Arrebujóse de nuevo entre las sábanas, estiró el embozo por encima de la cabeza para que la claridad no la desvelase y, deseosa de sumirse en un apacible sopor, se esforzó en cerrar los párpados.
También recurrió a la táctica de tantas otras ocasiones, imaginar que Caramon estaba tendido a su lado, la estrechaba contra su pecho y, respirando fuerte, vivo su corazón en un latir que transmitía confianza, ternura, le murmuraba mientras le daba cariñosas palmadas en el hombro: «Ha sido una pesadilla. No te preocupes, mañana la habrás olvidado».
Un cuarto golpe y luego el siguiente, hasta perder la cuenta. La muchacha abrió rauda los ojos y se dijo, ahora convencida, que no era una jugarreta de su mente sino un tamborileo real, originado en las alturas. ¡Había alguien entre las ramas del vallenwood!
Se levantó y, con el sigilo que aprendiera a adoptar en sus aventuras bélicas, asió la bata que yacía extendida al pie de la cama, se embutió en ella —no sin confundirse de mangas y tener que repetir la operación— y abandonó el dormitorio.
Los golpes arreciaron, su ritmo fue in crescendo. Tika se mordió el labio, en una mezcla de resolución y temor. ¿Quién merodeaba por la casa que su esposo empezara a construirle en el árbol? Había localizado la procedencia del ruido, pero no atinaba a explicarse qué estaba sucediendo. ¿Eran quizá ladrones? Allí sólo estaban las herramientas de Caramon.
Lanzó una risotada, que se trocó en sollozo al evocar el trabajo del hombretón. Configuraban sus útiles un martillo con la cabeza desencajada, que saltaba por los aires siempre que se ponía a clavar una tachuela, una sierra tan desdentada que se asemejaba a la sonrisa de un enano gully y una garlopa que no alisaría ni la mantequilla del desayuno. Todos ellos inservibles, aunque en extremo valiosos para la mujer, quien no los había tocado desde que él partiera.
Más y más golpeteos, ahora rítmicos como si, al fin, hubieran encontrado su cadencia. La posadera cruzó la sala de estar pero, cuando tenía ya la mano en el pomo de la puerta principal, una reflexión hizo que se detuviera.
«Sería más prudente llevar un arma», se aconsejó a sí misma y, tras un corto reconocimiento, agarró un cazo de la cocina, el sucedáneo de arma más contundente que se expuso a su inspección. Sujetándolo por el mango, entreabrió la puerta y, silenciosa, salió a través de la rendija.
Los rayos solares empezaban a festonear de un halo incandescente las cumbres montañosas, que, todavía nevadas, asumían una indescriptible belleza gracias al contraste del blanco y el oro y, además, se realzaban al recortarse contra el cielo sin nubes. La hierba brillaba con el rocío cual una ristra de diminutas perlas, la atmósfera embriagaba en su prístina pureza, las hojas nuevas de los vallenwoods se mecían y alborozaban bajo la caricia del astro y, en resumen, tan espléndido se anunciaba el día que podría haber sido el primero de todas las eras, aquel en el que los dioses contemplaron, exuberantes de gozo, su creación sin mácula.
Pero Tika no estaba de humor para hacedores, paisajes verdeantes ni baños de rocío, y sentía frío bajo el contacto de sus pies desnudos. Con el cazo en el puño cerrado, oculto detrás de su espalda, se encaramó a la escala que conducía al inconcluso refugio, un nido humano, sencillo y a un tiempo ambicioso entretejido en la confluencia de dos ramas. Hizo una pausa cerca de la copa y, discreta, se asomó entre dos troncos que constituían un buen puesto de observación.
Sus sospechas se confirmaron. Allí había alguien. Apenas distinguía la figura que se agazapaba en un oscuro rincón pero le bastó con detectar su presencia para trepar por la rama, que hacía las veces de puente y, ya en el entarimado, cruzar las planchas sin provocar ni un solo crujido.
Mientras realizaba la travesía, no obstante, vibró en sus tímpanos una risita jocosa y como amortiguada que se le antojó familiar. Vaciló, pero reanudó presta la marcha, cavilando que eran figuraciones suyas.
