Caramon, en un gesto involuntario, desvió su atención hacia la hoja. Como intuía, yacía sobre la roca muda, inmóvil.
—Ha surgido de dentro —indicó Tas, atemorizado—, de alguna de las estancias del edificio.
—Ya es suficiente —se quejó Par-Salian—. Acabemos con este tormento. No me fuerces a soportarlo.
—¿Cuánto me forzaste tú a soportar, gran mandatario de los Túnicas Blancas? —parafraseó una voz socarrona y sibilina en la mente del mago. El anciano se convulsionó, pero su oponente persistió tenaz, inflexible, azotando su alma como una plaga—. Me convocaste en la Torre para entregarme a Fistandantilus, te regodeaste mientras mi antecesor succionaba mi energía vital, me vaciaba de mis esencias a fin de reencarnarse y descender a este plano.
—Tú pactaste con él —recriminó el hechicero a su verdugo, y su agudo timbre se derramó por las vacías estancias—. Pudiste rechazar su ofrecimiento.
—¿Y qué suerte habría corrido? ¿Morir honorablemente? —se burló el invisible adversario—. No me quedó otra opción que aceptar el trato. Quería vivir y crecer en mi arte. Lo logré, superé la Prueba y tú, en tu actitud, incorporaste a mis pupilas unos relojes de arena que sólo atisbaban podredumbre. Mira a tu alrededor, Par-Salian. ¿Qué se graba en tu retina? Destrucción, decadencia. Ahora estamos en paz.
El aludido gimió pero prosiguió inclemente, despiadado:
—Sí, en paz. Voy a pulverizarte, Par-Salian, y el mejor modo de hacerlo es que seas testigo de mi triunfo. Mi constelación ocupa su lugar en el firmamento, la Reina parpadea y no tardará en difuminarse. Mi último enemigo, Paladine, me espía. Siento que se acerca, pero no constituye una amenaza, pues se ha transformado en un viejo decrépito, su rostro se ha teñido de una pesadumbre que le hace vulnerable. Está debilitado, herido más allá de lo que puede sanarse, como Crysania, su desdichada sacerdotisa, que murió en las arremolinadas esferas del Abismo. Dejaré que te revuelques en el sufrimiento que ha de infligirte su derrota y, cuando concluya la contienda, cuando el Dragón de Platino se precipite desde el cielo y se extinga la luz de Solinari, cuando te hayas doblegado al poder de la luna negra y homenajeado al nuevo único dios, a mí, te concederé la libertad para que busques en la muerte el solaz que haya de brindarte.
Astinus de Palanthas registró esta alocución con el mismo celo con el que reprodujo los gritos de Par-Salian, escribiendo los caracteres de manera pausada en letra gótica, negra y primorosa al igual que el resto de las Crónicas. Se hallaba sentado frente al gran Portal en la Torre de la Alta Hechicería, observando sus profundidades y, en ellas, a una figura más sombría que el ambiente que la circundaba. Lo único que distinguía el historiador eran un par de ojos dorados, moldeados como sendos relojes de arena, que le devolvían la mirada y, atrapado en su proximidad, al mago de Túnica Blanca.
Par-Salian era, así, un cautivo en su antiguo hogar. De cintura para arriba, conservaba sus atributos humanos, su cabello cano caía en cascada en torno a los hombros y su atuendo cubría un cuerpo flaco y descarnado. Las escenas que se desplegaban ante él eran escalofriantes, tanto que en más de una ocasión habían nublado su lucidez y, temeroso de que aquellas alucinaciones acabasen de aniquilarle, intentó apartar la vista. No pudo hacerlo porque, aunque una mitad de su persona estaba viva, la inferior se había metamorfoseado en un pilar de mármol. Bajo el maleficio de Raistlin, hubo de quedar petrificado en la sala más alta de la Torre y asistir al ocaso del mundo.
A pocos metros estaba Astinus, historiador de Krynn, afanado en redactar el último capítulo de su breve y esplendoroso devenir. La hermosa Palanthas, donde residiera el cronista y se erigiera la Gran Biblioteca, se había reducido a un montón de cenizas y cadáveres chamuscados. Se había personado el narrador en este postrer reducto de vida a fin de dar testimonio de las terroríficas horas de un universo condenado. Una vez concluida su labor, partiría con el libro cerrado y lo depositaría en el altar de Gilean, dios de la Neutralidad. Ése sería el desenlace definitivo, inapelable.
