De pronto, una sombra procedente de las alturas le petrificó. Alzó la vista y detectó los dedos de una mano gigantesca que oscurecían el firmamento y cuyas uñas estaban teñidas, como si las hubiesen pintado, de un rojo sanguinolento.
Sonrió y resolvió proseguir. Era lo que en principio pronosticó, una sombra y nada más. La mano que la proyectaba trataba de atraparle en vano. Él estaba en la vecindad del puente que conducía a su mundo y ella, la gran dama, había quedado postergada al confiar en sus esbirros y no intervenir en la contienda. Sus garras prensiles asirían el repulgo de las aterciopeladas, y ahora harapientas, vestiduras en el momento en que traspasara el umbral, una ocasión que el mago aprovecharía para hacer acopio de energías y arrastrarla a la órbita que le interesaba.
Ya al otro lado, ¿quién sería el más fuerte? Raistlin tosió, a despecho de los espasmos, la asfixia y los aguijonazos, ensayó una sonrisa —una mueca— con los finos labios retorcidos y espumeantes. No abrigaba dudas respecto al desenlace.
Cerrada una mano sobre el pecho, la otra sobre la vara arcana, reemprendió la caminata midiendo los jirones de vida que dejaba en cada zancada, las exhalaciones de sus abrasados pulmones, con idéntico afán con el que un mendigo sopesaría una moneda de cobre. La batalla que se avecinaba le proporcionaría la gloria. Sería su turno de convocar las huestes para que se batieran en su nombre. Los dioses responderían a su llamada, porque la aparición de la Reina en el mundo investida de todos sus atributos desencadenaría la cólera de los otros hacedores. Se desprenderían las lunas del manto nocturno, los planetas alterarían sus revoluciones y las estrellas también, mientras los elementos acataban su mandato, los cuatro sumisos frente a tan ineludible autoridad.
Delante del nigromante, en derredor del Portal, las cabezas reptilianas lanzaban bramidos impotentes, sabedor el simbólico animal de que carecía de las facultades precisas para oponerse a sus designios. Un palpito más, una sola inhalación de aire y, con el subsiguiente resoplido, el anhelado objetivo.
Alzó la encapuchada cabeza… e hizo una pausa forzosa. Una figura en la que antes no había reparado, ensombrecida por la bruma del dolor, la sangre y la quintaesencia de la muerte, se silueteaba frente a él, esgrimiendo una reluciente espada. Confundido, perplejo, estudió al intruso sin reconocerle, hasta trocarse su alejamiento en regocijo.
—¡Caramon, eres tú! —exclamó.
Estiró la mano hacia el guerrero. Ignoraba cómo se había obrado el milagro, pero su gemelo estaba allí, a la expectativa, aguardando como hizo siempre, para respaldarlo en su más trascendental aventura.
—¡Caramon! —insistió, jadeante—. Ayúdame, hermano.
El agotamiento, las secuelas del severo castigo al que había sido sometido, dificultaban la actividad de su cerebro y su habitualmente espléndida concentración. La magia ya no borboteaba en sus entrañas como el azogue, sino que, perezosa, se demoraba en los escollos que encontraba en su curso y le negaba el riego que sus órganos precisaban.
—Caramon, ven junto a mí. No puedo andar solo.
El recio luchador no se movió. Permaneció inmóvil cual una pétrea estatua, equilibrado el acero en su mano y examinándole con una mezcla de amor y pesadumbre, una tristeza a la vez hosca y acusadora, que, tras rasgar el velo de su dolorido cuerpo, expuso a la luz su alma vacua, estéril. Aprehendió entonces el hechicero el porqué de su presencia.
—Obstruyes mi avance, hermano —le dijo con frialdad.
—No me cuentas nada nuevo —repuso el otro.
—Si no quieres ayudarme, lo que me parece obvio, apártate al menos.
La voz del archimago brotaba de su garganta en quiebros airados.
—No.
—Morirás si no lo haces —siseó Raistlin, cínico.
—Sí —aceptó Caramon sin arredrarse—, pero no creas que tú vas a sobrevivir.
