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»Todavía veo, en mis frecuentes ensoñaciones, su cabello, que vaporoso, tejido de hebras de oro, reverberaba en los rayos del satélite. Recuerdo sus ojos cuando se abrieron para contemplarme, el amanecer del amor en sus pupilas mientras ella leía, en las mías, una admiración que no acerté a ocultar. Mi esposa, mi honor, mi castillo, todas las nociones de la que antes me enorgulleciera se desvanecieron como el humo al competir con aquellos maravillosos rasgos.

»Agradeció mi gesto con delicioso recato y la restituí a su grupo, formado por varias sacerdotisas que habían organizado una peregrinación de su tierra a Istar, pasando por Palanthas. Ella no era más que una acólita, que en el curso de aquel periplo había de ser elevada a la categoría de Hija Venerable de Paladine. Las dejé, recuperadas ya del susto, para regresar al lado de mis hombres. Una vez en el campamento, intenté dormir, pero la delicada figura de la etérea doncella, su talle sinuoso, parecía mecerse aún en mis brazos. Nunca me había consumido una pasión amorosa hasta tal extremo.

»Cuando al fin me sumí en un breve letargo, mi mente se llenó de imágenes, que se me antojaron un embriagador suplicio; y, al abrir los párpados, la idea de que debíamos separarnos me traspasó el corazón cual una daga. Me levanté temprano, me encaminé al paraje donde se hallaban congregadas las mujeres elfas y, elaborando una sutil patraña sobre los numerosos salteadores goblins que merodeaban entre aquel punto y Palanthas, las convencí para que se dejaran custodiar por nosotros. Mis seguidores no se mostraron contrarios a tan agradable compañía, así que reemprendimos la marcha sin más complicaciones. Este hecho, lejos de apaciguar mi desazón, la intensificó. Día tras día, la espiaba mientras cabalgaba a mi lado, próxima pero no lo bastante, y al llegar la noche me acostaba solo, revuelta mi cabeza en un torbellino.

»La deseaba más de lo que nunca ambicioné poseer en el mundo y, por otro lado, no cesaba de repetirme que era un caballero, que me había comprometido a través de un estricto voto a respetar el Código y la Medida y que había jurado, en el más sagrado momento de mi ceremonia nupcial, guardar fidelidad a mi esposa. También me inquietaba la traición que haría a mi séquito si incurría en una veleidad, ya que cuando fui investido, prometí solemnemente guiar a cuantos estuvieran bajo mi mando hacia la senda del honor. Luché contra mí mismo y, después de múltiples escaramuzas, creí haber vencido sobre mi flaqueza. «Mañana me iré», resolví, colmado de una prematura paz interior.

»Empleo el término «prematura» a conciencia, ya que los acontecimientos discurrieron por otros derroteros, pero he de puntualizar que mi propósito era firme. Tenía la intención de partir cuanto antes. Los hados quisieron que, en la jornada de nuestra despedida, participara en una cacería en el bosque y topara con ella en un punto alejado del campamento, donde la habían enviado a buscar plantas medicinales.

»Ella estaba sola, yo también. No había rastro de nuestros respectivos acompañantes en los alrededores. El amor naciente que había descubierto en sus pupilas brillaba aún en su fúlgida aureola y, como una gracia añadida a las múltiples que atesoraba, se había soltado la cabellera y ésta se derramaba, semejante a una nube de oro, hasta rozarle casi los pies. Mi arrogancia, mi determinación se disolvieron en un instante, abrasadas por la llama pasional que prendió en mis entrañas. Fue sencillo seducirla pobre pequeña. Un beso, luego otro, al mismo tiempo que la reclinaba en la fresca hierba y, acariciándola con mis manos, aplicando mis labios a los suyos a fin de sellar sus protestas, la hice mía. Más tarde, consumada nuestra unión, sorbí sus lágrimas con tiernos besos.

»Aquella noche, me visitó en mi tienda y, transportado por el éxtasis de nuestro nuevo encuentro, le di mi palabra de que la desposaría. ¿Qué otra cosa podía hacer? Al principio, lo reconozco, ni siquiera consideré tal posibilidad, ya que estaba casado y, además, con una dama acaudalada que sufragaba mis cuantiosos dispendios. Sin embargo una madrugada, cuando tenía a la candorosa elfa en mis brazos, comprendí que nunca podría abandonarla. Entonces fragüé ciertos planes para deshacerme de mi cónyuge para siempre.

