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—La mayoría de nosotros nos topamos en nuestra andadura con las encrucijadas que plantean la bondad, el día, y la oscuridad de lo maligno. Pero existe una minoría de elegidos que recorren su camino, el mundo, alumbrados por su propia luz y prescindiendo de los elementos externos.

—¿Lo dices en serio? —se horrorizó el hombrecillo con deliciosa ingenuidad—. Debe de ser muy tedioso viajar de un sitio a otro así cargado. Supongo que usarán una antorcha o un fanal una vela resultaría mucho más molesta, ya que la cera, al derretirse, mancharía su calzado y les conferiría un aspecto impresentable. Hablando de presentar —asoció—, ¿podrías citar el nombre de alguien de estas características? Me gustaría averiguar cómo se las arreglan.

—Tú eres uno de ellos —le aclaró Crysania—, y no creo que deba inquietarte la idea de ensuciarte las botas. Adiós, Tasslehoff Burrfoot. En tu caso, no necesito invocar la protección de Paladine, puesto que eres uno de sus amigos más íntimos.

—Y bien —abordó Caramon a Tas mientras ambos se abrían paso entre la muchedumbre—, ¿has determinado ya qué vas a hacer? Eres el propietario de la ciudadela flotante.

Amothus te la asignó en exclusiva, de manera que puedes visitar los parajes más recónditos de Krynn y quizás incluso una luna, si es eso lo que te apetece.

—Ya no tengo la nave voladora —informó el kender después de un lapso de mutismo. Era evidente que la conversación con Crysania le había afectado, hasta tal extremo que le costaba asimilar los razonamientos del guerrero—. Era demasiado grande y aburrida, una vez explorada un ala, las otras se le asemejaban como gotas de agua. Además, nunca habría llegado a los satélites —se quejó, ya más centrado—. ¿Sabías que cuando se eleva uno más de la cuenta le sangra la nariz? El ambiente se enfría, el edificio carece de comodidad y, por si fuera poco, las lunas están mucho más lejos de lo que en principio calculé. Si aún se hallara en mi poder el ingenio arcano… —insinuó, y espió de soslayo al grandullón.

—No, bajo ningún concepto —fue la radical negativa de éste—. Debo devolvérselo a Par-Salian.

—Podría ocuparme yo mismo de dárselo —sugirió, solícito, Tasslehoff—. Así tendría ocasión de exponerle los pormenores de las reparaciones que aplicó Gnimsh, mi irrupción en el hechizo… ¿No? —coreó el gesto del humano—. En tales circunstancias, lo más aconsejable es que me arrime a Tanis y a ti y os siga en vuestros desplazamientos. Si no os importuno, claro está.

Caramon, poco dado a remilgos y fingimientos, optó por el método de expresión más inconfundible. Abrazó a su compañero, con tal entusiasmo que hizo añicos algunos de los objetos de interés y valor imprecisos que éste había comenzado a coleccionar en sus saquillos.

—Por cierto —redondeó sus efusiones con palabras—, ¿qué has hecho con la ciudadela?

—Se la obsequié a Runce —le comunicó el kender, desenfadado, ondeando la mano en actitud displicente—, en premio a su ayuda.

—¡Al enano gully!

El guerrero estaba perplejo frente a tamaña insensatez.

—No puede gobernarla en solitario —le apaciguó el otro—. Aunque, si recurriera a otros de su raza, quizá activaría las dos partes del Timón —reconoció—. No había pensado en esta posibilidad.

—¿Dónde está ahora? —gimió Caramon.

—Hice aterrizar la fortaleza en un enclave precioso, en las afueras de una ciudad que estábamos sobrevolando —fue la incompleta descripción de Tasslehoff—. Runce se encaprichó de ella, de la ciudadela, naturalmente, no de la ciudad así que le pregunté si la quería y, al repetir él que le hacía mucha ilusión, la posé en un terreno desocupado.

