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El aludido, impulsivo por naturaleza, avanzó unos pasos con el acero aferrado.

—¡Te matará, Tanis! —le previno Dalamar—. Te aniquilará sin más. Deja que vaya con él. Al fin y al cabo, es el único de nosotros que supo comprenderla.

—Más que eso —replicó el caballero espectral, fulgurante el brillo de su portentosa visión—, yo la admiraba. Ambos nacimos para gobernar, la conquista era nuestro común destino. Aunque debo confesar, y quizá por eso la reverenciaba aún más, que su temple inflexible le confería una cierta superioridad sobre mí. Sí, Kitiara menospreciaba el amor cuando éste amenazaba con encadenarla. De no haber sufrido los acontecimientos un repentino sesgo, se habría proclamado reina de todo Ansalon.

El cavernoso acento del fantasma esparció por el laboratorio notas de pasión, de odio, que asombraron al semielfo.

—¡Cuánto se degradó! —continuó el etéreo orador—. Tras la vergonzosa derrota de Neraka, quedó atrapada en Sanction como una fiera enjaulada, planeando una nueva guerra que ni siquiera ella abrigaba esperanzas de ganar. Su coraje, su resolución, comenzaron a flaquear, e incluso permitió que la esclavizara un amante hechicero y espía, aquí presente —apostilló, y señaló al acólito con un índice translúcido—. Si la incité al combate fue porque decidí que más le valía perecer en un conflicto armado que consumirse cual la cera de una insignificante vela.

—¡Todo eso son embustes, patrañas! —se indignó Tanis, a la vez que, enajenado, se aprestaba a desenvainar su espada—. No…

Dalamar contuvo su ímpetu, sujetándole la muñeca y aleccionándole con tacto, con suavidad.

—Nunca te quiso de verdad, mi apreciado compañero es fundamental que lo entiendas. Te manipuló como hizo con todos, incluido él. —Miró de soslayo a Soth pero, al advertir que su contertulio se disponía a discutir, reanudó la explicación—. Se burló de ti hasta el final, ¿no te das cuenta? Incluso ahora te tiende sus tentáculos desde el más allá. Ha hecho de tu persona una tabla salvadora a la que agarrarse aun a costa de arruinar tu existencia.

Tanis vaciló ante la rotundidad de tales argumentos. Ardía en su memoria la imagen de la faz femenina arrasada por el terror y, en medio de aquel incendio, surgió otro que se impuso lentamente al anterior, difuminando la efigie. Tras una cortina de fuego, visualizó un castillo que, noble y majestuoso en un tiempo, se desmoronaba hasta reducirse a escombros. Atisbo a una adorable, delicada doncella elfa que sucumbía con un recién nacido en brazos y a guerreros que huían, que morían carbonizados. En el apocalíptico espectáculo, rugió la voz de Soth.

—Preserva el don de la vida, semielfo. Te sobran los motivos para seguir en el mundo, muchos son los mortales que dependen de ti. Tus posibilidades son envidiables. Nadie puede juzgarlo mejor que yo mismo pues, en una era remota, gocé de las venturas que a ti se te ofrecen. Desdeñé mi oportunidad al elegir la senda nocturna en lugar de la luz del sol. ¿Vas a imitarme? ¿Desecharás el privilegio del que ahora disfrutas? ¿Renunciarás a todo cuanto tienes en beneficio de alguien que se adentró desde el principio en los tortuosos caminos de la perversidad? ¡No te malogres! —le exhortó.

«Lo que yo ansiaba poseer, ya lo tengo», se coreó el propio semielfo al recordar su última conversación con la postrada mujer. Y la sonrisa de Laurana invadió sus pensamientos.

Entornó los párpados a fin de contemplar la bella faz de su esposa, la expresión tierna y apacible de la que solía revestirse. Un halo de prístina claridad envolvía su áurea melena, realzaba sus almendrados ojos de elfa. Se intensificó el cerco, radiante cual una estrella, y su pureza inundó los sentidos, la mente de Tanis hasta eclipsar la máscara de muerte en la que se había transformado el otrora sensual rostro de Kit.

Bajo el influjo de esta visión, el héroe de la Lanza envainó la espada y retiró la mano. Soth, mientras tanto, se agachó y alzó los despojos amortajados por la capa, ahora ensangrentada, en sus intangibles brazos.

