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Leyó en el espectáculo nocturno el mensaje del destino, comprobó que, por desgracia, sus aprensiones no eran infundadas.

Una nueva constelación había aparecido entre las otras. Tenía la forma de un reloj de arena.

—¿Qué significa? —inquirió Tas, frotándose los ojos y contemplando, todavía somnoliento, las estrellas.

—Que Raistlin ha salido victorioso —contestó Caramon con un tono que era una explosiva mezcla de miedo, pesadumbre y orgullo—. El cielo nos revela que ha entrado en el Abismo, desafiado a la Reina de la Oscuridad y triunfado en la lid.

—Yo no lo interpreto así —aventuró el kender, extendiendo el índice hacia un punto determinado—. La constelación de Takhisis ha cambiado de emplazamiento, pero sigue allí arriba. Fíjate en Paladine. No acierto a dilucidar si ha intervenido en el altercado. Pobre Fizban —se lamentó—, espero que no se haya visto obligado a luchar contra tu hermano. No creo que le haya complacido hacerlo. Siempre tuve la sensación de que comprendía al archimago mejor que cualquiera de nosotros.

—Quizá la batalla todavía se esté librando —apostilló el guerrero—, y ésa sea la razón de que tengamos tormenta.

Guardó unos momentos de silencio, durante los cuales estudió el parpadeante reloj de arena. Visualizó en su memoria las pupilas de su hermano tal como las exhibía al emerger, muchos años atrás, de la terrible Prueba en la Torre de la Alta Hechicería. Metamorfoseados sus órganos visuales en sendos artilugios para medir el tiempo, Par-Salian le había dirigido una arenga aleccionadora al relatarle el motivo de tal transformación. No recordaba exactamente sus palabras, pero había expresado su esperanza de que, presenciando de antemano los estragos que obraban los avatares de la vida en las criaturas, aprendería a compadecer a quienes le rodeaban.

No fue así.

—Raistlin ha ganado la contienda —afirmó Caramon—. Ahora se han cumplido sus más íntimas aspiraciones, aniquilar a la soberana de la malignidad e instituirse en dios. Pero gobierna un mundo muerto.

—¿Un mundo muerto? —repitió, alarmado, su compañero—. ¿Insinúas que todo Krynn ha sido reducido a cenizas, que Palanthas, Haven y Qualinesti no son sino ciénagas calcinadas? ¿Y también K… Kendermore?

—Mira a tu alrededor —le conminó el guerrero— y dame tu sincera opinión. ¿Has visto a algún otro ser vivo desde nuestra llegada? —Ondeó la mano, poco ostensible bajo la tenue luz de Solinari, que, al desaparecer las nubes, brillaba en el cielo y observaba, ojo avizor, a los insignificantes mortales—. Ambos hemos sido testigos de los incendios en las laderas y los relámpagos vengadores prosiguen su viaje hacia el horizonte. Por el este se avecina otro núcleo borrascoso —añadió, señalando en aquella dirección—. Desengáñate, Tas, nadie aguanta tantos ataques sin sucumbir. Nosotros mismos seremos desintegrados dentro de poco.

—O algo peor —presagió el hombrecillo—. Te confieso que no me encuentro bien, amigo. O me ha sentado mal el agua de lluvia o estoy sufriendo una recaída y, como sabes, la peste no perdona. —Desencajadas las facciones por el dolor, se llevó una mano al estómago—. Se me revuelven las tripas. Se diría que he engullido una serpiente.

—En ese caso, es el agua —dictaminó su interlocutor con una mueca—. A mí me sucede algo similar. Quizá las nubes destilen líquido emponzoñado.

—¿Vamos a morir de inmediato, Caramon? —le consultó Tasslehoff tras unos minutos de reflexión—. Porque, si es así, me agradaría tenderme junto al obelisco de Tika. A menos que te cause algún inconveniente, por supuesto. Verás, sería una manera de sentirme como en casa antes de volar al árbol de Flint. —Resignado a su suerte, recostó la cabeza en el musculoso brazo del luchador y comentó—: ¡Le podré contar un sinfín de peripecias a ese gruñón! Le hablaré del Cataclismo, de la montaña ígnea, de mi oportuna irrupción en la emboscada de Zhaman, que te salvó la vida, y de las confabulaciones de Raistlin para convertirse en un dios. Él no querrá creerlo, sobre todo esta última parte, pero si tú estás a mi lado intercederás en mi favor, podrás garantizarle que no exagero ni un ápice.

