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¿Dónde estamos?
—¡No puede ser! —exclamó Tasslehoff.
Caramon clavó una severa mirada en el kender.
—Te aseguro que no ha sido culpa mía, amigo —protestó el hombrecillo.
Mientras hablaba, examinó el paraje luego, unos segundos más tarde, observó a su corpulento compañero, sin perder por ello de vista cuanto les rodeaba. Comenzó a temblarle el labio inferior y buscó su pañuelo, para contener un estornudo o, quizá, para secarse las lágrimas. No lo encontró. Tanto el fino paño como sus saquillos se habían volatilizado en la excitación del momento, no recordaba que todas sus pertenencias habían quedado en las mazmorras de Thorbardin.
La experiencia fue emocionante. Unos segundos antes, Caramon y él se hallaban en la fortaleza mágica de Zhaman, manejando el artilugio que debía teletransportarles al hogar y, al formular Raistlin su encantamiento, se había originado una terrible conmoción. Las rocas crujían y se desencajaban de su asentamiento hasta que, tras sentir el hombrecillo que las fuerzas en conflicto tiraban de su persona en seis direcciones diferentes, le circundaron unos vertiginosos vapores y apareció en aquel lugar.
En aquel lugar, sí, pero ¿dónde? No supo identificarlo, fuera cual fuese el punto de destino, no era como su añorada patria.
El guerrero y él se hallaban en un sendero de montaña, en la proximidad de un enorme peñasco y cubiertos hasta los tobillos por un fango viscoso y ceniciento que alfombraba el terreno hasta el lejano horizonte. Aquí y allí se proyectaban, sobre el blando manto del lodazal, los pináculos aserrados de algunas rocas partidas. No había señales de vida, nada ni nadie podía medrar en semejante desolación. Ningún árbol se mantenía en pie, sólo tocones chamuscados se perfilaban en aquella densa y mullida capa que todo lo desfiguraba. Hasta donde alcanzaba la vista, hasta la límpida línea en que la tierra se unía con el cielo, no se divisaba sino una ciénaga yerma, inmensa.
Tampoco el firmamento ofrecía consuelo. Extendiéndose sobre ellos, era gris y vacío. Al oeste, no obstante, rompía la monotonía una zona de extraños tonos violáceos, una masa de nubes tormentosas que bullían al iluminarlas los mortecinos relámpagos, tan distantes que únicamente arrancaban fulgores azulados de los espesos cúmulos donde se cobijaban. Y, en cuanto al sonido, sólo el vago retumbar del trueno se abría paso en el silencio. No se detectaban otros ruidos, ni movimiento, ni nada de nada.
Caramon exhaló un profundo suspiro y se frotó la cara con una mano. El calor era intenso y, aunque no llevaban sino unos minutos en el lugar, una fina película de ceniza se había adherido a su piel sudorosa.
—¿Dónde estamos? —preguntó en tonos regulares, mesurados.
—No tengo la menor idea —confesó Tas. Hizo una pausa, e inquirió a su vez—: ¿Y tú?
—He seguido tus instrucciones al pie de la letra —repuso el aludido, impregnada su voz de una ominosa calma—. Según Gnimsh, al menos así lo afirmaste, lo único que debíamos hacer era pensar en el punto al que queríamos trasladarnos y nos materializaríamos en él. Puedo asegurarte que sólo he invocado en mi mente la imagen de Solace.
—¡También yo! —se defendió el kender, que había percibido un velado reproche en la explicación de su compañero—. Bueno —rectificó, consciente del escrutinio del hombretón—, al menos me he concentrado en esa ciudad la mayor parte del tiempo.
—¿Cómo? —se escandalizó Caramon, aunque procuró mantener la tranquilidad.
—Verás —admitió Tasslehoff tragando saliva—, por un breve instante, me ha asaltado la idea de cuan divertido e interesante, cuan extraordinario sería visitar…
—Visitar ¿qué? —indagó Caramon.
—Una l… lu… —tartamudeó el otro. Pero, al advertir que el guerrero se impacientaba, se armó de valor y vociferó—: ¡Una luna!
—¡Una luna! —se horrorizó su fornido amigo—. ¿Puedo saber cuál de ellas? —añadió unos momentos más tarde, mientras oteaba el panorama con creciente resquemor.
