—¡Ojalá pudiera darte la razón! —se desesperó la mujer—. El amor es un sentimiento hermoso, que justifica las acciones más disparatadas, pero lo cierto es que me embarqué en esta empresa guiada por el orgullo, por la ambición.
—¿Estás persuadida de que es así? —preguntó el hercúleo luchador—. Entonces, ¿por qué supones que Paladine atendió a tus plegarias y te abrió el Portal, después de rechazar incluso las demandas del Príncipe de los Sacerdotes? ¿Qué le movió a mostrar su indulgencia, a otorgarte tan importante dádiva, unas aspiraciones mezquinas como las que has enumerado y que él, en su sabiduría, no dejó de leer en tu corazón? No, Crysania, no has aprendido a evaluar tus cualidades.
—No olvides —porfió la sacerdotisa— que mi dios me ha abandonado. —Asió el Medallón para tirar de la cadena y arrancarlo, pero su endeblez frenó tal impulso. Resignada, cerró los dedos sobre la alhaja y se obró en su semblante una metamorfosis—. No —rectificó llena de paz—, continúa aquí, me sostiene y me apoya.
Caramon se incorporó y alzó en volandas a aquella frágil figura que, reclinada en su ancho hombro, se relajó.
—Vamos a regresar al Portal —anunció el colosal humano.
Crysania sonrió en silencio. ¿Le había oído, o era otra voz la que suscitaba su beatitud? Sin meditar sobre el asunto, el guerrero se colocó frente al acceso, aquella abigarrada joya que refulgía en la distancia, borró de su cerebro toda noción que no fuera la de hallarse en su proximidad y empezó a trasladarse sin demora.
De pronto, el aire se rasgó, se partió en una ominosa resquebrajadura. Surcó el cielo un relámpago, un puñal ígneo al que sucedieron otros muchos. Millares de ramificaciones purpúreas, siseantes, cruzaron el paisaje, aprisionando a la pareja durante un espectacular segundo en un calabozo cuyos barrotes eran la muerte, simbolizada en aquellas sierras de fuego. Paralizado por semejante sacudida, Caramon permaneció a mitad de camino, incluso tras desvanecerse la descarga, a la expectativa del explosivo fragor de un trueno que, a tenor de sus heraldos, le dejaría sordo sin remedio.
Pero no coronó la conflagración sino la quietud y, en una nebulosa debido a la lejanía en que se produjo, un alarido agónico, desgarrador.
—Raistlin —apuntó la sacerdotisa, agarrando todavía el Medallón de Paladine.
—Sí —ratificó su compañero.
La mujer que, pese a su ceguera, había abierto los ojos al producirse el estallido, se secó los húmedos lagrimales y volvió a entornar los párpados, mientras Caramon reanudaba la marcha despacio, analizando un perturbador presentimiento que le había asaltado de manera tan repentina como los rayos. Era innegable que la sacerdotisa estaba desahuciada, su pulso era más intermitente que el palpito de un ave recién nacida. Así, él había decidido conducirla al otro lado del Portal por si, al restituirla a su plano, podía aún salvarse. No obstante, lo que le preocupaba era la posibilidad de que, en el momento de enviarla al mundo, fuera arrastrado él mismo. ¿Tenía la facultad de mandarla junto a Tanis sin escoltarla?
Abstraído en estas cábalas, vio cómo se acortaba la distancia que le separaba del acceso. Más que ir hacia éste, tuvo la palpable impresión de que era el adornado marco el que acudía a su encuentro, creciendo sus dimensiones y observándole los dragones con los iris encendidos y las bocas abiertas para devorarle.
Vislumbraba en el laboratorio al semielfo y a Dalamar, de pie el uno, sentado el otro y ambos rígidos, congelados en el tiempo. ¿Podrían ayudarle, atraer a Crysania?
—¡Tanis, Dalamar! —vociferó.
Si la onda sonora llegó hasta ellos, no reaccionaron.
Con suma delicadeza, el guerrero depositó su carga en la ondulante llanura que se combaba delante del Portal y supo, en una súbita inspiración, que sería inútil. O quizá sería más apropiado decir que se rindió a una evidencia que se había empeñado en disfrazar. Podía reintegrar a la dama en su órbita para que se recuperase, pero eso redundaría en beneficio de Raistlin, quien, exento de toda amenaza, engatusaría a la Reina a entrar en la otra esfera y sentenciaría a los habitantes de Krynn a una hecatombe sin precedentes.
