Pero ahora no sufrió tal accidente. De forma gradual, la negrura remitió y sus pupilas, avezadas a los cambios bruscos, se aclimataron a la luminosidad indefinible, sobrenatural, de los contornos. Como le refiriera Tasslehoff, incendiaban la atmósfera los fulgores sanguinolentos de un perenne ocaso. El paisaje también se ajustaba a las descripciones del kender. Era un terreno vasto y desnudo bajo un cielo de idénticas características. Suelo y bóveda presentaban las mismas tonalidades dondequiera que mirase, en cualquier dirección.
En todas excepto una. Al girar la cabeza, el guerrero vislumbró el Portal que había dejado atrás. Constituía el acceso una pincelada de vivos colores en aquella monotonía, enmarcado en el arco ovalado de las cinco cabezas de dragón y en una falsa perspectiva, pues parecía lejano cuando en realidad estaba muy cerca. El humano lo visualizó como un cuadro colgado de un muro anaranjado, donde si destacaban dos figuras, las de Tanis y Dalamar, diminutas pero nítidas. Sí, hasta sus siluetas inmóviles podían deberse a un minucioso pincel, pertenecer a sendas criaturas capturadas en un momento de estatismo y forzadas a pasar su ilusoria eternidad en la contemplación de la nada.
Volviéndoles la espalda con ademán resuelto, preguntándose si podían verle como él a ellos, Caramon desenvainó la espada y aguardó a su gemelo, plantando firmemente los pies en el inestable suelo.
No abrigaba la menor duda de que una batalla entre Raistlin y él terminaría con su propia muerte. Aun disminuidas, las dotes del mago conservarían una parte de su vigor y, el hombretón bien lo sabía, su hermano nunca permitiría que le redujera a un estado de total vulnerabilidad. Escondería bajo la manga el último sortilegio disponible o, al menos, la material y práctica daga de plata.
«No importa que yo sea abatido —razonó, tranquilo, clarividente—. Habré cumplido mi propósito y eso es lo que cuenta. Soy un hombre fuerte, sano, experto en la liza, y lo único que he de conseguir es ensartar su enteco cuerpo en mi acero».
Estaba seguro de poder infligir la estocada letal antes de que las artes de su oponente le marchitaran, como había sucedido, años atrás, en la Torre donde Raistlin se sometió a la Prueba.
Las lágrimas brotaron como saetas que, punzantes, desgarraran las córneas, para formar riachuelos en su rostro. Las enjugó, mientras se forzaba a pensar en algo diferente, para superar el miedo y la consternación que tanto le desequilibraban.
El primer recuerdo que acudió a su cita mental fue el de la sacerdotisa Crysania. La compadeció, deseó, por su bien, que hubiera muerto deprisa, sin sospechar que quien ella erigiera en su adalid la había utilizado.
Perplejo, parpadeó y aguzó la vista. ¿Qué estaba ocurriendo? En un lugar en el que segundos antes no había sino una desértica planicie, difuminada en el cobrizo horizonte, se adivinaba ahora una presencia. Era un objeto negro que se perfilaba contra el cielo y carecía de la tercera dimensión, la profundidad, como los bocetos que se dibujan sobre papel y luego se recortan con unas tijeras. De nuevo resonaron en su interior las palabras de Tas, cuando le relató sus aventuras, sus espejismos, en el tenebroso reino de Takhisis.
Tras una breve inspección, reconoció aquel perímetro alargado como una estaca de madera, análoga a aquellas en las que, en su juventud, se quemaba a las brujas.
Su memoria se convirtió en un volcán al aparecérsele Raistlin atado a tal suerte de patíbulo, amontonados los haces de leña a su alrededor. El condenado luchaba por liberarse, lanzaba gritos desafiantes a quienes había intentado salvar de su simpleza poniendo en evidencia a un clérigo charlatán, un acto altruista que le había valido la acusación de brujería.
—Sturm y yo llegamos justo a tiempo —musitó el humano a la vez que se representaba la espada del caballero bajo el sol, tan llameantes sus reverberaciones que provocaron la dispersión del supersticioso populacho.
