No obstante, más inmisericordes que la turbonada de gases y agua eran los abigarrados relámpagos, letales sierras que saltaban del mullido manto a la tierra y fulminaban los ya devastados tocones, transformándolos en columnas de llamas visibles desde la lejanía. El estentóreo retumbar de los truenos era constante, ensordecía la tierra y embotaba los sentidos.
Tras buscar a la desesperada un refugio donde fuera más fácil resistir la conflagración, los sitiados divisaron un vallenwood caído y lograron acuclillarse bajo su tronco, en un hoyo que escarbó el guerrero en el gris, exudado cieno. Desde tan insuficiente cobijo, ambos personajes asistieron incrédulos a los destructivos afanes de la tormenta, que había decidido ensañarse en una tierra muerta de antemano. En las laderas montañosas se declaraban incendios dispersos, el olor a madera quemada se adhirió a las vías olfativas de los observadores mientras los rayos, al cerrar filas, hacían explotar los troncos vecinos y les arrancaban ascuas incandescentes. También de la tierra brotaban proyectiles en forma de terrones voladores, tan próximos que salpicaban sus atuendos. Y, en cuanto a los truenos, su ensordecedora algarabía amenazaba con neutralizar sus tímpanos.
Sólo una bendición ofrecía aquella borrasca: el agua de lluvia. Caramon no desaprovechó la oportunidad de invertir su yelmo y sacarlo a la intemperie, con tal fortuna que recogió de inmediato bastante líquido para saciar su sed. Su sabor era espantoso, semejante al de los huevos podridos, según Tasslehoff, quien, sabedor de que no debía desperdiciarlo, puso los dedos en tenaza sobre su nariz mientras bebía.
Ninguno mencionó, pese a que ambos lo pensaron, que no tenían donde almacenar algunos litros ni estaban provistos, tampoco, de alimento.
Sintiéndose más reconfortado ahora que había determinado su paradero y el período de la historia al que se habían desplazado, aunque no por qué ni cómo estaban allí, el kender incluso disfrutó del espectáculo durante la primera hora.
—Nunca había visto un relámpago de este color —comentó alborozado, contemplando el fenómeno con sumo interés—. ¡Es maravilloso, como los trucos de los ilusionistas callejeros!
Pero su entusiasmo no tardó en ceder al tedio.
—Hasta el abatimiento de un árbol, por esplendoroso que sea —aseveró al rato—, pierde una parte de su embrujo cuando se ha presenciado cincuenta veces. Si no te opones, Caramon —sugirió entre bostezos—, voy a dar una cabezada. Monta guardia ahora, luego te reemplazaré y podrás dormir. ¿De acuerdo?
En el instante en que el hombretón iba a expresar su asentimiento, le sobresaltó un ruido sibilante. Un ancho tocón, situado a escasos metros, había desaparecido en medio de una flamígera aura de tonos verdosos.
«Podríamos haber sido nosotros —recapacitó, puestos los ojos en los ardientes rescoldos y taponada su nariz por los vapores del azufre—. Quizá seamos los siguientes».
Le asaltó un salvaje deseo de huir, un ansia tan intensa, que se crisparon sus músculos y tuvo que hacer un gran esfuerzo de voluntad para refrenarse.
«Si me aventuro en campo abierto me espera una muerte segura —continuó barruntando—. En este agujero, al menos, estamos debajo de la superficie».
Sin embargo, un suceso desmanteló sus argumentos. Mientras se daba ánimos, un relámpago horadó en el suelo un gigantesco boquete, lo que le hizo comprender que no se hallarían a salvo en ningún lugar. No le quedaba sino aguardar y confiar en los dioses.
Giró el rostro hacia Tas, persuadido de que estaría asustado y con la intención de prodigarle unas palabras de consuelo. Pero estas palabras murieron en sus labios, y se sintetizaron en un suspiro. Había cosas que nunca cambiarían, entre ellas la increíble valentía, o insensatez, de los kenders. Hecho una bola, totalmente ajeno a los horrores que les acechaban, el hombrecillo se había sumido en un plácido sopor.
