiera engullir aquel líquido malsano que manaba del cielo, se contentó con humedecerse los labios—. Sereno el bosque… —recitó de nuevo.

—¿Qué decías? —inquirió Tas, situándose a su lado.

—Que, en el fondo, da lo mismo sucumbir de un modo u otro —contestó el hombretón con cierta indiferencia.

—Yo he muerto tres veces —explicó el kender—. La primera fue en Tarsis, cuando los dragones derribaron un edificio sobre mí. Luego vino el accidente de Neraka, donde el mecanismo de una trampa envenenó mi sangre y Raistlin me salvó y, por último, fui catapultado al más allá tras la hecatombe de Istar. Tengo, pues, suficiente materia de juicio para corroborar tu dictamen: una muerte no difiere en exceso de otra. Sin embargo, existen matices, ventajas e inconvenientes, en cada modalidad. La ponzoña era dolorosa pero de efectos rápidos, mientras que la casa que me cayó encima…

—Resérvate algo para narrárselo a Flint —le atajó Caramon y, desenvainando su espada, le consultó—: ¿Estás preparado?

—Lo estoy —le aseguró el otro en postura marcial—. «Guárdate lo mejor para el final», solía comentar mi padre. Claro que —hizo una pausa— citaba este sabio proverbio en relación con la cena, no con el destino. No importa —caviló—, el significado es válido en ambos contextos.

Enarboló su pequeño cuchillo y siguió al guerrero hacia las entrañas del embrujado Bosque de Wayreth.

6

El Bosque de Wayreth

Los engulló la negrura. Ni la luz de la única luna que brillaba en el cielo, ni tampoco la de las estrellas, podía penetrar la noche del Bosque de Wayreth. En el lóbrego ambiente, incluso los fulgores de los relámpagos pasaban inadvertidos. Y, aunque se oían las resonancias de los truenos, parecían unos empobrecidos ecos de sí mismos. En los tímpanos de Caramon repiqueteaban los tamborileos de la lluvia y el granizo. Pero la espesura estaba seca y tan sólo los árboles del lindero habían recibido la rociada.

—¡Qué alivio! —se alegró Tas—. Si nos alumbrase alguna luz…

Apagó su voz un gorgoteo, síntoma inequívoco de ahogo. El guerrero detectó un ruido sordo y el crepitar de la madera, sucedido por el sonido que emitiría un cuerpo al ser arrastrado.

—Tasslehoff, ¿estás bien? —indagó, alarmado.

—¡No, Caramon! —contestó éste—. Me ha atrapado uno de estos horribles vegetales. ¡Socórreme, te lo suplico!

—No me estarás gastando una broma, ¿verdad, amigo? —quiso cerciorarse el hombretón—. Porque, si es así, no tiene ninguna gracia.

—¡Claro que no! —aulló el kender—. Me ha aprisionado y me lleva hacia algún lugar.

—¿Dónde? ¿En qué dirección? —demandó el luchador—. ¡No veo nada en estas tinieblas!

—¡Aquí! —trató de orientarle el cautivo—. ¡Me ha agarrado por el pie y está dispuesto a partirme en dos!

—¡No dejes de gritar, Tas! —le urgió Caramon, que deambulaba a trompicones en la susurrante maraña—. Creo que ando cerca.