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Una enorme rama azotó al guerrero en el pecho, tan contundente que le arrojó al suelo y le privó del resuello. Mientras, estirado cuan largo era, intentaba inhalar aire, percibió un crujido a su derecha. Arremetió a ciegas con su espada, a la vez que se decantaba hacia un lado, justo a tiempo para evitar un tronco que, en vez de aplastarlo, se estrelló donde yaciera segundos antes. Se incorporó torpemente, pero otra rama le golpeó la parte inferior de la espalda y lo lanzó de bruces sobre el duro terreno.

La rama le flageló los riñones, causándole un agudo dolor. Luchó para erguirse de nuevo, pero la rodilla le palpitaba en una suerte de agonía y la cabeza le daba vueltas. Había cesado de oír a Tasslehoff. No era consciente sino del restallar de los látigos arbóreos y de su avance implacable. El enemigo cerró filas a su alrededor, uno de sus tentáculos le arañó el brazo y, sensible a su proximidad, el humano reculó fuera de su alcance. De poco le sirvió. Algo se enroscó en torno a su tobillo y, pese a que una ágil estocada hizo saltar astillas sobre su pierna, no lastimó al atacante.

La fuerza de innumerables siglos anidaba en las macizas ramificaciones de los moradores del Bosque su magia les infundía raciocinio y voluntad propias. Caramon había traspasado las fronteras del territorio que guardaban, una región vedada a los intrusos y, lo sabía bien, iban a matarle.

Otra rama más se enredó en su poderoso muslo, unos leños semejantes a lianas buscaron un asimiento firme en sus extremidades. Pronto le despedazarían, como quizás habían empezado a hacer con el hombrecillo, que, en una nebulosa, profería alaridos desgarrados.

Alzando la voz, el atenazado luchador proclamó:

—¡Soy Caramon Majere, hermano de Raistlin! Debo hablar con Par-Salian o con el actual Señor de la Torre, sea quien fuere.

Hubo un momento de silencio, de titubeo. El improvisado orador notó que flaqueaba la determinación de los árboles y que aflojaban su presa.

—Par-Salian, ¿estás ahí? —insistió—. Par-Salian, has de conocerme. ¡Soy su gemelo, y tu única esperanza!

—¿Caramon? —le invocó alguien con acento inseguro.

—Calla, Tas —siseó el aludido a su amigo, pues era él quien le requería.

La quietud se hizo tan densa como la oscuridad. Transcurrido un breve lapso, los aprehensores soltaron al humano y los quiebros disonantes, siniestros, que antes anunciaran su vecindad flanquearon ahora su retroceso. Con un suspiro, con una debilidad hija del miedo, el sufrimiento y el creciente mareo, el guerrero apoyó la cabeza en un brazo hasta que se hubo normalizado su ritmo respiratorio.

—Tas, ¿cómo te encuentras? —le preguntó al kender.

—Mejor —contestó su compañero a muy escasa distancia, tanto que el hombretón no tuvo más que estirar el brazo para tocarlo y atraerlo hacia sí.

Aunque oía la agitación que reinaba entre sus adversarios al replegarse, a Caramon no le cabía la menor duda de que vigilaban todos sus movimientos, de que registraban cada palabra surgida de sus labios. Cauteloso, envainó la espada.

—Te agradezco sinceramente que revelaras quién eres a Par-Salian —murmuró Tasslehoff, aún jadeante—. No imagino cómo podría relatarle a Flint que fui asesinado por un árbol. Ignoro si está permitido reír en el universo de ultratumba, pero el enano habría estallado en jocosos aspavientos al enterarse.

—Chitón —conminó el otro.

Obediente, el hombrecillo calló. No duró mucho, sin embargo, su silencio.

—¿Cómo estás tú? —se interesó, procurando mantener un volumen de voz moderado.

—Bien, sólo necesito recuperar el aliento. Pero he perdido la muleta.

—Está aquí, he tropezado con ella. —Tas se alejó unos pasos, y regresó al punto con la pesada vara—. Toma —se la ofreció, y le ayudó a enderezarse.

—Caramon —preguntó tras una corta pausa—, ¿cuánto tiempo calculas que tardaremos en llegar a la Torre? Tengo muchísima sed y, aunque mis tripas se han aposentado después de desalojarlas, ha sustituido al cólico un fastidioso ronroneo.