El guerrero se agazapó en el fondo de la oquedad, fijos sus sentidos en los nubarrones que los rayos enlazaban en una siniestra pasamanería. Para conjurar el miedo, trató de concentrarse en dilucidar por qué se hallaban en semejante apuro y en un tiempo equivocado. Al entornar los párpados y, así, aislarse de las fuerzas desencadenadas, se perfiló una vez más en su memoria la efigie de Raistlin erguido ante el Portal. Oyó su voz apelando a los cinco dragones que lo custodiaban para que, atentos a su reclamo, le franquearan el acceso al reino de las tinieblas y visualizó, asimismo, a Crysania —la sacerdotisa de Paladine— en el acto de orar a su dios, extraviada en el éxtasis de la fe y ciega a la perversidad del hechicero.
En una vivida secuencia, desfilaron frente a Caramon los recientes intercambios habidos con su gemelo, aureolados por el discurso, la confesión, de que le hiciera partícipe el archimago.
»La eclesiástica entrará en el Abismo conmigo. Caminará delante de mí y librará mis batallas, se enfrentará en mi lugar a clérigos oscuros, a nigromantes despiadados, a los espíritus de los muertos condenados a vagar por esos inhóspitos parajes y, en definitiva, a los inverosímiles tormentos que le depare mi Reina. Tantos avatares lastimarán su cuerpo, devorarán su mente y desgajarán su alma. Al fin, cuando se agote su resistencia, se derrumbará en el suelo, a mis pies, sangrante y moribunda.
»Con sus últimas energías, me tenderá la mano, buscará mi consuelo. No pedirá que la rescate es demasiado fuerte para eso. Sacrificará su vida gustosa, feliz, y no solicitará sino que permanezca a su lado mientras expira.
»Pero yo, Caramon, pasaré sobre ella sin detenerme. La dejaré tendida e indefensa, no le dedicaré una frase amable ni me molestaré en mirarla. ¿Por qué? Porque ya no la necesitaré».
Fue al escuchar tan aborrecibles manifestaciones cuando el hombretón tomó plena conciencia de que su hermano era irredimible. Y se desentendió de él.
«Que se hunda en las simas del Mal si es eso lo que quiere —había resuelto—. Desafiará a la Reina de la Oscuridad, quizá hasta se convierta en una de las divinidades, pero en cualquier caso no es asunto de mi incumbencia lo que pueda acontecerle a partir de ahora. Me he liberado de su influjo, de la misma forma que él se ha desvinculado de las ligaduras que le ataban a mí».
Activó junto a Tas el ingenio arcano, recitando las rimas que le enseñase Par-Salian. Las rocas comenzaron a crujir, como lo hicieran en las anteriores ocasiones en las que, en su presencia, entró en acción el artilugio.
No obstante, algo se había alterado en el momento cumbre. Ahora que se hallaba en disposición de meditar, recordó que antes de iniciar el viaje se había preguntado, en un arrebato de pánico, si había cometido algún error, pues el desarrollo de los portentos se le antojó distinto. Era inútil devanarse los sesos nunca lograría averiguarlo.
«Tampoco habría podido hacer nada para modificar el curso de los acontecimientos —reconoció con amargura—. La magia siempre escapó a mi inteligencia y, además, es un arte que no me inspira confianza».
Otro relámpago surcó el espacio en las cercanías y su virulencia deshizo la concentración del fornido humano, al mismo tiempo que provocaba un respingo en el kender. El durmiente se tapó los ojos con las manos y, cual un topo apretujado en su madriguera, se sumió de nuevo en el letargo que le acunaba.
En un alarde de determinación, el guerrero vació su cerebro de conceptos tales como tormentas y lirones, con el fin de retomar el hilo de sus evocaciones, de retroceder al instante en el que se había operado el hechizo en los subterráneos de Zhaman.