Próxima ya al individuo que osaba allanar su futura morada, y que llevaba una capa alrededor de los hombros, Tika se hizo una idea más concreta de su apariencia. Era un humano y, a juzgar por la musculatura de sus brazos, uno de los más gigantescos que había visto nunca, con una complexión que la anchura de los omóplatos acababa de perfilar. Estaba acuclillado, de espaldas y, ajeno al escrutinio de la posadera, alzó la mano.
¡Blandía el martillo de Caramon!
«¿Cómo se atreve a manipular las cosas de mi esposo? —se encolerizó la mujer—. Corpulento o no, todos son iguales cuando caen inconscientes al suelo».
Decidida a darle un escarmiento, elevó el cazo…
—¡Cuidado, Caramon! —gritó una vocecilla aguda.
El grandullón, frente a tan urgente aviso, se puso en pie y dio media vuelta. El recipiente culinario se estrelló contra el entarimado estrepitosamente, mientras el martillo y sus inseparables clavos corrían idéntica suerte.
Llorando de alegría, Tika se arrojó a los brazos de su amado.
—¿No es fantástico, Tika? Te has llevado una sorpresa mayúscula, ¿verdad? Vamos, di que sí, no me defraudes. ¿Habrías aplastado el cráneo de Caramon de no impedirlo yo? Quizá me he precipitado al interrumpir un reencuentro tan interesante, aunque creo que a tu marido no le habría sentado nada bien. ¿Recuerdas cuando atacaste con un objeto semejante a un draconiano que se disponía a maltratar a Gilthanas?
Tal fue la retahíla de comentarios y preguntas que formuló Tasslehoff mientras sus supuestos contertulios se abrazaban. Éstos nada contestaron, porque nada oyeron. Se contentaron con mirarse, con fundirse en uno solo, y el kender notó un delator humedecimiento en sus lagrimales, que le impulsó a esfumarse de la escena.
—Será mejor que baje y os aguarde en el comedor —propuso, y se encaminó hacia la escala.
Ya al pie del árbol, el hombrecillo penetró en la pulcra, acogedora vivienda que se alzaba bajo el cobijo de su sombra. Después de sonarse la nariz, jovial como siempre, emprendió la investigación de todos y cada uno de los muebles.
—Todo parece indicar —razonó, admirando un recipiente de vidrio esmerilado repleto de galletas que, distraído, incorporó a sus saquillos sin dudar ni por un instante de que lo había colocado de nuevo en su alacena— que Caramon y Tika permanecerán mucho rato en el vallenwood, acaso varias horas. Tengo, pues, una magnífica oportunidad para clasificar mis pertenencias.
Sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, volcó sobre la alfombra el contenido de sus bolsas y, mientras mordisqueaba algunas galletas en un absoluto ensimismamiento, inició el inventario. Lo primero que atrajo su mirada fue un pliego de mapas que le había regalado Tanis. Desenrolló los documentos, uno después de otro, y con un dedo siguió, en una ruta verdaderamente intrincada, los parajes que había visitado en sus innumerables correrías.
—Viajar me ha proporcionado experiencias enriquecedoras —recapituló—, pero ninguna tan grata como el retorno al hogar. Me alojaré junto a esta pareja, instituiremos una familia y yo, al fin, gozaré del merecido solaz. Incluso me asignarán un aposento privado en el nuevo refugio. Caramon así me lo prometió. ¿Qué es esto? —cambió de pronto el voluble hombrecillo, prendidos los ojos de uno de los documentos cartográficos—. ¿Merilon? Nunca oí hablar de una ciudad con ese nombre. Me gustaría saber qué aspecto tiene…
—No, Burrfoot —replicó el Tas maduro, sosegado—, se terminó tu época de trotamundos. Tu acervo de historias para relatar a Flint está más que completo. De manera que a partir de hoy olvidarás esa inquietud de adolescente y te convertirás en un respetable miembro de la sociedad. A lo mejor hasta te nombran alguacil «honorario».
Recogiendo el mapa que había excitado su curiosidad, perdido en una ensoñación en la que ya desempeñaba las funciones de su cargo —sin meditar, claro está, que pocas funciones había de ejercer dada la apostilla con la que él mismo había rematado el título—, cerró el alargado estuche y se enfrascó en el recuento de sus tesoros.