—¿Qué significa, Caramon? —le interrogó Tas mientras continuaban avanzando en la arboleda, guiados por la furibunda vegetación.
Le respondió no su amigo, sino un coro de otras voces que hondas, melodiosas, impregnadas de tristeza, delataban la añeja sabiduría de la lechuza.
—Significa que las fuerzas arcanas están en conflicto, que han escapado al control de sus hacedores —dictaminó el guerrero—. La energía que debe gobernar al Bosque apenas conserva su integridad. ¿Qué vamos a encontrar en la Torre?
—Si logramos alcanzarla —apostilló el kender—. ¿Qué pruebas tenemos de que estos viejos, escalofriantes árboles no nos empujarán a una sima?
Caramon impuso un descanso, incapaz de respirar en la tórrida oleada que transportaba el viento. La burda muleta se le clavaba en la axila y, ahora que la había descargado de su peso, la rodilla herida había empezado a embotarse. Tenía la pierna inflamada y tumefacta. Era evidente que su resistencia se agotaba por momentos. También él había sido víctima de la náusea al expulsar el veneno, se había paliado el malestar de su estómago pero la sed se había convertido en una tortura y, para colmo de males, como Tasslehoff había señalado, ignoraban las intenciones de los moradores del Bosque respecto a ellos. Ningún indicio le permitía adivinar hacia dónde les guiaban.
En una nueva intentona de comunicarse con el anciano dignatario de la mole volvió a imprecarle, indiferente a la irritación de su garganta:
—Par-Salian, contéstame o rehusaré seguir adelante. ¡Háblame!
Un clamor inarticulado se propagó por la arboleda. Las ramas se agitaron y retorcieron como si soplara un auténtico tifón, a pesar de que, por desgracia, ningún soplo vino a refrescar a los dos personajes. Los gorjeos de los pájaros se mezclaron en una desagradable cacofonía, replicándose unos a otros y tergiversando sus estribillos hasta diluirlos en una batahola que, en la confusión, se impregnó de augurios maléficos.
Incluso Tas sufrió un cierto sobresalto y se arrimó a su acompañante —por si necesitaba que le reconfortase, naturalmente—, pero el guerrero se plantó con los brazos en jarras, resuelto su ademán, y contempló las inefables brumas sin prestar atención al torbellino.
—¡Par-Salian! —vociferó.
Y, al fin, obtuvo respuesta: un aullido proferido en tono chillón, casi tan inconexo como los desvirtuados cánticos.
Al percibir aquel absurdo sonido, a Caramon se le puso la piel de gallina. Había desgarrado el manto de oscuridad y de calor, alzándose sobre la barahúnda y ahogando el entrechocar de los miembros arbóreos. El humano tuvo la impresión de que todo el pavor, la agonía del mundo en declive se cristalizaba y se definía en aquel grito.
—¡En nombre de los dioses! —renegó el kender asiéndose a la mano del luchador, según él, por si se había asustado—. ¿Qué sucede?
El guerrero nada repuso. Su despierta mente caviló que la furia del Bosque se había recrudecido, ribeteada ahora de un miedo y una pesadumbre indescriptible. Los árboles les azuzaban, se arracimaban en torno a sus cuerpos para apremiarles en su viaje. Se prolongaron los lamentos el tiempo que tardaría un hombre en inhalar una bocanada de aire, se interrumpieron durante el mismo intervalo de tiempo y volvieron a comenzar. El sudor se heló en las sienes del sobrecogido Caramon.
Reanudó la marcha, llevando a Tas a su lado. Hacían pocos progresos, una circunstancia que empeoraba el hecho de que no sabían cuál era su punto de destino y ni siquiera les quedaba el recurso de discutir el rumbo. La única brújula que orientaba sus pasos hacia la Torre, o así cabía esperarlo, era aquel plañido inhumano.
A empellones, exhaustos, anduvieron sin norte y, aunque el kender hizo cuanto pudo para sostenerle, Caramon se creía a punto de desfallecer a cada nueva zancada. El dolor de su tullida pierna se enseñoreó de él, obsesionándole hasta tal extremo que perdió la noción del tiempo. Olvidó por qué habían venido, cuál era su objetivo dar un paso y otro en la negrura, unas tinieblas que habían socavado su espíritu, era lo único a lo que aspiraba.
Caminó sin tregua, sin aliento, como un autómata. Y, durante la odisea, matraqueaba en su cerebro aquel aullido pavoroso de una criatura que parecía morir en vida.
—¡Caramon!
Esta llamada penetró en su aturdido, abotargado cerebro. Le asaltó la sensación de que hacía ya un rato que se repetía por encima de los estertores. Pero si era así, no había conseguido atravesar la maléfica niebla que le aislaba cual una mortaja.
—¿Cómo? —farfulló, y tomó conciencia de que unas manos le agarraban, le vapuleaban—. ¿Cómo? —volvió a preguntar, esforzándose en regresar al universo real—. ¿Eres tú, Tas?
—¡Mira, Caramon!
La voz del kender le llegó como una abstracción y, frenético, meneó la cabeza, para dispersar las brumas interiores. Reparó entonces en que podía ver, que la luna se exponía a sus ojos en un nítido cerco. Tras pestañear, inspeccionó el panorama.
—¿Y el Bosque? —indagó.
—Detrás de nosotros —le informó Tasslehoff en tono confidencial, como si la mera mención de la arboleda fuera a abalanzarla sobre ellos—. Nos ha traído hasta aquí, aunque no identifico el lugar. Echa un vistazo al paraje y dime si lo recuerdas.
El guerrero obedeció. Las sombras se habían disipado, se hallaban en un claro que a hurtadillas, temeroso, procedió a examinar.
Ante él se insinuaba un precipicio y, a su espalda, la espesura aguardaba. No necesitaba volverse para comprobarlo. Presentía su vecindad y, también, que no podían entrar en ella sin sucumbir a sus horrores. Les había conducido hasta allí, su misión estaba cumplida. ¿Dónde se encontraban? Detrás les acechaban los árboles, delante no había sino un vasto, tenebroso vacío. Quizá Tas acertó al apuntar que quedarían acorralados en el borde de un risco.
Unas nubes de tormenta ensombrecían el horizonte. Pero, de momento, no les amenazaba ninguna descarga. Muy lejos, en la bóveda celeste, brillaban las lunas y las constelaciones. Lunitari ardía en llamas incandescentes y el otro satélite, el argénteo, se había liberado de su algodonada prisión y vertía unos fulgores que Caramon nunca había observado. Y ahora, quizá debido al contraste que ofrecía la luz de los astros sobrepuesta al negro, divisó a Nuitari, aquel redondel que tan sólo se exhibía a las pupilas de su hermano. Alrededor de las tres lunas evolucionaban las destellantes estrellas, ninguna tan ostensible como las que configuraban el extraño reloj de arena.
Los únicos ecos que alteraban la paz eran los enfurecidos pero amortiguados cuchicheos del Bosque y, en lontananza, el incorpóreo gemido que no había cesado de acompañarles.
«No tenemos alternativa —reflexionó Caramon—. No podemos retroceder. Nuestra fantasmal escolta no lo permitirá. Además, ¿qué es la muerte sino el final del sufrimiento, la sed y la opresión que me desgarran las entrañas?».
—Aguarda aquí —ordenó al kender mientras trataba de desembarazarse de su zarpa, presto a internarse en el pozo—. Quiero explorar los contornos.