—Cierto —admitió el guerrero, dejando de observar a los presentes para posar la vista en la demoledora tempestad—, pero podría haber corrido en su busca y adentrarme en el reino de las tinieblas. Existía la eventualidad de que este proceder me acarreara el peor de los destinos, aunque algo habría ganado al demostrarle que estaba resuelto a sacrificar en aras de la solidaridad lo que él inmolaba a su arte. Me habría granjeado su respeto —sentenció, y su mirada se prendió de nuevo de sus oyentes—. Quizás así habría accedido a desistir. Y, ahora, quiero enmendar mi conducta, aventurarme en el Abismo y cumplir mi cometido —concluyó, indiferente al espanto que su discurso había inspirado a Tasslehoff.
—Ignoras lo que entrañaría tu misión —se opuso Par-Salian con voz entrecortada, febril.
Un relámpago se introdujo en la estancia y se descompuso en un estallido que, estentóreo a la par que luminoso, arrojó a sus ocupantes contra los muros. Nadie percibió nada mientras el trueno retumbaba sobre sus cabezas, pero, antes de que se mitigase el caos, un alarido se elevó en la asfixiante atmósfera.
Apabullado por aquel gemido, que rebosaba un dolor sin límites, Caramon abrió los párpados y, al instante, deseó que se entornaran para toda la eternidad antes de tener que contemplar una escena tan espeluznante.
Par-Salian, incrustado en su pilar de mármol, veía sumado el fuego a su pétreo patíbulo. ¡Pronto sería una tea humana! Desvalido a causa del sortilegio de Raistlin, no tenía otra opción que vociferar mientras las llamas se encaramaban, despacio, hacia su inmóvil cuerpo.
Apenas consciente, Tas enterró el rostro entre las manos y se aisló en un rincón, presa de incontenibles espasmos. Astinus se levantó de donde le había postrado el ataque de los elementos y estiró el brazo hacia el libro, que todavía sujetaba. Intentó escribir, pero su mano cayó aplomada y la pluma se deslizó de los inertes dedos. Una vez más, empezó a cerrar el libro.
—¡No! —exclamó el luchador y, abalanzándose, interpuso las manos entre las páginas.
El historiador le escrutó. El guerrero vaciló bajo el influjo de aquellos iris, que parecían estar más allá de la muerte. Las manos le temblaban, pero no dejaron de aprisionar el blanco pergamino. Entretanto, el archimago se contorsionaba, al borde del colapso.
Astinus soltó el volumen, sin sellarlo.
—Sostenlo —ordenó Caramon a Tasslehoff, alargándole el valioso manuscrito.
El kender obedeció. Todavía mareado, rodeó con sus brazos la encuadernación de piel de aquella gigantesca obra que era casi de su tamaño y, agazapado en su esquina, aguardó instrucciones del hombretón. En aquel mismo instante, su amigo cruzaba la sala para abordar al moribundo hechicero.
—¡No te acerques a mí! —le imploró Par-Salian.
Su fluctuante cabellera, la luenga barba danzaban y crujían, su piel se abultaba en dolorosas ampollas y, en definitiva, el agridulce olor de la carne quemada se entremezclaba con la nauseabunda fetidez del azufre.
—¡Revélamelo! —le exhortó Caramon, alzado el brazo a modo de escudo contra el calor y tan próximo al mago como le era posible—. ¿Qué tengo que hacer? ¿Cómo evitaré que sobrevenga esta segunda versión del Cataclismo?
Los ojos del anciano se disolvieron, la boca pasó a ser un inmenso agujero en la masa informe que sustituía ahora al semblante. Sin embargo, pese a haber perdido su entidad, las palabras que pronunció atravesaron la mente del guerrero con la virulencia del relámpago, imprimiéndose en su memoria como la marca de un hierro candente.
—¡No permitas que Raistlin abandone el Abismo!
LIBRO II
El caballero de la Rosa Negra
Soth, el ente espectral, se hallaba sentado en el ruinoso y ennegrecido trono que se erguía cual una pila de escombros en uno de los salones que, en su día, labraran la fama del alcázar de Dargaard. Sus flamígeros ojos ardían en cuencas invisibles, únicos exponentes de la vida que bullía bajo la gastada armadura de Caballero de Solamnia.