El caballero formuló un hechizo, consistente en un solo vocablo, y se abrió una sima a sus pies, o así se la describió Tanis a sí mismo. Una oleada de frío capaz de desgajar el alma fluyó a través de la sala, en una feroz arremetida que forzó al semielfo a, estremecido, desviar la cabeza como si hubiera de protegerla de un vendaval.

Cuando pudo examinar lo ocurrido, Tanis constató que en la umbría esquina no había nadie, salvo Dalamar.

—Han partido —informó el aprendiz—. Y Caramon también.

—¿Cómo?

Volviéndose con un ligero bamboleo, tembloroso y empapado el cuerpo en un sudor gélido, Tanis prendió la vista del paisaje desértico que se adivinaba pasado el Portal. Se le encogió el ánimo, tan desolado como aquella planicie infinita, al descubrir que su amigo se había evaporado.

«¿Renunciarás a todo cuanto tienes en beneficio de alguien que se adentró desde el principio en los tortuosos caminos de la perversidad?», le imprecó, una vez más, el desaparecido Caballero de la Muerte.

Cántico de Soth

Aparta la luz sepultada del candil, la antorcha sin raigambre, y escucha el eco de la noche enlutada capturado en tu inflamada sangre.
Cuan serena es la medianoche, amor, cuan tibios los vientos donde el cuervo vuela, donde el cambiante claro de luna, amor, palidece en tu ciega retina, se congela.
Tu corazón a gritos me llama, amor, la oscuridad en tu seno ha abierto una brecha, por la que corren los ríos de la sangre, amor, en la que, sugerente, penetra esta endecha.
Amor, el calor que encierra tu piel en agonía, puro como la sal, como la muerte devastador, cabalga a lomos de la luna roja, en la lejanía, desde la fosforescencia de tu aliento, tu estertor.

10

Los caminos se separan

Frente a él, el Portal detrás, la Reina. A su espalda, dolor, sufrimiento delante, la victoria.

Apoyado en el Bastón de Mago, tan débil que a duras penas se sostenía, Raistlin invocó en su mente la imagen del acceso y la fijó de manera que no se borrase. Le asaltó la idea falaz de haber caminado, tropezado y hasta gateado a lo largo de un trecho interminable para alcanzarlo. Pero ahora se hallaba cerca y este hecho le recompensaba por las vicisitudes pasadas. Distinguía su llamativo espectro cromático, los colores de la vida: el verde de la hierba, el azul del cielo, el blanco de los cirros nubosos, el negro de la noche y el rojo de la sangre…

Sangre. Se miró las manos, manchadas de su propia savia, y asoció tal visión a sus heridas, demasiado numerosas para contarlas. Golpeado por un mazo, apuñalado por dagas y espadas, socarrado por relámpagos, llagado por el fuego, en su contra se habían aunado las fuerzas de clérigos oscuros, nigromantes, legiones de espíritus carnívoros y demonios, todos ellos al servicio de Su Majestad. La túnica emblemática de su rango caía en torno a los hombros andrajosa, mancillada no exhalaba una vez su aliento sin convulsionarse en una agonía y, en su interminable periplo, había vomitado las últimas gotas de sangre que atesoraba en sus venas. Aunque tosía, tanto que debía interrumpir la marcha durante los ataques e hincar ambas rodillas, al arrojar el esputo nada brotaba, porque nada había en su interior.

Pero, a pesar de tan pavorosos avatares, había conseguido resistir.

Secas de sangre, por sus venas circulaba un febril alborozo. Había aguantado, soportado las arremetidas de sus adversarios. Decir que estaba vivo era casi un eufemismo, pero faltaba el casi. La ira de la soberana atronaba sus oídos cual un timbal inclemente, la tierra y la bóveda celeste latían a su compás. El hechicero había derrotado a sus más poderosos secuaces. Nadie quedaba para desafiarle en un combate decisivo, excepto ella misma.

El Portal resplandecía, con lujuriantes matices, en los relojes de arena que configuraban sus pupilas. Se aproximó sin tregua, atento a la furia de la soberana, que, desatada, la incitaba al descuido, a la demencia, y recapacitó que aquélla era su mejor garantía de éxito en la fuga del Abismo. No era la diosa quien había de interceptarle de modo que se creyó a salvo.