—Morir sería fácil —repuso el que fuera un aguerrido general, lanzando un vistazo de soslayo al monolito.

Lunitari, hasta entonces ausente, inició su ascensión hacia el cenit. El halo sanguinolento que irradiaba se fundió con los blancos, mortíferos rayos de Solinari para proyectar una luz fantasmal sobre el maltratado paraje. La pétrea superficie del monumento, saturada de lluvia, reverberó en el claro de luna y la leyenda, esculpida en bajorrelieve, adquirió realce merced al contraste de los trazos en el liso muro.

—Sería fácil acabar con todo —persistió Caramon, más para sí mismo que para ser escuchado—. Sería sencillo acostarme y dejar que me absorbiesen las tinieblas. Resulta curioso que Raist me interrogase, en una ocasión, sobre si sería capaz de seguirle a su universo de oscuridad —agregó, a la vez que desenvainaba la espada y comenzaba a cortar una de las ramas del vallenwood donde se habían refugiado.

—¿Qué haces? —preguntó el kender, sorprendido, consciente de que, a medida que hablaba, se había obrado una sutil evolución en la actitud de su amigo.

El guerrero nada dijo. Absorto en su labor, continuó arrancando astillas de la rama que pretendía desgajar del colosal tronco.

—¡Vas a confeccionarte una muleta! —exclamó Tasslehoff, y dio un brinco que denotaba extrema inquietud—. ¡Adivino tus intenciones! ¡Y es una locura! Me acuerdo muy bien de ese episodio, y más aún de cómo reaccionó el mago cuando aseguraste que partirías tras él sin vacilar. Declaró que no sobrevivirías, Caramon, que tu hercúlea fuerza de nada había de servirte.

El aludido se encerró en su mutismo. La húmeda madera se astillaba bajo sus poderosos mandobles. Una vez hendida, el hombretón se dedicó a aserrar con la hoja la parte central. Hizo algunas pausas esporádicas para examinar el nuevo frente de nubes que se aproximaba, eclipsando las constelaciones y fluyendo hacia los satélites.

—Hazme caso, te lo suplico —le exhortó Tas y, a fin de llamar su atención, lo zarandeó por el brazo que sostenía la espada—. Aunque viajaras al… allí —no consiguió reunir el coraje suficiente para pronunciar el nombre—, ¿qué harías?

—Lo que debería haber hecho hace tiempo —sentenció Caramon con resolución.

5

Viaje en el futuro

—Has decidido ir a su encuentro, ¿no es verdad? —vociferó Tas, tan excitado que dio un nuevo salto y se puso frente a los ojos de Caramon, atareado en cortar la rama—. ¡Es un perfecto desatino! ¿Cómo te las arreglarás para llegar junto a él, dondequiera que esté? Exacto —se reafirmó—, ni siquiera conoces su paradero.

—Tengo un medio infalible —le atajó el hombretón al mismo tiempo que, sin inmutarse, devolvía la espada a su vaina. Agarró acto seguido la zona trabajada con sus manazas y, doblándola y torciéndola, consiguió al fin romperla—. Préstame tu cuchillo —le pidió al kender.

El hombrecillo obedeció y quiso reanudar sus protestas mientras el compañero eliminaba las protuberancias del leño, sus marchitas ramificaciones, pero éste no le permitió iniciar su discurso.

—Conservo el ingenio arcano —se ratificó Caramon—, que me transportará a donde desee. ¡Y sabes dónde está el archimago tan bien como yo! —le reprendió a su amigo.

—¿El abismo? —preguntó Tasslehoff, tímido, quebrada su voz.

Un sordo trueno les incitó a espiar, temerosos, a los heraldos de la tempestad. El guerrero volvió a su tarea con renovado ímpetu y el hombrecillo, por su parte, expuso sus argumentos.

—El artilugio mágico nos sacó, a Gnimsh y a mí, del reino de la noche, pero estoy persuadido de que no te introducirá en él. Si lo activas, sufrirás una decepción, aunque será aún peor en el caso de que acate tu mandato. ¡Es un paraje escalofriante!