Sintiendo que desde el Portal, restituido a su primitivo emplazamiento por una serie de azares, la enlutada figura le escrutaba sin un parpadeo, Astinus anotó la sentencia que había escuchado y se enfrentó a sus encendidos iris.
—Fuiste el primero, Astinus —declaró el ente de las tinieblas—, y te corresponde también ser el último. Cuando hayas relatado mi victoria incontestable, el epílogo, quedará clausurada tu minuciosa recapitulación y gobernaré a mi antojo.
—Cierto, a tu antojo —repuso el escriba—, pero ejercerás tu poder sobre un mundo muerto, arrasado por la misma magia que te otorgara la supremacía. Reinarás solo y solo estarás en un vacío eterno.
Par-Salian, a su lado, masculló un gemido y se mesó la alba melena, pero Astinus, imperturbable, apuntó sus propias frases fiel a su misión de no omitir ningún detalle. Estaba tan concentrado en su oscuro interlocutor, que apretó los puños al exclamar:
—¡Eso es mentira, viejo amigo! Crearé, concebiré nuevas existencias que me pertenecerán. Inventaré pueblos enteros, razas ahora ignotas que me venerarán como su hacedor.
—El Mal no puede crear —persistió el cronista—, únicamente destruir. Se vuelve contra sí mismo y se despedaza. En este instante, mientras platicamos, eres consciente de su mordedura y del efecto que produce en tu alma. Estudia la faz de Paladine, Raistlin, examínala a fondo como hiciste una vez en las llanuras de Dergoth, después de que te hiriese mortalmente la daga del enano y Crysania posara en ti su mano curativa. Entonces supiste interpretar el infinito abatimiento de la divinidad, parangonable con el que hoy trasluce. Supiste, y sigues sabiéndolo aunque te niegues a admitirlo, que la consternación de Paladine no es por él mismo, sino por ti.
»Para nosotros será fácil acogernos a un letargo sin sueños. Tú, en cambio, no dormirás. Vivirás en un interminable duermevela, aguzarás sin descanso tu oído en busca de sonidos que nunca han de vibrar, te asomarás a un vacío infinito que no contiene luz ni penumbra y proferirás órdenes, quejas, que nadie recibirá, tejiendo planes que no darán fruto mientras, como un carrusel, giras en un círculo del que no has de salir. Al fin, enloquecido, asirás la cola de tu propia entidad y, como una serpiente hambrienta, te devorarás en un esfuerzo por hallar alimento espiritual.
»Será vano tu empeño, te toparás con la nada absoluta. Continuarás para toda la eternidad suspendido de esos hilos intangibles y te consumirás sin perecer, como un punto ingrávido que, al succionar su entorno, jamás logrará saciar su apetito.
El Portal comenzó a oscilar y Astinus, que escribía a la par que vaticinaba tan terrible futuro, levantó los ojos al notar que flaqueaba la voluntad sintetizada en los radiantes relojes. Penetrando los espejos de su superficie, vio confirmados, en una fracción de segundo, el suplicio y la tortura que había descrito. Discernió un alma asustada, prisionera en su propia trampa, ansiosa por escapar, y entonces nació en sus entrañas un sentimiento que nunca antes había experimentado: la piedad. Conmovido, hizo ademán de incorporarse con una mano apoyada en el vetusto ejemplar y la otra extendida hacia el Portal.
Interrumpió su movimiento una risa fantasmal, escarnecedora y acerba, unas carcajadas que no iban dirigidas a él, sino a quien inició la burla, a su fuente. La figura del acceso se desvaneció.
El cronista se acomodó de nuevo en su asiento. Al mismo tiempo, un relámpago convocado por la magia surcó el umbral y dio un respingo que le desestabilizó. Respondió a la descarga un haz fulminante, blanco, y Astinus comprendió que se había desencadenado la batalla decisiva entre Paladine y el joven que, tras vencer a la Reina de la Oscuridad, había ocupado su puesto.
También en el exterior se sucedían los centelleos de los rayos, que cegaron con su brillo a los escasos pobladores de Krynn. Rugió el trueno, las piedras de la Torre se desencajaron desde los cimientos, la ventolera arreció y, en su furia, ahogó los aullidos de Par-Salian.