Se dejó caer en la fantasmal explanada y, situándose cerca de Crysania, acarició su mano. Se alegraba de que ella estuviera en el Abismo, porque la soledad en tales simas debía de ser aterradora y la mera tibieza de su piel le alentaba a perseverar. Sin embargo, se sentía culpable por no salvarla de la zarpa de la muerte.
—¿Qué planes te has trazado respecto al nigromante, Caramon? —indagó la sacerdotisa tras una pausa.
—Impedirle que salga de estos confines —confesó el aludido, con acento desapasionado y una máscara de forzada impasibilidad en el semblante.
La mujer asintió y, lúcida pese a haberse extinguido la luz de su visión, presionando los dedos masculinos, comentó:
—Te matará es un poderoso adversario.
—Sí, pero no antes de hender yo mi filo. También él expirará —declaró Caramon.
Un espasmo de sufrimiento desfiguró las facciones de la Hija Venerable, que, en una cadencia entrecortada, le propuso:
—Te esperaré y, cuando se haya zanjado la pugna, serás mi guía en el camino de tinieblas que he de recorrer. Tú conjurarás la maldad y me pondrás en la senda de Paladine.
Echó hacia atrás la cabeza en busca de un lugar donde reclinarla, con tanta suavidad que parecía haberla hundido en una alta y mullida almohada. El pecho se movía al ritmo de la respiración y, al ponerle los dedos en el cuello, Caramon notó sus latidos, el fluir de la savia vital.
Estaba preparado para afrontar su propia muerte, para ser el justiciero artífice de la de su gemelo. ¡Era simple, puesto que ambos lo merecían! Pero ¿quién era él para segar la existencia de aquella mujer o, lo que es lo mismo, hacerse responsable de su tránsito?
Quizá le quedaba aún tiempo suficiente para posar su cuerpo en el laboratorio, confiarlo a los cuidados de Tanis y retornar al universo de la eternidad. Esperanzado, el guerrero se incorporó y empezó a levantar de nuevo a la liviana Crysania.
Se disponía a hacer la travesía, cuando columbró por el rabillo del ojo una sombra que se movía. Dio media vuelta y se topó con Raistlin.
9
El espectro enamorado
—Entra, Caballero de la Rosa Negra —repitió Dalamar.
Unos ojos llameantes escrutaron a Tanis, quien se llevó una mano a la empuñadura de la espada en el mismo instante en que unos dedos delgados, nervudos, le tocaban en un brazo y le provocaban un gran sobresalto.
—No te interfieras, amigo mío —le aconsejó el elfo—. Nosotros poco le importamos es otro el propósito de su visita.
La mirada oscilante e hipnotizadora de aquellas ígneas pupilas pasó de largo, apenas se detuvo en el barbudo héroe. Las candelas de la estancia arrancaron destellos de la anticuada armadura. Entre los ricos adornos y debajo de las ennegrecidas manchas de un añejo fuego, entremezcladas con la sangre convertida en polvo tiempo atrás, la armadura todavía exhibía el contorno de la Rosa, símbolo de los Caballeros de Solamnia. Cruzaron la estancia unas botas, que no hacían ruido de ninguna clase, ya que el espectro había hallado a la criatura que perseguía en un oscuro rincón: el cadáver de Kitiara, oculto por la capa de Tanis.
«¡Mantenlo alejado! Siempre te amé, semielfo», resonaron en la mente de éste las postreras palabras de la mandataria.
Soth llegó hasta el inerte cuerpo y se arrodilló. Fue incapaz de rozarlo siquiera, como si una fuerza invisible le coaccionara en su intento, y se puso en pie de nuevo. Ya erguido, dio media vuelta, y sus anaranjadas cuencas oculares centellearon en unas insondables tinieblas que, bajo su yelmo, sustituían a los rasgos de un rostro vivo.
—Entrégamela, Tanis el Semielfo —ordenó con su voz hueca—. Los sentimientos amorosos que compartió contigo la vinculan a este mundo. Debes romper el yugo.