Nada percibieron salvo quietud y, todavía lejos, el ominoso zumbido de los elementos.
—Vamos allá —decidió al fin Caramon, y avanzó hacia su destino.
Tas caminaba más despacio, tan llenos de barro sus pies que tuvo la sensación de haberse calzado las férreas botas de los enanos. No obstante, no le pesaban tanto los miembros como el corazón. No cesaba de repetirse: «Esto no es Solace, esto no es Solace», con una tenacidad que asemejaba su letanía a los encantamientos de Raistlin.
Acometió el recodo y, cargado de presagios, alzó la vista. No había concluido esta acción cuando exhaló un suspiro que denotaba un inmenso alivio.
—¿Te convences ahora? —reprendió a Caramon, con un resoplido que por sí solo venció al aullido del viento—. No hay nada, ni albergue, ni burgo ni ningún otro signo de civilización. —Introdujo una mano en la colosal palma del luchador, y trató de forzarle a recular—. Ya podemos irnos —sugirió—, se me ha ocurrido una idea que te gustará. ¿Por qué no retrocedemos al episodio en que Fizban hizo bajar del cielo el puente dorado?
Pero el hombretón se desprendió de él y siguió adelante, con torpeza a causa de su dislocada rodilla. Apesadumbrado, hizo una nueva pausa y preguntó, rebosante su acento de miedo:
—Entonces, ¿qué es esto?
Mordisqueando las puntas de su suelto cabello, testarudo, el kender indagó a su vez:
—¿Qué es qué?
El guerrero señaló un punto concreto.
—Un terreno desbrozado —rezongó Tasslehoff, remiso a interpretar lo que su amigo pretendía demostrarle—. Concedido, aquí hubo algo. Quizás un alto edificio, pero, dado que ya no existe, ¿por qué preocuparse? Atiende, Caramon… ¡Caramon!
El motivo de su alarido fue que, mientras hablaban, flaqueó la lastimada pierna de su interlocutor y, de no ser por la rápida intervención del hombrecillo, aquél se habría desplomado. Con su ayuda, Caramon alcanzó el tocón del que había sido un majestuoso vallenwood, situado en un extremo del retazo de tierra removida. Apoyándose en él, lívida la tez y sudoroso, se frotó la magullada pierna.
—¿Qué puedo hacer por ti? —inquirió el kender—. ¡Ya lo tengo! Improvisaré una muleta. Debe de haber montones de ramas rotas en los alrededores buscaré una adecuada y te la traeré.
El herido nada repuso, tan sólo asintió con una inclinación de cabeza.
Tasslehoff inició presto la tarea, registrando con su aguda visión el cenagoso suelo y, en el fondo, satisfecho por haber hallado algo útil en que ocuparse en lugar de desentrañar absurdos dilemas acerca de una parcela destinada a construir una casa que se había volatilizado. Pronto halló lo que precisaba, el extremo de una tabla que sobresalía en el lodazal. La asió e intentó tirar de ella, pero sus manos resbalaron en el barro que la cubría y salió despedido hacia atrás. Se incorporó, contempló disgustado el fango adherido a sus llamativos calzones, que quiso sacudir sin éxito, y volvió a la carga. Esta vez notó que la incrustada estaca se movía un poco.
—¡Ya casi es mía, Caramon! —informó—. Sólo me falta…
Una exclamación desgarrada, totalmente impropia de un kender, rasgó el aire. El guerrero alzó los ojos alarmado, justo a tiempo para constatar cómo su amigo se precipitaba en un vasto agujero que, al parecer, se había abierto bajo sus pies.
—¡Voy a socorrerte, Tas! ¡Resiste! —animó al accidentado y, renqueante, se encaminó hacia él.
Antes de que llegara, el hombrecillo logró encaramarse de nuevo por la pared de la oquedad. Su rostro no era comparable a ningún otro que el luchador hubiera tenido ocasión de examinar: estaba macilento, los labios blancos y los ojos, en general vivaces, se habían ensombrecido.
—No te acerques, Caramon —susurró Tasslehoff, acompañando su ruego con un gesto de la mano—. ¡Te lo suplico, mantente apartado!