»Nuestra llegada causó un enorme revuelo —continuó, jubiloso—. Un individuo salió a todo correr de su castillo, una mole que se izaba en una colina próxima a la llanura donde habíamos tomado tierra, e intentó expulsarnos arguyendo que aquélla era su hacienda y no teníamos derecho a plantar nuestra propia mansión. Montó un terrible alboroto, pero no me dejé amilanar y señalé que su alcázar no cubría más que una zona reducida del territorio, amén de impartirle ciertos consejos sobre el placer de compartir que, de haberme escuchado, le habrían resultado harto beneficiosos. Runce, que nada entiende de reyertas ni de tácticas, le dijo que instalaría en la ciudadela al clan Burp para vivir allí todos juntos, y el hombre de las protestas sufrió un ataque de nervios que obligó a sus servidores a recogerlo y acostarlo en sus aposentos. Los habitantes del burgo no tardaron en hacer un corro en nuestro derredor. Pero, pasada la primera emoción, me hastié de tantas demostraciones. Suerte que Ígneo Resplandor accedió a transportarme de regreso a Palanthas.

—¿Por qué no me he enterado yo antes de tan sorprendente historia? —indagó Caramon, realizando un esfuerzo para aparentar indignación.

—Ha sido un fallo involuntario —se excusó el kender—. Las cuitas que me han abrumado últimamente han eclipsado los hechos anecdóticos.

—Sí, Tas, me hago cargo —le calmó su amigo—. En lo concerniente a tu futuro —aventuró, convencido de que el vocablo «cuitas» englobaba una serie de cábalas sobre cómo debía orientar su existencia—, ayer te vi en secreto conciliábulo con otro kender y me planteé si no serías más feliz regresando a tu patria. Recuerdo que en un momento de sinceridad admitiste que sentías añoranza de Kendermore.

Una inusitada tristeza empañó las pupilas de Tasslehoff mientras, arropando su mano entre las palmas del gigantesco humano, le hacía partícipe de un reciente descubrimiento.

—Ni siquiera puedo parlotear ya con los de mi raza, Caramon. Si me he acercado a ellos, ha sido con el fin de constatar qué vínculos me ataban a ellos, y mis pesquisas me han acabado de desengañar —susurró, meneando impetuoso la cabeza e indiferente a los balanceos del copete—. Quise relatarles las hazañas de Fizban y su sombrero, las villanías de Raistlin y la muerte del genial Gnimsh. No han comprendido una palabra, ni tampoco les importa. Es duro solidarizarse, amigo, ya que la clave del compañerismo estriba en no rehuir el dolor —sentenció, y procedió a enjugarse los húmedos lagrimales.

—En efecto, Tas —ratificó el guerrero—. Pero, aunque se pasan amargos tragos, siempre es preferible a estar vacío por dentro.

Se internaron en una arboleda. Tanis les aguardaba debajo de un álamo. Al divisarlos, el semielfo echó a andar hacia ellos y, situándose en medio, pasó un brazo por sus respectivos hombros.

—¿Preparado? —preguntó al poderoso luchador.

—A tu entera disposición.

—Estupendo. He mandado embridar los caballos y los tengo aquí mismo. Se me ocurrió que nos convenía cabalgar para despejarnos —justificó el barbudo semielfo la ausencia de un carruaje—, así que despaché al cochero. No, no es cierto —rectificó sin que nadie le acusara—. Si me he liberado del vehículo, ha sido porque detesto estar encerrado en sus asfixiantes paredes. Laurana también lo aborrece, aunque antes se dejaría matar que confesarlo. El campo luce sus mejores galas en esta estación del año. Disfrutémoslas.

Montaron a la grupa de los caballos e iniciaron su itinerario, a través de una avenida de negruzcas ruinas que conducía a los arrabales de Palanthas. Los grupos que, tras abandonar el escenario del funeral, se dirigían a sus casas para recomponer los fragmentos desgarrados de sus vidas, oyeron los ecos de la voz del kender bastante rato después de su marcha.

—Si mis datos no son erróneos, Tanis —arremetió éste—, ahora resides en Solanthus. Hay allí un calabozo digno de ganar un concurso —continuó, ya que era superflua cualquier puntualización que el semielfo pudiera hacer— nunca olvidaré mí confinamiento en sus celdas. Me enviaron por un malentendido, huelga decirlo, debido a una tetera que fue a parar accidentalmente a mis bolsas…

Dalamar trepó por la empinada y retorcida escalera que desembocaba en el laboratorio sito en la cúspide de la Torre de la Alta Hechicería. Si practicaba este ejercicio, en lugar de catapultarse mediante la magia, era por una sola razón: aquella noche le esperaba un largo viaje. Aunque los clérigos de Elistan habían sanado sus heridas, estaba todavía débil y había de reservar sus energías.