Estaba solo. Había despachado a sus sirvientes, caballeros como él que le rindieron pleitesía en vida y fueron condenados a honrarle también después de muerto. Se había desembarazado asimismo de los espíritus femeninos, las mujeres elfas que desempeñaran un papel en su declive y, ahora, permanecían ligadas a su señor por un vínculo irrenunciable. Durante siglos, desde la terrible noche de su fallecimiento, Soth exigía a aquellas desheredadas que revivieran la historia de su destino. Todas las veladas se arrellanaba en el trono y las obligaba a relatar, en una macabra serenata, su desgracia y la de ellas mismas.
Aquel cántico causaba un hondo dolor al caballero, pero se recreaba en el sufrimiento, porque, después de todo, era infinitamente mejor que el vacío que presidía su ingrata existencia en las demás ocasiones. Hoy, sin embargo, en lugar de escuchar la tonada de costumbre, prestaba oídos a otra voz, la del viento que, ululando entre los aleros de la fortaleza, transportaba reminiscencias de un pasado lejano. En primera persona, la brisa pasó revista a los momentos cumbres de su vida real, tanto los felices como los desdichados.
«Una vez, hace ya mucho tiempo, fui un respetable Caballero de Solamnia. Entonces lo tenía todo: apostura, encanto, arrojo y una esposa rica, aunque no hermosa. Mis seguidores me profesaban respeto y fidelidad y los demás me envidiaban. Sentían celos de mi fortuna, de mi condición privilegiada como amo de Dargaard.
»En la primavera anterior al Cataclismo, abandoné mi amurallado hogar y, con un nutrido séquito, cabalgué hacia Palanthas. El motivo de mi viaje era que se había convocado un consejo y se requería mi presencia. Tal fue, al menos, mi excusa oficial, pues lo cierto era que poco me importaban las reuniones, los conciliábulos sobre cuestiones insignificantes, que se prolongarían hasta lo impensable si lo que había de debatirse era alguna modificación en el Código y la Medida de nuestra hermandad. Lo que, en realidad, me atraía era la abundancia de bebida, la atmósfera de camaradería que solía haber en tales acontecimientos y las fabulosas narraciones de batallas y aventuras de mis compañeros. Aquello sí merecía la pena.
»Avanzamos sin prisas, tomándonos el tiempo necesario y prevaleciendo en nuestras jornadas el buen humor, los cánticos y las chanzas. Pernoctábamos en posadas o donde podíamos, al raso si aquéllas estaban llenas o el crepúsculo nos sorprendía en un despoblado. La temperatura era benigna. Disfrutábamos de una espléndida primavera aquel año. El sol nos calentaba de día y la refrescante brisa nocturna relajaba nuestros cuerpos. Yo acababa de cumplir treinta y dos años. En mi vida reinaba un perfecto equilibrio y, a decir verdad, no recuerdo haber disfrutado de otra época más venturosa.
»Una noche, maldita sea por siempre la luna de plata que la alumbraba, estábamos acampados en un lugar agreste cuando, de pronto, un grito rasgó la penumbra y nos despertó de nuestro sueño. Era una mujer. Sucedieron a este primero una retahíla de alaridos también femeninos, entremezclados con los toscos reniegos de unos ogros.
»Blandiendo nuestras armas, nos enzarzamos en una cruenta lucha contra los agresores y obtuvimos la victoria sin dificultad, ya que se trataba de una cuadrilla de ladrones nómadas. La mayoría se dio a la fuga al vernos. Pero el cabecilla, más bravío o más ebrio que el resto, defendió a ultranza su botín. Personalmente, no pude reprochárselo: había capturado a una adorable doncella elfa. Su belleza se adivinaba radiante en el claro de luna y el pánico no hacía sino realzar su poderoso embrujo. Desafié a su aprehensor en combate singular, salí triunfador y me concedí la recompensa —¡dulce y amarga recompensa!— de llevar en volandas a la desmayada muchacha junto a sus compañeras.