Caramon, que era quien marcaba el paso, aceleró la marcha. Forzaron ambos su trabajoso avance por la ladera y al rato llegaron a lo que, en un tiempo más o menos remoto, debió de ser una hermosa vaguada. Tas se representó la explanada que se desplegaba ante sus ojos como una pradera salpicada de árboles, que, en el otoño, se vestían de oro, color que, cuando llegaba la primavera, mudaban por el verde.
Vio aquí y allí espirales de humo que, casi antes de elevarse, eran arrastradas por el huracán. «Seguramente esas volutas son producidas por el embate de los relámpagos», reflexionó. Pero, a causa de una intrigante asociación de ideas, aquel espectáculo le traía reminiscencias de otro. Como le sucedía a su compañero humano, estaba convencido de que conocía el paraje.
Sorteando el limo, tratando de ignorar los estragos que aquella desagradable sustancia producía en su calzado y sus vistosos calzones azules, Tasslehoff recurrió a una vieja estratagema de su raza, que sólo debía utilizarse en caso de extravío inminente. Entornó los ojos, vació su mente de cualquier preocupación y, acto seguido, ordenó a su cerebro que esbozara las líneas de un paisaje idéntico al que les circundaba. La lógica que se escondía tras este proceder era que, como resultaba más que probable que algún miembro de su familia hubiera recorrido antes la zona, el recuerdo de ésta habría sido transmitido de alguna manera a sus descendientes. Aunque esta teoría nunca había podido probarse científicamente —los gnomos trabajaban en ella y habían expuesto sus conclusiones—, no era menos cierto que no se habían registrado kenders perdidos en toda la historia de Krynn.
Sea como fuere, Tas, hundido hasta la espinilla en el encharcado camino, bloqueó toda visión susceptible de distraerle y trazó en su cerebro una réplica de los alrededores. Acudió a su llamada interior un diseño tan límpido, tan claro, que se sobresaltó, persuadido de que los mapas de su ancestro nunca asumieron semejante perfección. Distinguió en el cuadro árboles colosales, montañas en el horizonte y un lago.
Abrió los ojos con un respingo. ¡Un lago! No lo había detectado antes, acaso porque había adoptado la misma tonalidad grisácea, indefinida, que el ceniciento terreno. ¿Quedaba agua en su recinto, o se había colmado de barro?
«Me pregunto —pensó— si mi tío Saltatrampas visitó alguna vez una luna. Si fue así, ya entiendo por qué reconozco el terreno. Sin embargo, de haber vivido una experiencia de tal calibre se la habría relatado a alguien. Quizá quiso hacerlo, pero los goblins le devoraron antes de que tuviera oportunidad de compartir su viaje. Y, hablando de devorar…».
—Caramon —interpeló al hombretón—, ¿te proveíste de agua para el viaje? —Hubo de alzar la voz, de otro modo el estruendo reinante habría ahogado sus palabras—. Yo no, ni tampoco de alimento sólido. No creí que fuéramos a necesitarlo, dado que regresábamos a casa.
Iba a continuar, pero, de pronto, distinguió algo que borró de su ánimo toda noción de necesidades materiales y, también, el recuerdo del tío Saltatrampas.
—¡Oh, Caramon! —Se agarró al guerrero, y estiró el índice en dirección al fenómeno—. ¿Es el sol aquello que despunta en el firmamento?
—¿Qué otra cosa podría ser? —contestó, malhumorado, su acompañante, examinando a su vez el disco, que acuoso y amarillento, había asomado a través de una brecha en los nubarrones—. Y no, no tengo agua con la que saciar nuestra sed, así que te recomiendo que te abstengas de importunarme sobre ese particular.
—¿Por qué has de ser tan antipático? —le regañó el kender, pero, al observar la expresión del guerrero, desistió de su empeño.
