Tragó saliva. Las hojas revestidas de los colores del otoño, el humo elevándose en olorosas columnas sobre el valle, un lago remansado, azul y transparente cual el cristal…
Pestañeando, limpió sus párpados de la viscosa película formada por el limo, por la mojada ceniza. Dio media vuelta, contempló el sendero y el descomunal peñasco, desvió luego su atención hacia el lago que se silueteaba detrás de los maltrechos árboles y, también, clavó sus ojos en las montañas, con sus cumbres puntiagudas, aserradas.
No era el tío Saltratrampas quien había estado allí con anterioridad.
—¡Oh, Caramon! —musitó, impresionado.
3
El obelisco
—¿Qué te sucede?
Caramon lanzó a Tas una mirada tan extraña, que éste sintió cómo aquellas súbitas emociones que le habían embargado y estremecido se propagaban al exterior en forma de una molesta comezón. Unas protuberancias rojizas aparecieron a lo largo de sus brazos.
—N… nada —balbuceó—, creo que mi fantasía me ha jugado una mala pasada. Escúchame —exhortó a su compañero—, hazme caso y vayámonos de aquí ahora mismo. Podemos viajar a donde queramos, retroceder a la época en que estábamos todos juntos y éramos felices. Regresemos a aquellos días dichosos en los que Flint y Sturm aún no habían perecido, cuando Raistlin vestía la túnica de la Neutralidad y Tika…
—Cállate, Tas —le atajó el guerrero, amenazador. Su orden fue subrayada por el resplandor de un relámpago que provocó un respingo del kender.
El viento seguía ululando, atravesaba sibilante los tocones y les arrancaba unas notas fantasmales, como si fueran criaturas dotadas de vida que respirasen con los dientes apretados. La pegajosa, fina lluvia, había cesado. Los nubarrones reanudaron su periplo en las alturas y descubrieron un pálido sol que apenas se atrevía a brillar en el grisáceo manto celeste. En el horizonte, sin embargo, los emisarios de la tormenta continuaban acumulándose, más densos y negros a cada instante. Los dos personajes se hallaban en un claro, donde por doquier eran acosados por el multicolor y oscilante embate de los rayos, que, en la distancia, tenían una mortífera belleza.
Caramon echó a andar por el camino, que trazaba un pronunciado recodo antes de desembocar en el valle. El hombretón tiritaba con violencia, mas no a causa del frío, sino por el dolor que le atenazaba la pierna herida. Oteó el sendero que tan bien conocía y se dijo que, aunque su aspecto había cambiado mucho, sabía lo que iba a encontrar cuando doblase la curva. Tasslehoff se inmovilizó, se plantó firmemente en medio del légamo y clavó los ojos en la espalda de su amigo.
Tras unos momentos de inusitado silencio, Caramon presintió que algo ocurría y también se detuvo, el rostro demacrado por el malestar y la fatiga.
—Vamos, Tas, no te detengas —le azuzó, irritado.
Enroscando un mechón de su desaliñado copete en un dedo, el kender meneó la cabeza en sentido negativo. Su compañero le sometió a un fulgurante escrutinio, que provocó la ira del hombrecillo.
—Todos esos troncos cercenados son de vallenwood, Caramon —declaró.
—Me he dado cuenta —repuso el hercúleo luchador, y su expresión se suavizó—. Estamos en Solace.
—¡No es posible! —se rebeló el otro, reacio a aceptar la evidencia que él mismo había expuesto. Tan sólo se trata de otro lugar donde crecen esos árboles debe de haberlos por centenares.
—Quizá, pero no existe más que un lago Crystalmir, Tas, ni tampoco he visto unas montañas tan inconfundibles como las Montañas Kharolis. Incluso ese peñasco que hemos dejado atrás posee un carácter, un significado único para nosotros, ya que era allí donde se sentaba Flint y tallaba la madera en delicadas figuras. Esta trocha enfangada, también familiar, conduce a…
—¡No puedes estar seguro! —lo interrumpió el kender. Corrió, o lo intentó, hacia la robusta figura de su acompañante, arrastrando los pies por el rezumante limo tan deprisa como pudo. Al alcanzarlo, le tiró de una mano y suplicó—: ¡Abandonemos este desierto! Podríamos volver a Tarsis, donde los dragones me derribaron un edificio encima. Fue divertido, interesante, ¿recuerdas?
