—Tú mismo —murmuró el guerrero, afligido por la crueldad de este aserto—. Gobernarás un mundo periclitado, muerto, un universo de cenizas, de ruinas informes y cadáveres mutilados. Nadie te acompañará en tu palacio celeste y, aunque tratarás de crear, no quedará ni un soplo en tu interior que puedas insuflar en los nuevos moldes o purificar en tu propio beneficio. Te nutrirás de las estrellas hasta que, exprimidas, estallen, y una vez agotada la fuente nada quedará a tu alrededor, nada en tu alma…
—¡Mientes! —se rebeló el oyente—. ¡Maldito seas, todo eso es una sarta de embustes!
Desechando el bastón en un arrebato, el nigromante se abalanzó sobre su gemelo y le zarandeó con sus ganchudas manos. Sobresaltado, Caramon enarboló la espada en un acto reflejo. Pero, antes de que el arma iniciara el descenso, salió despedida por orden del hechicero y cayó en el intrincado terreno. El forzudo humano, al saberse inerme, aferró a su adversario entre sus brazos. «Podría partirme en dos —reflexionó éste—, pero no lo hará. Es débil, noto las convulsiones de sus brazos, su incertidumbre, su inquietud. Está perdido, y yo conoceré la verdad a su costa».
Ejerció presión con sus ensangrentados dedos en las sienes del guerrero, de tal manera que las experiencias que acababa de referirle se desplazasen allí donde él pudiera analizarlas, a su propia inteligencia.
El preclaro archimago presenció todos los episodios del devenir. Vislumbró la osamenta de Krynn, el fango viscoso y ceniciento, las rocas segmentadas, el humo elevándose en volutas, los putrefactos despojos de los muertos.
Se observó a sí mismo, suspendido en la nada y cercado por un vacío que, no sólo exterior, había anidado también en su espíritu y le apretujaba, le aplastaba y le roía, presto a engullirle. Culebreó en un círculo vicioso, eterno, sobre su persona, en una búsqueda desesperada de un indicio vital, una gota de sangre o una pizca de dolor. No lo había, nunca hallaría este consuelo. Al contrario, seguiría enroscándose cual un áspid sin clavar los colmillos ni siquiera en su carne. Sus introspecciones le conducirían, invariablemente, a los vestigios inanimados de una antigua entidad.
Ladeóse su cabeza como si fuera de plomo, la mano que había aplicado a la frente de Caramon cayó, erizada, hasta su costado. Había intuido que así ocurriría. Se lo gritaba cada fibra de su magullado cuerpo pues, a qué engañarse, el vértigo de la negación ya asomaba entre sus poros, lo había acunado durante años. Todavía no había socavado los recovecos, pero se lo representaba arrinconando su alma hasta dejarla, doblegada e infecunda, en un pozo sin nombre.
Exhalando un amargo aullido, se deshizo de su hermano y estudió los alrededores. Las sombras habían aumentado, la Reina ultimaba los preparativos sin que las previas vacilaciones hubieran mermado su poderío.
Raistlin se esforzó en meditar. Era imprescindible que resurgiera su furia, que se alumbrara el candil de su magia para avasallar a la soberana. Al comprobar que incluso los últimos resquicios de sus facultades le abandonaban, le dominó el pánico y se dio a la fuga aunque, endeble como estaba, se desmoronó al primer paso. Postrado sobre manos y pies, le azotó el miedo e inició un frenético tanteo hasta topar con algo sólido, capaz de socorrerle.
Sus dedos se cerraron en derredor de un tejido blanco, tocó carne viva, cálida, mientras oía en la proximidad un gemido ahogado.
—Bupu —identificó la voz, la textura.
Sollozante, el hechicero se volcó sobre la enana gully, que, desorbitados los ojos por el terror, con las huellas del hambre y la agonía en sus desencajados rasgos, retrocedió al verle.
—¡Bupu! —insistió él, tan falto de cordura que la zarandeó salvajemente—. Bupu, ¿no te acuerdas de mí? En una ocasión me regalaste un libro, un libro y una esmeralda. —Hurgó en uno de sus bolsillos y extrajo la gema verde, de bellísimas irisaciones—. Te devuelvo la «piedra bonita», como tú la llamabas, para que te salvaguarde de todo mal.
La mujer hizo ademán de asirla, pero las yemas de sus dedos se endurecieron con el rigor de la muerte.