Hicieron un alto en mitad del inseguro, resbaladizo sendero. El tórrido viento soplaba en su derredor, azotando los mechones sueltos del copete de Tas como si fueran una bandera y ondulando la capa del que había sido general. El hombretón reparó en el lago, el mismo que visualizara su pequeño amigo, y su rostro se tornó pálido, sus pupilas se enturbiaron. Transcurridos unos momentos echó de nuevo a andar, con ostensible desaliento, y el kender, entre suspiros, acometió también el accidentado trayecto. Había tomado una decisión.
—Caramon —propuso—, salgamos de aquí. Abandonemos este lugar. Aunque sea uno de los satélites que mi tío Saltatrampas debió de inspeccionar antes de convertirse en un festín para los goblins, no resulta nada divertido. Hablo de la luna, no del hecho de servir de cena a esos monstruos, lo que, bien pensado, tampoco debe de ser muy entretenido. Con toda franqueza, opino que este astro es tan tedioso como el Abismo y, además, huele todavía peor. Por otra parte, allí nunca estaba sediento y aquí, en cambio…, tampoco —rectificó, recordando demasiado tarde que era un tema prohibido—. Lo que ocurre es que tengo la boca seca, pastosa, y me cuesta un gran trabajo hablar en tales condiciones. Conservamos el ingenio mágico —afirmó y, a fin de recalcarlo, alzó el cetro incrustado de joyas, temeroso de que el guerrero hubiera olvidado su existencia durante la última media hora—. Te prometo, te juro solemnemente, que en esta segunda intentona me concentraré en Solace y descartaré cualquier otro anhelo.
—Calla, Tas —le conminó el férreo luchador.
Habían llegado al valle. El cieno alcanzaba los tobillos del grandullón, lo que significaba que había engullido las piernas de Tasslehoff hasta la pantorrilla. Las vicisitudes sufridas durante la fatigosa marcha habían hecho renquear de nuevo al antiguo general. Era una secuela de la herida que le dejara en una pierna la batalla librada contra los conspiradores dewar en la fortaleza mágica de Zhaman. Y, para colmo de males, exhibía en su rostro la huella de un agudo dolor.
También se adivinaba otro sentimiento en sus contraídas facciones, un resquicio de temor, que provocó una honda desazón en el kender. Deseoso de averiguar el motivo de tan desusado talante, Tasslehoff escrutó la planicie. Pero, tras un breve reconocimiento, meditó que el panorama no era desde abajo más gris que desde la loma. Nada había cambiado, excepto la penumbra, que se había incrementado. Las nubes eclipsaron de nuevo el sol, lo que no dejó de aliviar al hombrecillo, porque aquel disco más parecía una siniestra ilusión que, en lugar de iluminar la tierra, le confería una lobreguez de nefasto portento. La lluvia se había intensificado al acumularse las nubes sobre las cabezas de los viajeros, pero, aunque molesta, no producía espanto.
Hizo todo lo posible para no romper el silencio. Pero fueron inútiles sus esfuerzos. Las palabras afluían a sus labios antes de que pudiera refrenarlas.
—¿Qué sucede, Caramon? —preguntó—. No veo nada especial. ¿Se trata de tu maltrecha rodilla?
—Guarda silencio, Tas —ordenó el aludido con tono tenso, tajante.
Y, sin más comunicación que este exabrupto, el hombretón siguió oteando los alrededores. Tenía las pupilas dilatadas y apretaba un puño, que, nervioso, volvía a abrir.
El kender se llevó una mano a los labios para acallar cualquier comentario, resuelto a permanecer mudo aunque en ello le fuera la vida. Al extinguirse los ecos de su breve y desabrido diálogo, percibió, de modo repentino, la quietud que presidía la escena. Cuando no rugía el trueno nada se oía, ni siquiera los sonidos propios de la lluvia como el gotear en las hojas de los árboles, el chapoteo en los charcos, el murmullo de la brisa en las ramas o los trinos de los pájaros, gorjeos de protesta por la humedad que saturaba sus plumas.
Le invadió una emoción ignota, estremecedora. Miró con mayor detenimiento los tocones socarrados de los árboles y dedujo que, aunque ahora estaban quemados, debían de haber sustentado los troncos más altos y poderosos que hubiera contemplado en toda su existencia, tan imponentes como…