Mientras hablaba, con una vocecilla chillona que pareció abrir fisuras en los agostados tocones, sacó de su cinto el ingenio arcano. Caramon, sombrío su rostro, estiró una mano y se lo arrebató. Ignorando sus vehementes protestas, manipuló las joyas que lo adornaban. De forma gradual, el refulgente cetro se transformó en un colgante liso y opaco.
—¿Por qué no nos alejamos de este horrible paraje? —insistió Tasslehoff, descorazonado—. No tenemos agua ni comida y, por lo visto, no contamos con muchas posibilidades de encontrarlas en los alrededores. Además, si uno de esos relámpagos nos cae encima, nos fulminará en un santiamén. La tempestad que se avecina es peor que la que se aleja, y no hay razón para que nos expongamos, puesto que no tenemos la certeza de hallarnos en Solace.
—Para adquirir esa certeza —le arengó el fortachón—, no hay otro medio que investigar. ¿No sientes curiosidad? ¿Desde cuándo renuncia un kender a vivir una nueva aventura? —le imprecó, deseoso de alentarle, y empezó a cojear de nuevo por la senda.
—Conservo esa cualidad, y en más alto grado que ningún otro miembro de mi raza —masculló el hombrecillo, mientras reanudaba, penosamente, la marcha—. Pero una cosa es el natural afán de explorar un enclave ignoto y otra muy distinta merodear despistado por el propio hogar. Tu casa no cambia, se limita a aguardar inmutable tu retorno y, en el momento del reencuentro, te inspira frases como «Fíjate, está todo igual que cuando lo dejé». Aquí, en cambio, tiene uno la impresión de que seis millones de reptiles han sobrevolado la zona y la han destrozado. ¡El hogar no es un lugar que invite a experiencias excitantes, sino al solaz!
Espió el semblante del guerrero para comprobar si su parlamento había producido algún efecto. Si fue así, en nada se evidenciaba: una máscara de resolución inapelable cubría aquellas facciones, mezclándose con el rictus de dolor. Este talante inquietó sobremanera al kender.
«No es el de antes —reflexionó—. Y no me refiero a los tiempos en los que bebía. Su evolución es más radical y profunda. Se ha vuelto más serio, más responsable, de eso no cabe duda, pero también advierto la presencia de un nuevo sentimiento. El orgullo —determinó— ha aprendido a valorarse a sí mismo y a resolver sus contradicciones».
No era éste un Caramon propicio a hacer concesiones, se dijo Tas, entristecido no era el hombretón desorientado que necesitaba que un kender lo salvase de pendencias y tabernas. Suspiró, sin poder sustraerse al pensamiento de que añoraba al viejo y, a pesar de su fuerza, desvalido compañero.
Llegaron al recodo y ambos lo reconocieron, aunque ninguno despegó los labios. El guerrero porque no había nada que comentar, Tasslehoff porque de nada le serviría empecinarse en negar que ya había estado allí. Instintivamente, uno y otro aminoraron el ritmo de la marcha.
Años atrás, cualquier viajero habría topado con las cálidas luces de «El Ultimo Hogar», la posada que regentara Otik. Habría husmeado los efluvios de las patatas especiadas y oído el estruendo de las risas y las chanzas que se escapaban por las rendijas cada vez que se abría la puerta para admitir al viajero o al parroquiano de Solace. Caramon y Tas hicieron un alto, en una suerte de acuerdo tácito, antes de jalonar la curva.
Siguieron mudos, mientras examinaban la desolación circundante, los lastimeros vestigios de lo que fuera verdeante vegetación, el terreno cubierto de cenizas y las rocas ennegrecidas. Retumbaba en sus tímpanos un silencio que debido, paradójicamente, a la ausencia de ruidos, se les antojó más escalofriante que el fragor del trueno. Los dos sabían que, antes de ver Solace, deberían haberla oído. Debería de haber invadido sus sentidos el estrépito propio de la ciudad, la fragua en plena actividad, el bullicioso mercado, los gritos de los buhoneros, los niños y los comerciantes establecidos, la algazara de los clientes congregados en la venta donde trabajaba Tika.