Demasiado tarde, el humano se había aproximado al borde y clavado su mirada en lo que contenía la fosa. El kender se acurrucó a su lado, sumido en un llanto plañidero.
—Están todos muertos —afirmó entre desgarradores sollozos.
Y, hundido el rostro entre las manos, comenzó a balancearse en violentos espasmos.
En el fondo del agujero, que la capa de barro había sellado piadosamente, yacía un enjambre de cuerpos, de cadáveres de hombres, mujeres y niños. Preservados del corrosivo azote de los elementos, algunos de ellos aún eran reconocibles o así, al menos, lo imaginó Caramon en su febril escrutinio. Voló su memoria a la última tumba colectiva que había visto, la de la aldea asolada por la epidemia que descubriera Crysania, y recordó también la ferocidad teñida de pesar que había demudado a Raistlin. Evocó el sortilegio que formulara el nigromante, el hechizo que creó relámpagos, fuego, que calcinó el pueblo hasta reducirlo a cenizas.
Rechinando los dientes, se obligó a sí mismo a sobreponerse y estudiar los cadáveres para tratar de distinguir, entre los restos, una ondulada melena pelirroja.
No halló tal. Con un tembloroso suspiro, se volvió y emprendió una desenfrenada carrera hacía el emplazamiento de «El Último Hogar», a pesar de su cojera.
—¡Tika! —vociferó una y otra vez durante el trayecto.
Tas alzó la cabeza y se puso en pie de un salto. Quiso lanzarse en persecución de su compañero, pero tropezó con un saliente rocoso y cayó en un charco.
—¡Tika! —se obstinaba en gritar el guerrero, una llamada angustiosa que los rugidos del viento y los distantes truenos no consiguieron mitigar.
Olvidado el dolor que le infligía la rodilla, continuó la marcha hasta arribar a un tramo despejado, libre de árboles, donde se adivinaban los lindes de una trocha. «La senda que discurría junto a la posada», reconoció el kender desde su postrada postura y, enderezándose, aceleró el paso detrás de Caramon quien avanzaba rápido, ajeno a sus propios bamboleos. Guiado por la aprensión y la esperanza, el inveterado luchador se había investido de una energía impensable unos minutos antes.
Tasslehoff lo perdió de vista entre los cercenados bosques de vallenwoods, pero ni un solo segundo dejó de oír su voz invocando el nombre de Tika. Consciente de hacia dónde se dirigía, caminó con más lentitud, porque, víctima ya de una terrible migraña provocada por el calor y los hediondos vapores que saturaban el lugar, vino a sumarse a su zozobra el horror de la escena que había presenciado. Levantando como pudo sus embarradas botas, más semejantes a la consistencia del plomo en cada zancada, el hombrecillo continuó.
Al fin divisó al huido, de pie en un espacio yermo próximo a un tocón de considerable diámetro. Sostenía algo en una mano y lo contemplaba con la expresión de quien, pese a su denodado empeño, ha sido derrotado.
Bañado en légamo, enturbiados su cuerpo y su alma, Tas se afianzó frente al entrañable grandullón.
—¿Qué es eso? —preguntó con la boca pequeña, estirando el índice hacia el objeto cuyo hallazgo tanto había afectado a su amigo.
—Un martillo —especificó el otro con evidente ansiedad—. Temo que el mío.
El kender inspeccionó la herramienta. De acuerdo, era un martillo o, por lo menos, lo fue. El mango de madera se había quemado en tres cuartas partes, no quedaban sino una chamuscada porción y la cabeza metálica, negra tras lamerla las llamas pero incólume.
—¿Qué pruebas tienes de que es en realidad el que tú utilizabas? —inquirió aún incrédulo.
—Una prueba irrevocable —murmuró Caramon con creciente amargura—. Fíjate en el encaje, todo baila al tocarlo. —A guisa de demostración, hizo girar el engarce, y el instrumento casi se desmembró—. Lo confeccioné cuando me hallaba en estado de perpetua ebriedad, por eso quedó defectuoso. Siempre que me ponía a trabajar, se soltaba el metal y tenía que ensamblarlo aunque, para ser francos, tampoco me aplicaba en exceso, porque no me importaba.