Mirando más atentamente a la estaca que, por su propia iniciativa, había comenzado a desplazarse hacia él, reparó en que alguien yacía junto a la base. ¿Acaso era Raistlin? Continuó el avance de la estaca… ¿o era él mismo el que se aproximaba? Frente a un fenómeno tan singular, hizo un alto y ojeó el Portal como posible referencia. Había retrocedido, o el guerrero se alejaba, el caso era que había menguado su tamaño sin que este hecho facilitara sus conclusiones.
Temeroso de que el magnetismo del Abismo le succionase, Caramon se forzó a sí mismo a detenerse, lo que hizo de manera inmediata. También en este trance, la voz de Tasslehoff revivió para explicarle que si uno quería viajar no tenía más que concentrarse en su destino, del mismo modo que cualquier objeto se materializaba sólo con invocarlo, aunque había que ser precavido porque el universo de ultratumba distorsionaba todo cuanto se concebía.
El luchador clavó los ojos en la estaca y formuló el deseo de alcanzarla. Sin darse cuenta, en una fracción de segundo, se catapultó hasta ella y, al espiar de nuevo el Portal, descubrió que se había transformado en un lienzo en miniatura suspendido entre el firmamento y la tierra. Satisfecho ante la idea de que podía regresar a su antojo, el guerrero investigó sus aledaños y la figura que yacía al pie de la estaca.
Creyó adivinar que vestía una túnica de terciopelo negro, y su corazón cesó casi de latir. Pero un examen más concienzudo le reveló que se trataba de un efecto óptico: era el cuerpo el que parecía más oscuro en contraste con el fondo rojizo. La indumentaria que cubría la ajada carne era de color blanco. «Claro —comprendió—, antes he pensado en ella».
—Crysania —la llamó.
La dama ladeó la cabeza al escuchar su hombre. Pero las pupilas, errabundas, no enfocaron a Caramon y éste, al comprobar que vagaban, concluyó que sus atroces peripecias las habían nublado.
—¿Raistlin? —inquirió la sacerdotisa, en un tono tan rebosante de esperanza y ansiedad que Caramon habría dado cualquier cosa, incluida la vida, para confirmar su anhelo.
—Soy yo, Caramon —hubo de desencantarla, al mismo tiempo que se arrodillaba y tomaba la mano femenina entre las suyas.
La sacerdotisa, aunque invidente, siguió con el rostro el eco de su voz y posó la mano libre sobre el dorso de la que la arropaba.
—¿Caramon? —repitió, ostensiblemente confundida—. ¿Dónde estamos?
—He franqueado el Portal —informó él.
—Así que has entrado en el Abismo —corroboró Crysania, y emitió un suspiro de indescifrable significado.
—Así es.
—Me comporté como una necia —murmuró la mujer—, pero he pagado caro mi error. ¡Cuánto me gustaría averiguar si, además de yo misma, alguien ha salido perjudicado! Dime, Caramon, ¿has tenido noticias de tu hermano? —preguntó, apenas audible la última frase.
—Crysania… —balbuceó el interpelado, incapaz de improvisar una respuesta verdadera ni falsa.
La sacerdotisa le interrumpió al percibir la nota de tristeza que destilaba su ronco acento. Inmersa en un llanto sosegado, sin aspavientos, se llevó la mano del guerrero a los labios y la besó.
—¡Ahora lo entiendo! —exclamó, en poco más que un susurro—. Es por Raistlin por quien están aquí. Lo lamento, Caramon me duele tanto como a ti.
Rompió a llorar y el guerrero, estrechándola contra su torso, la arrulló como si fuera una niña asustada. Fue al abrazarla cuando comprobó que se hallaba en el umbral de la muerte, que la vida escapaba a borbotones a través de todos los orificios. Sin embargo, no adivinaba las causas de su agonía, porque no había heridas de ninguna clase en su piel, ni siquiera arañazos.
—No debes disculparte —la consoló y, protector, apartó la melena azabache, que se derramaba en mechones apelmazados sobre su lívida tez—. Le amabas. Si ésa fue tu equivocación también yo he de reprochármela y, al igual que tú, soportar mi castigo.