—No podría precisarlo —confesó el interpelado—. No vislumbro nada en las sombras que me indique adonde vamos, que me oriente en la dirección correcta o que me prevenga contra los posibles escollos.

Volvieron a iniciarse los crujidos de forma súbita, como si un huracán nacido en las entrañas mismas de la espesura balanceara a su capricho las copas de los árboles. Caramon se puso tenso. Tas se alarmó al advertir que el retirado ejército reanudaba su acercamiento. Quietos, desvalidos, dejaron que los temibles vegetales les circundasen, sintiendo el contacto de las cortezas sobre su piel, la infame caricia de las hojas muertas en su cabello, el susurro de las extrañas frases que vertían en sus tímpanos. El guerrero, en un gesto instintivo, aferró la empuñadura de su arma, pese a conocer su inutilidad en tan graves circunstancias. Pero cuando los agresivos soldados de las huestes arbóreas hubieron estrechado su círculo, cesó todo signo de actividad. Una vez más, reinó la calma.

Extendiendo la mano, el corpulento luchador palpó sólidos troncos a derecha e izquierda y, también, una apretada formación a su espalda. Inspirado por una repentina idea, hizo lo mismo hacia adelante y, tras otear el panorama, se confirmaron sus sospechas: estaba despejado.

—No te separes de mí, Tas —ordenó y, por una curiosa y bienaventurada excepción, el kender acató su mandato sin rechistar.

Juntos, echaron a andar por el camino que delimitaban aquellas prodigiosas criaturas. Al principio, su marcha fue lenta, ya que no resultaba nada halagüeña la perspectiva de topar con una abultada raíz, enredarse en un matorral o precipitarse en un hoyo. Pero apresuraron el paso de manera gradual, al constatar que el suelo era llano, libre de obstáculos y sotobosque. No sabían adonde se dirigían, las perpetuas tinieblas les obligaban a seguir la irreversible trocha que creaba su espectral escolta al apartarse a su paso y cerrarse tras ellos. Cualquier desviación en la ruta preestablecida les conducía a una pared de troncos revestidos de un intrincado ramaje.

El calor era sofocante. No soplaba la brisa, no caía la lluvia. La sed, mitigada antes por el pánico, les inundó cual una epidemia. Secándose el sudor de la frente, Caramon buscó una explicación a aquella atmósfera opresiva que era mucho más agobiante dentro que fuera del paraje. Se diría que la generaba la misma espesura. Se le antojó que la animaba una vida más intensa que en las dos anteriores ocasiones en que la había recorrido y, desde luego, concluyó que el palpito era allí mucho más ostensible que en el mundo exterior. En medio del murmullo de los árboles se distinguían, o a él así se lo pareció, el deambular de animales terrestres, el aleteo de las aves e incluso columbró varios pares de ojos que, brillantes, le espiaban desde los arbustos. Pero el hecho de hallarse entre seres vivientes no apaciguó su ánimo al contrario, el odio y la ira que éstos destilaban tuvieron el don de alterar sus nervios. ¿Quién era el destinatario de aquel resentimiento, de la cólera que rezumaban los pobladores del Bosque? Comprendió que no convergían en su persona, sino en la esencia mágica del entorno.

Y, de pronto, oyó de nuevo los trinos de los pájaros, tal como sonaron en el último periplo que realizó allí. Agudas, dulces y puras, elevándose por encima de la muerte, la negrura y la derrota, retumbaron las notas de la alondra. Se detuvo a escuchar, llenos sus ojos de lágrimas frente a la belleza de aquel canto que tonificaba su herido corazón.

La luz en el horizonte oriental, es perenne y matutina. Renueva el aire con su hálito vital. La fe, el anhelo aglutina. Como ángeles las alondras emprenden su vuelo, como ángeles las alondras ascienden de la hierba soleada hacia el benigno cielo; mas fúlgidas que alhajas el aire encienden.

Pero al mismo tiempo que la tonada, el bálsamo del ave diurna, relajaba sus vísceras, un abrupto chasquido le estremeció. Alas negras revolotearon en su derredor y su alma se colmó de sombras.