La atmósfera, monótona y al mismo tiempo flamígera, se sumió en un tenebroso ocaso. En el paraje se acumuló una niebla densa que absorbió los ya opacos fulgores y, a medida que éstos se extinguían, un frío invernal se propagó por los contornos. Sólo quedó un punto de calor, la vasta llama que alimentaba la inquina de la Reina.
El miedo revolvió los intestinos del nigromante, la rabia enardeció su mente. Los términos del arte arcano hostigaron sus músculos, se agolparon en sus labios con un sabor dulzón, similar al de la sangre. Comenzó a arrojar tales proyectiles contra el guerrero, pero le sobrevino la tos y se atragantó. Encorvado, acuclillado, se exhortó a la calma, repitiéndose que la magia que siempre le amparara no se había esfumado, que no tenía más que invocarla y ella, dócil, consumiría a su oponente en un incendio semejante a aquel otro que carbonizó a su réplica, años atrás, en la Torre de la Alta Hechicería. Una bocanada y recobraría el temple.
Pasó el virulento acceso. Se aposentaron los salmos en su intelecto y, alzando la vista con un grotesco remedo de sonrisa, desplegó los brazos para cantarlos y arrancarles sus virtudes.
Su gemelo no mudó la postura. Erguido, bien pertrechado, le contemplaba con un asomo de conmiseración en sus ojos pardos.
«¡Me tiene lástima!». Esta constatación vapuleó a Raistlin con el vigor de cien mazos, más punzante que el filo de una espada. No consentiría que aquella insolente criatura sucumbiese sin antes eliminar los sentimientos que inspiraban esta actitud.
Con el soporte del bastón, el hechicero se afirmó en el suelo y se desembarazó de la negra capucha para que Caramon leyera, en sus doradas pupilas, la condena que sobre él pesaba.
—Así que te compadeces de mí, ¡botarate con cabeza de mosquito! —le insultó—. Tú que estás totalmente incapacitado para atisbar siquiera la magnitud de mi poder, los suplicios a los que he debido sobreponerme, los combates que he librado en la senda del triunfo, osas humillarme mediante la vil piedad. Si no te he matado todavía, y te aseguro que ansío hacerlo, es porque he decidido que no fenezcas sin adquirir primero plena conciencia de que voy a irrumpir en el mundo a fin de instituirme en divinidad.
—Estoy al corriente, Raistlin —contestó Caramon y, lejos de atenuarse, aquella hiriente misericordia se acentuó—. Por eso me das tanta pena, ya que he visto el futuro y he asistido al desenlace.
El nigromante le examinó, sospechando que la Señora del Abismo le tendía una trampa. Los resplandores rojizos del cielo no cesaban de diluirse en la creciente neblina, pero la palma extendida se había inmovilizado y el personaje arcano sintió que la soberana titubeaba, alerta frente a la intromisión del guerrero y llena de aprehensiones que no acertaba a disimular. El recelo de que su hermano fuera un espejismo destinado a entorpecer su empresa, una de las apariciones de las que usaba y abusaba Takhisis, se disipó.
—¿Has visto el futuro? —parafraseó el comentario del luchador—. ¿Cómo? ¿En qué dimensión?
—Cuando, en nuestro último encuentro, atravesaste el Portal, el campo magnético que generaste afectó al ingenio. Tasslehoff y yo fuimos catapultados a una época ulterior al presente al que pretendíamos retornar.
—¿Qué sucederá? —inquirió el mago, sus ojos tan exageradamente abiertos que de haber sido fauces habrían devorado al interpelado.
—Que vencerás —resumió éste en lenguaje llano, sin enigmas—. Y no sólo a la Reina de la Oscuridad, sino a todos los otros dioses mayores o menores. Tu constelación será la única que brillará en las alturas, durante un tiempo.
—¿Durante un tiempo? —repitió Raistlin, a quien no había pasado inadvertido el énfasis con que el narrador recalcó estas palabras—. ¿Quién me amenaza? ¿Quién me destrona? ¡Vamos, no te interrumpas!