—¡No! —bramó el mago, y notó en su hombro la contundente palma de Caramon.
—¡Déjala en paz! —le conminó el guerrero con tono áspero, y tiró de él para apartarlo de la infortunada gully—. ¿No le has hecho aún bastante daño?
Sostenía en la mano la espada que Raistlin le arrebatase, y los destellos de su inmaculada superficie deslumbraron a éste. Bajo tales resplandores, de misterioso origen, se esbozó ante el nigromante la efigie no de Bupu, sino de Crysania, renegrida y marchita, patética en su ceguera.
El vacío se agrandaba, casi insondable. ¿No había nada dentro de él? Sí, algo remoto y nimio, pero algo a fin de cuentas. El tentáculo de su alma y su mano se precipitaron al unísono a la caza del hallazgo. La mano acarició la tez cuarteada de la mujer.
—No ha perecido todavía —dijo.
—No —confirmó el hombretón, alzando la espada—. ¡No te atrevas a molestarla! Permite al menos que expire tranquila, libre de tu perniciosa influencia.
—Si la llevas al otro lado del Portal, vivirá —profetizó el archimago.
—Sí, claro, y además te facilitará a ti las cosas —replicó Caramon, no menos sarcástico que se mostrase antes su hermano—. Yo encabezo la marcha al plano salvador, y tú irás pegado a mis talones.
—Hazlo, rescátala —le azuzó Raistlin.
—¡No! —rugió el inveterado luchador.
Aunque brillaban sendas lágrimas en sus ojos, y oprimían sus rasgos las contracciones de la tortura que experimentaba, avanzó hacia el hechicero con la espada presta.
Una vez más, la criatura arcana hizo un gesto con la mano y el rival se paralizó, de manera tan repentina que el acero quedó cautivo en el tórrido y voluble aire.
—Condúcela a su salvación, provisto de este talismán infalible —le ofreció el nigromante.
Sus frágiles dedos sujetaron el bastón, que yacía en su flanco, y la luz del globo de cristal prendió en la penumbra, proyectando sus fabulosos haces sobre el trío. Después de iluminarlo, el mago se lo alargó a su gemelo. Éste, desconfiado, se resistió con el entrecejo fruncido.
—¡Tómalo! —le espetó Raistlin, imperativo, y el objeto se agitó debido a un carraspeo que presagiaba nuevas toses—. ¡Vamos, hazte con él! —apremió consciente de que disminuían sus energías—. Trasladaos ambos a la Torre, y utiliza luego el cayado para cerrar el acceso.
Caramon le miró, sus ojos convertidos en rendijas y remiso a acatar las instrucciones de un ser tan poco fiable. Su hermano era demasiado egoísta para renunciar a sus ambiciones en el momento culminante. Alguna barbaridad tramaba.
—No conspiro contra vosotros ni pretendo engañarte —expresó el mago sus cábalas, sólo para rebatirlas—. Te he traicionado en determinadas circunstancias. Pero ésta no es una de ellas. Pon a prueba mi honradez —le exhortó—, cerciórate tú mismo. Desharé el encantamiento y, como ya no me resta la posibilidad de formular otro, ensártame en el filo de tu espada si descubres que es una patraña. Estoy indefenso no he de frustrar tu agresión.
El brazo petrificado de Caramon recobró la flexibilidad. Sin soltar el arma, clavada la mirada en su gemelo, estiró el otro brazo, precavido, crispado. Las yemas de sus dedos, aunque huidizas, entraron al fin en contacto con la bola del puño y supuso que, frente a la proximidad de un profano, desaparecerían los destellos y volverían a sumirse en las lóbregas tinieblas.
No fue así. Perseveraron las ondas que les alumbraban. La manaza del guerrero se aposentó sobre el huesudo dorso de la de Raistlin, se acopló a él, mientras la aureola del globo se incrementaba y ponía de relieve las sanguinolentas vestiduras negras, la deslucida armadura donde se incrustasen algunos terrones de limo. Poco duró esta comunión. El archimago se apresuró a desasir el bastón.
Perdió el equilibrio y estuvo a punto de desplomarse pero, tras un bamboleo, consiguió recuperarse y recobró la postura erguida, orgulloso de haber realizado tal hazaña sin precisar auxilio. El Bastón de Mago, ahora propiedad exclusiva de Caramon, seguía encendido.