—Cualquiera de las tres. Supongo que no hay muchas diferencias entre una y otra —comentó el hombrecillo, encogiéndose de hombros—. Salvo, por supuesto, que Solinari debe estar plagada de refulgentes rocas de plata y Lunitari de piedras encarnadas. La otra es, sin duda, un espacio de tinieblas, aunque como nunca la he vislumbrado, no podría asegurarlo.
El corpulento luchador emitió un gruñido. Tas decidió que más valía contener la lengua. Calló, pues, mientras su compañero paseaba una solemne mirada por las inmediaciones. No duró la pausa, sin embargo, más de tres minutos, ya que se necesitaba una paciencia superior a la que el kender podía imponerse, o una daga apuntada a su garganta, para prolongar su mutismo.
—Caramon —lo interpeló—, ¿crees que lo hemos logrado? Me refiero, claro está, a catapultarnos a un satélite. Lo cierto es que este paisaje en nada se asemeja a cuantos he contemplado, aunque su superficie no es argéntea, ni roja, ni siquiera negra.
—No me extrañaría demasiado —farfulló el interpelado en sombría actitud—, teniendo en cuenta que una vez nos guiaste a un puerto de recreo que estaba situado en el centro de un desierto.
—¡Aquello tampoco fue culpa mía! —se defendió, indignado, Tasslehoff—. Hasta Tanis aseveró…
—Sea como fuere —le interrumpió el guerrero con palpable desconcierto—, a pesar de su insólita apariencia, este lugar me resulta vagamente familiar.
—Muy cierto —corroboró el hombrecillo, al mismo tiempo que ojeaba de nuevo aquellas extensiones de lodazal desfigurado por la ceniza—. Me recuerda a algo, ahora que lo mencionas, aunque no atino a saber qué. El único paraje comparable a éste que me viene a la memoria es el Abismo —dijo, en un quedo y tembloroso susurro.
Los cargados nubarrones se habían acercado de manera inexorable durante este diálogo, proyectando sobre el desnudo territorio unas sombras aún más fantasmagóricas. Trajeron consigo un viento caliente y, al detenerse, esparcieron una fina lluvia que se mezcló a la volátil ceniza. Se disponía Tas a hacer una observación acerca de la cualidad pegajosa de la lluvia, cuando, sin previo aviso, el mundo estalló a su alrededor.
Al menos, así se le antojó al kender. Sacudieron la tierra una luz deslumbradora, un sonido sibilante y un baque estentóreo, sordo, y el hombrecillo se encontró sentado en el barro, al borde de un gigantesco agujero que había engullido el suelo a escasos metros de ellos.
—¡En nombre de los dioses! —renegó Caramon, y se inclinó hacia su amigo para ayudarle a incorporarse—. ¿Estás bien?
—Creo que sí —repuso éste, conmocionado. Antes de que reaccionara, un segundo relámpago fulminó los contornos y arrojó al aire cantos de roca, que se desparramaron entre los cenicientos vapores—. ¡Caramba, ha sido espléndido! Aunque, si he de serte sincero, no me apetece nada que se repita —se apresuró a agregar, por temor a que el cielo, más oscuro a cada instante, resolviera mostrarse complaciente y le obsequiara con un nuevo fogonazo.
—Dondequiera que nos encontremos —sentenció el guerrero—, debemos alejarnos de estas alturas. Al menos hay un camino, que conducirá a algún sitio.
Al otear el encharcado sendero y el valle que se abría a su término, no menos cenagoso, Tasslehoff se dijo que cualquier otro enclave de la región sería tan poco halagüeño como aquél pero, consciente del estado taciturno en el que se había sumido Caramon, optó por guardarse sus cábalas para sí mismo.
Mientras vadeaban el légamo que inundaba el único camino practicable, la ventolera arreció, clavando en su carne astillas ennegrecidas y rescoldos apenas apagados. Los rayos danzaban entre los árboles y los hacían explotar en bolas de fuego verde o azulado. La tierra se agitaba bajo el bramido del trueno y, en suma, la tempestad, enseñoreada de la atmósfera, persistía en castigar aquella zona hasta el extremo que, ahora, las nubes se amasaban como un manto uniforme.