»Proseguimos viaje. Las sacerdotisas abrigaban sospechas respecto a nosotros, y no podía ser de otro modo. Nos costaba un gran esfuerzo disimular las sonrisas veladas que intercambiábamos de día, desdeñar las oportunidades que la penumbra nos ofrecía.

»Tuvimos que separarnos al llegar a Palanthas. Las mujeres se hospedaron en una de las suntuosas mansiones que solía utilizar el Príncipe de los Sacerdotes durante sus largas estancias en la ciudad y mi grupo se instaló en unos aposentos reservados a los miembros de nuestra hermandad. No obstante, confiaba en que mi amante hallaría el medio de reunirse conmigo, porque, desgraciadamente, yo no podía ausentarme sin levantar suspicacias. Pasó la primera noche y, aunque no tuve noticias, no me preocupé demasiado. Pero transcurrieron la segunda, la tercera, y mi bella elfa no aparecía.

»Por fin, alguien llamó a mi puerta. No era ella, la esperada, sino el máximo dignatario de los Caballeros de Solamnia con una escolta de pésimo augurio, los adalides de las tres Órdenes en que nuestra entidad se divide. Supe, en cuanto les vi, que mi amada les había revelado nuestro prohibido romance, poniéndome en un grave apuro.

»Averigüé después que no era ella quien me había colocado en tan embarazosa situación, sino las mujeres elfas. La muchacha cayó enferma y, al tratar de identificar los síntomas de su dolencia, la hallaron encinta de un hijo mío. Ella no se lo había contado a nadie, incluso yo lo ignoraba. Sus celosas guardianas le informaron de la existencia de mi esposa y, peor todavía, circuló por Palanthas el rumor de que esta última había desaparecido en circunstancias misteriosas.

»Fui arrestado, me llevaron entre cadenas por las calles para humillarme públicamente y tuve que soportar la picaresca de la plebe, que, en casos como el que se me imputaba, siempre hace gala de un ingenio escarnecedor. No hay nada que produzca al villano mayor placer que ver a un caballero de rango rebajado a su nivel. Juré que, algún día, me vengaría de tan crueles criaturas y su urbe. No obstante, no abrigaba esperanzas de desquitarme. El juicio fue rápido. Me declararon culpable de alta traición a los valores eternos de mi Orden y me condenaron a muerte: tras despojarme de mi hacienda y de mis títulos, sería decapitado con mi propia espada. Acepté la sentencia, incluso la deseaba, persuadido como estaba de que mi elfa me había repudiado.

»Pero la víspera de la ejecución, mis hombres, que me profesaban inviolable lealtad, me libertaron. Ella se encontraba en el grupo y me relató toda la historia, incluida la del niño que habíamos engendrado.

»Afirmó que las sacerdotisas la habían perdonado y, aunque no podía convertirse en una Hija Venerable de Paladine, le estaba permitido vivir junto a su pueblo si se resignaba a ocupar el lugar que su desgracia exigía. Estaba dispuesta a cargar con el peso de su culpa el resto de su vida, mas no sin antes entrevistarse conmigo. Era evidente que me amaba, tanto que no resistía los relatos que se habían propagado sobre mí y prefería decirme adiós para siempre.

»Urdí un embuste cualquiera acerca de mi esposa, y ella me creyó. De habérmelo propuesto, la habría convencido de que la noche era día. Renacido su ánimo, accedió a fugarse conmigo y, sin plantearme que a eso había venido, que tal era su proyecto desde el principio, iniciamos la huida hacia el alcázar de Dargaard en compañía de mi séquito.

»Fue toda una odisea burlar la vigilancia de los otros caballeros, la persecución de los que se lanzaron en pos de nosotros, pero al fin llegamos y nos atrincheramos en el castillo. Era fácil defender la fortaleza, encaramada como estaba en un risco escarpado, vertical. Disponíamos de provisiones y podríamos aguantar todo el invierno, que se anunciaba en las cumbres nevadas y en los gélidos vientos que comenzaban a soplar.