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Un manto de quietud cayó sobre el trío, tan denso y asfixiante como la penumbra del corredor o como el maléfico aire de la sala. Se magnificó el goteo medidor de los minutos, sus monótonas resonancias amenazaron con fracturar los ya dañados hilos de la cordura del héroe. El aprendiz alzó abruptamente los entrecerrados párpados y su mano, trémula, aferró la túnica entre unos dedos agarrotados donde destacaba la blancura de los nudillos.

Tanis se acercó a su amigo, guiado por el impulso que había empujado asimismo a éste a buscar la proximidad de aquél. Ambos se interpelaron al unísono:

—Caramon…

—Tanis…

Desesperado, el gigantesco luchador zarandeó el brazo del otro, mientras le hacía un ruego.

—Por favor, encárgate del bienestar de Tika si yo sucumbo. ¿Lo prometes?

—No voy a consentir que te adentres solo en esos parajes —declaró el semielfo y, a su vez, apretó el brazo de su compañero—. He decidido incorporarme a la expedición.

—Eso es imposible —le atajó el guerrero, gentil pero contundente—. Si yo fracaso, Dalamar necesitará tu ayuda. Despídete de Tika en mi nombre e intenta explicarle mis motivos, rehabilitarme frente a ella. Dile que la amo inmensamente.

Se le quebró la voz y no pudo concluir.

—Descuida, soy capaz de entender tus sentimientos y elocuencia no me falta —le garantizó el semielfo, reproduciéndose en su memoria su última misiva a Laurana.

—Son los ingredientes esenciales —asintió el humano, mientras sorbía las lágrimas y exhalaba un prolongado suspiro—. Habla también con Tas. Él ignora la magnitud del riesgo al que me expongo y la noticia de mi muerte le entristecerá. Claro que —bromeó— antes tendrás que sacarle de ese castillo volador.

—El kender no es tan atolondrado como supones, Caramon —discrepó su interlocutor—. Estoy persuadido de que algo ha intuido.

Las esculpidas cabezas comenzaron a emitir unos ruidos discordantes, unos alaridos que parecían originarse en la lejanía. El guerrero adoptó la posición de alerta al advertir que aumentaba su volumen y que, por otra parte, el abanico multicolor que surgía del Portal se incrementaba hasta hacer refulgir figuras en halos casi incandescentes.

—Prepárate —ordenó Dalamar, balbuceante.

—Adiós, Tanis.

—Adiós, Caramon.

Sobraban los discursos afectuosos. El apretón de manos que intercambiaron los viejos compañeros expresó del modo más fehaciente su pesar.

Transcurrido un breve lapso, el semielfo soltó aquella mano familiar, cálida, y retrocedió. El vacío se dividió, surgió la fisura en el Portal.

Tanis prendió las pupilas en aquella escena porque no podía desviarlas. Pero, si algo vio, nunca habría de describirlo. Lo que se desveló a sus sentidos nunca se imprimió en su retina. Los sueños que más tarde le atormentarían serían abstracciones de una pesadilla irreal. No se moldearían contornos en las pertinaces secuencias oníricas, que habían de durar años. La única clave sería, al despertar en medio de la noche bañado en sudor, la disolución de unas imágenes imprecisas, que no le estaba permitido capturar. Siempre que le asediara este recuerdo, permanecería horas tendido en el lecho, en una vigilia agobiante.

Pero todo eso acontecería después. Ahora lo único de lo que tenía conciencia era de que debía detener a Caramon.

No acertó a moverse, a llamarle mediante un grito. Transfigurado, con la parálisis del terror, observó cómo el humano trepaba sin inmutarse a la dorada plataforma. Los dragones entonaron cánticos que destilaban odio, triunfo, quizá resquemor, el semielfo no pudo discernirlo. Su propio rugido, que una fuerza ignota arrancó de su garganta, se disolvió en medio de una barahúnda.

Una marea de luz cegadora, un torbellino infinito en matices, arrasó el laboratorio, y se hizo la negrura. Caramon se había ido.

—Que Paladine oriente tus pasos —deseó Tanis al mismo tiempo que, desencantado, oía la oración de Dalamar:

—Takhisis, mi Reina, estará a tu lado.

