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—Distraeré a la Reina para que no os intercepte —comunicó el nigromante al otro humano— pero no podré cubrir la retirada mucho rato. Mis fuerzas se quiebran.

Caramon observó de hito en hito el rostro demudado del hechicero, el cayado que sujetaba y, emitiendo un resoplido que más se asemejaba a un sollozo, envainó la espada.

—¿Qué te pasará a ti? —indagó, a la vez que recogía la inerte forma de Crysania.

«Te atormentaré en materia y en espíritu, y seré tan despiadada que al concluir cada sesión perecerás a causa de los insoportables dolores sin embargo, no llegará la noche infinita porque te devolveré a la vida en el instante del tránsito. No conciliarás el sueño, guardarás vela en escalofriante anticipación de la próxima jornada. En cuanto claree, tras el intervalo de oscuridad que en nada ha de beneficiarte, será mi rostro lo primero que veas».

Las premonitorias frases de la soberana se enroscaron cual una serpiente en el cerebro de Raistlin, coreadas por una risa burlona, voluptuosa.

—Parte sin dilación, Caramon —urgió a su gemelo—. Ella se acerca.

La cabeza de la sacerdotisa reposaba en el ancho torso de su paladín. La cascada de su cabello le caía sobre el rostro y aferraba todavía el Medallón de Paladine, que tanta fortaleza le confería. Bajo el escrutinio del hechicero, los estragos del fuego perdieron su carácter indeleble hasta restituir la tersura a la piel, sin cicatrices y embellecida además por la dulzura que la confería el descanso reparador. El mago desvió entonces la vista hacia su hermano y halló la misma estulticia que siempre lucía, el exasperante embotamiento del animal herido que ignora la causa de su padecer.

—¿Qué te importa a ti mi sino, gusano baboso? —volvió a increparle, desabrido como en sus mejores tiempos—. ¡Vete!

La expresión del guerrero se alteró… ¿o acaso no? Quizás había ostentado cualidades que nunca fue capaz de atribuirle, empecinado en despreciarlo. Sea como fuere, y en una nebulosa, debido a que al abandonarle sus mejores esencias hasta su percepción se resentía, creyó leer en las pupilas de Caramon un mensaje de sapiencia. Se diría que, clarividente, se hacía cargo de que iba a ser destruido.

—Adiós, Raistlin —musitó el fornido humano.

Con la dama abrazada y el cayado mágico en una mano, el luchador dio media vuelta y se alejó. La luz del bastón creaba en su derredor un círculo de plata, que refulgía en la oscuridad como los rayos de Solinari al plasmarse, en etéreas pinceladas, sobre las remansadas aguas del lago Crystalmir. Sus argénteas hebras se posaron en las cabezas reptilianas y las metamorfosearon en inmensas tallas de orfebrería, silenciando sus cacofónicos alaridos.

Caramon traspasó el umbral y Raistlin, vigilante, vislumbró con los ojos del alma un abanico de colores, símbolo de vitalidad, a la par que una vaharada de fragante tibieza vigorizaba sus hundidos pómulos.

Tras él, las carcajadas, la mofa sensual, gorgotearon hasta deformarse en un aliento sibilante. Oyó los sinuosos sonidos de una cola descomunal, el crujir de los tendones de unas alas. Cinco cabezas le hablaban en los términos del terror desnudo, sin paliativos.

Permaneció frente al Portal, al laboratorio que fuese suyo y donde ahora se desarrollaba una escena a la que debía mantenerse ajeno. Presenció cómo Tanis corría hacia Caramon y, a fin de socorrerle, le aliviaba del peso de la dama. En aquel instante, Raistlin lloró. Quería unirse a ellos, estrechar la mano del semielfo y amar a la mujer. Echó a andar.

El guerrero se volvió en ese momento y, blandiendo el bastón, se encaró con él. No mediaron diálogos. Era evidente por el espanto que se dibujó en el semblante del luchador al espiar a su gemelo, a lo que había en la retaguardia, que Takhisis estaba agazapada, alerta a su oportunidad. El mago no necesitó girarse, ni preguntarse el porqué de aquellas pupilas desorbitadas, ya que además de éstas otras pruebas fehacientes delataban la vecindad de su enemiga. La gélida aureola de su repulsivo cuerpo de dragón penetró los poros de la proyectada víctima, balanceando sus ropajes en una ventolera.