—Le vislumbro —anunció Dalamar al poco rato.

Nublada todavía su visión, el acólito se incorporó en su silla y se inclinó hacia adelante para asomarse a los vapores del Abismo. Olvidada la compostura en tan emocionante trance, se le escapó una exclamación de dolor y, entre reniegos, volvió a sentarse con el rostro desencajado.

Tanis, que recorría la cámara en largas y discordantes zancadas, fue junto al aprendiz.

—Allí —señaló el oscuro hechicero, sin vocalizar por tener las mandíbulas apretadas.

El semielfo se mostró reticente. Se hallaba bajo los efectos del impacto recibido al enfrentarse por vez primera a la brecha del acceso arcano, unos efectos que se dilatarían a lo largo de toda su existencia. Sin embargo, se aventuró de nuevo. Al principio, sólo atisbo un paisaje yermo y desolado, que confluía en el horizonte con un cielo abrasador, inyectado en llamas. Pero al acostumbrarse sus ojos a aquel desierto, distinguió las reverberaciones de la rojiza luminosidad en una bruñida armadura y, embutida en esta última, a una criatura que, blandiendo su acero y de espaldas a ellos, aguardaba.

—¿Cómo cerrara el Portal? —preguntó a Dalamar, con un aplomo aparente que contradecían su ahogo, su inflexión incierta.

—No podrá hacerlo —le ilustró el mago.

—En ese caso, ¿qué o quién ha de interceptar el retorno de la Reina de la Oscuridad a nuestra órbita? —se espantó el semielfo.

—Su Majestad no puede atravesar el umbral a menos que alguien lo haga antes y le marque el camino —respondió Dalamar, algo irritado—. De otra manera haría ya tiempo que se habría introducido en el mundo. Raistlin mantiene un resquicio abierto. Si él viene, la soberana le seguirá y si, por uno u otro azar, el shalafi muere, se sellará la grieta.

—¿Significa eso que Caramon tiene que destruir a su hermano?

—Sí.

—Y también él debe perecer —acabó de deducir Tanis.

—Reza para que así sea —le recomendó el aprendiz, y se humedeció los resecos labios. Las punzadas de sus llagas le mareaban, le producían náuseas—. Sea quien fuere el vencedor de la liza, el guerrero no podrá desandar lo andado y, aunque fenecer en manos de la soberana sea un proceso lento, ingrato, resulta preferible a vivir en según qué condiciones.

—¿El lo sabía de antemano? —insistió el héroe.

—Por supuesto que sí, semielfo. Pero con su sacrificio salvará a Krynn —apuntó Dalamar, entre la admiración y el cinismo.

Acomodándose de nuevo en su butaca, el acólito inspeccionó, obstinado, el Portal, mientras con las manos arrugaba y alisaba, en una curiosa alternancia, los pliegues de su atavío cubierto de runas.

—No es Krynn lo que debe rescatar —le corrigió Tanis—, sino un alma.

No se extendió en su disertación, amarga y recriminatoria, porque la puerta del laboratorio crujió tras él y este hecho le sobresaltó. Destellantes sus pupilas, también sorprendido, el elfo oscuro tanteó un pergamino que había deslizado en su cinto y donde figuraban los sortilegios con los que podía prevenir cualquier intrusión.

—Todo está en orden —afirmó—. Cualquier visitante se topará con un muro inaccesible. Los guardianes…

—No pueden interponerse en el avance de ese ente —concluyó Tanis por él, espiando la puerta con un atisbo de pánico que, durante unos segundos, reflejó cual un fiel espejo el rictus de la difunta Kitiara.

Dalamar esbozó una sombría sonrisa y, una vez más, se arrellanó en su asiento. Los glaciales efluvios de la muerte flotaron en la alcoba, diluidos en una hedionda neblina.

—Adelante, Soth —invitó el mago—. Te esperaba.

8

Dilema entre la vida y la muerte

A Caramon lo deslumbró una luz fulgurante, que atravesó incluso sus párpados cerrados, antes de que la penumbra volviera a cernerse sobre él. Al abrir los ojos, nada distinguió y le dominó el pánico, porque, sin poder evitarlo, recordó la ocasión en la que había quedado ciego en la Torre de la Alta Hechicería.