De pronto, el sexto sentido que siempre poseyera el nigromante le puso en guardia. La Reina había cesado de acecharle para concentrarse en algo más interesante, más embrujador: la brecha que, todavía abierta, había de permitirle ingresar en el mundo de los mortales.

—¡Cierra el Portal! —vociferó Raistlin.

Una llamarada chamuscó su carne, una garra más cortante que un puñal laceró su enteca espalda. Dio un traspié y cayó cuan largo era. Pero no apartó la vista del Portal y, así, distinguió a Caramon cuando, trastornado, avanzaba en su dirección.

—¡No cometas una locura! —se horrorizó—. Retrocede y sella el acceso, ¡rápido! Déjame a mis auspicios. No preciso de ti ni volveré a hacerlo nunca más —le agravió con objeto de detenerle.

Se cerró la grieta en un perfecto ajuste, y en las inmediaciones del postrado vibró la oscuridad con una fiereza sobrenatural, apabullante. Varios pares de uñas reptilianas destrozaron su ser, le despellejaron dentelladas asesinas desgarraron los músculos y, al llegar al hueso, lo astillaron. El manantial casi exhausto de su sangre regó sus entrañas, aunque no era vida lo que aportaba.

Se convulsionó, chilló, en el convencimiento de que sus lamentos se repetirían en una continuidad infinita.

Cual una alucinación, se mezclaron a sus desvaríos los sueños de la infancia. Rememoró cuando, en lo más crudo de una pesadilla, una mano le despertaba y apaciguaba. «No osarán lastimarte mientras yo esté a tu lado. Fíjate, haré algo divertido».

Unos segmentos de escamas le estrujaron, le privaron del resuello, mientras unos colmillos negros, esplendorosos, le devoraban las vísceras, incluido el corazón, que tragaron de un bocado, en busca del alma, el manjar más apetecible.

De nuevo se agolparon los recuerdos, el de aquel brazo inconmensurable que le rodeaba y ceñía, o la mano que, recortada sobre un fondo plateado, reproducía animales a la manera de las sombras chinescas, mientras, apenas audible, una voz murmuraba: «Mira, Raistlin, conejos». Y él sonreía, vencido el susto. Caramon estaba allí.

Se calmaron los dolores, las visiones fueron relegadas donde no pudieran perturbarle. En la distancia, retumbó un aullido de furia y desencanto pero ya no le inquietaba. Sólo era sensible a la fatiga. Estaba extenuado y debía dormir.

Recostando la cabeza en el robusto brazo de su gemelo, Raistlin entornó los párpados y se hundió en una noche perpetua, en un letargo despoblado de formas, de figuras, que jamás terminaría.

11

Otra visión de los hechos

En el reloj de agua las gotas caían acompasadas, implacables, difundiendo su eco por el laboratorio. Al contemplar el Portal, con los ojos irritados a causa de la tensión, Tanis imaginó que caían una tras otra sobre sus nervios tirantes, próximos a estallar.

Frotóse los párpados y volvió la espalda al acceso con un seco gruñido luego se asomó a la ventana. Quedó perplejo al comprobar que sólo era media tarde. Después de las experiencias sufridas, no le habría extrañado descubrir que la primavera se había acabado, el verano se había consumido hasta la decadencia y, ahora, comenzaba el otoño.

La densa capa de humo no se elevaba ya frente a la cristalera. Los incendios, nutridos hasta saciarse de su habitual alimento, se extinguían, y habían desaparecido del cielo los dragones de ambos bandos. El semielfo aguzó el oído, aunque no logró captar ningún ruido, ni siquiera un murmullo, procedente de la ciudad. Se extendía sobre ella una capa de bruma, una negra humareda que las emanaciones del Robledal de Shoikan no hacían sino ensombrecer.

«La batalla ha terminado —se dijo, aturdido, descontento—. Hemos ganado pero nuestra victoria es funesta, carente de sentido».