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—Una pluma blanca de pollo, una esmeralda, una rata muerta… Por cierto, ¿de dónde la saqué? No importa, sigamos: un anillo tallado en forma de hojas de enredadera, un dragón dorado en miniatura que, hagamos un inciso, no he depositado yo en mi bolsa, un fragmento de cristal azul, un colmillo reptiliano, pétalos de rosa Hiemis, una pata de conejo de esas que llevan los niños a modo de talismán y… ¡Caramba! Aquí están los planos del ascensor mecánico de Gnimsh y también un libro, Técnicas de la prestidigitación para pasmar y deleitar. ¿No es increíble que la casualidad haya puesto en mis manos algo tan útil? ¡Oh, no! —se lamentó—. ¡Otra vez el brazalete de Tanis! No me explico cómo se las arregla el semielfo cuando no estoy a su lado y rescato todo lo que él extravía. Es demasiado descuidado. Me asombra que Laurana se lo consienta.

»Parece ser que no queda nada —continuó hurgando en el saquillo por si quedaba algo—. Cada uno de estos artículos evoca una vivencia apasionante, entrañable. Y, a propósito de vivencias, son muchas las que me vienen a la memoria, tantas que me hago un lío al rememorarlas. He conocido a varios reptiles alados, navegado en una ciudadela flotante —enumeró—, roto un Orbe de los Dragones, incluso me he transformado en ratoncillo y, como colofón de todas estas maravillas, he trabado íntima amistad con el mismísimo Paladine.

«También he vivido instantes de tristeza —reconoció—, pero su carácter negativo se disipó hace tiempo y no ha dejado más huella que un dolor casi imperceptible en este órgano infatigable —se refería al corazón, y se presionó en el pecho con los dedos—. Añoraré mucho mis andanzas pasadas, la vida errabunda, y quizá aún me animaría a hacer alguna escapada si mis compañeros no se hubieran aposentado. Sin embargo —se sermoneó al advertir que su mitad irracional comenzaba a entusiasmarse— en lugar de intentar arrastrarles, lo que he de hacer es imitar su ejemplo y llevar una existencia feliz, placentera. Si consiguiera el puesto de alguacil honorario llevaría a cabo actividades fascinantes…».

Se interrumpió porque en su postrera exploración de los saquillos, escondido entre sus pliegues, había tanteado algo. Se trataba de un artículo de reducido tamaño, que debió de haber quedado oculto en el forro antes de que el hombrecillo invirtiera la bolsa y no cayó, por consiguiente, con el resto de los enseres. Tirando de él, Tas lo sacó al exterior y lo sostuvo en la palma de una mano, no sin dar un respingo al identificarlo.

«¿Cómo ha podido Caramon cometer esta negligencia? ¡Ni siquiera se ha percatado de que ya no lo tiene! —se escandalizó mentalmente—. Aunque he de decir en su descargo que, en las últimas etapas de nuestro viaje, eran muchas las preocupaciones que le abrumaban. Le comunicaré mi hallazgo y él decidirá si conviene restituírselo a Par-Salian».

Tan concentrado estaba en estudiar aquel colgante liso, sin atractivo de ninguna especie, que no reparó en que su otra mano, actuando por propia iniciativa, puesto que él había renunciado a la vida aventurera, burlaba su vigilancia y se cerraba sobre la funda de los mapas.

—¿Cuál era el nombre de aquel burgo? ¿Merilon?

Era alguno de sus dedos el que había solicitado tal aclaración, en secreto coloquio con los demás, ya que Tasslehoff no sentía ningún deseo de desplazarse de un sitio a otro como las tribus nómadas. Sin hacer indagaciones para desenmascarar al culpable, ni sorprenderse por haber recuperado aquellas piezas que le arrebatasen en un mugriento calabozo —quién se las dio y en qué circunstancias es un enigma impenetrable de los múltiples que figuran en los anales de Krynn—, el kender fue mudo testigo de las manipulaciones de su mano, que se apresuró a atiborrar de nuevo los saquillos.

Puesta ya a buen recaudo toda su colección, la furtiva y afanosa mano suspendió una bolsa de los hombros, anudó dos o tres al cinto e introdujo una más en el interior de los calzones rojos, que, llamativos y nuevos, vestía su desobedecido amo.

Con idéntico desacato, los ágiles dedos comenzaron a activar los resortes de la joya opaca y sin interés hasta trocarla en un cetro de prodigiosa belleza, pues a sus titilantes incrustaciones se sumaba el embrujo de la magia.

—Cuando hayas concluido —regañó Tasslehoff a la desvergonzada mano—, te quitaré el ingenio y se lo entregaré de inmediato a Caramon.

—¿Dónde se ha metido Tas? —inquirió Tika, dejándose acunar por los cálidos y fuertes brazos de Caramon.

El hombretón juntó su mejilla a la de su esposa y, mientras besaba los rojizos bucles, musitó:

—No podría garantizarlo, pero tengo la vaga impresión de que ha farfullado algo acerca de esperarnos en casa.

—O, lo que es lo mismo —bromeó la mujer—, a estas alturas ya no nos queda ni una cuchara.

El guerrero sonrió y, sujetando el mentón femenino con dos dedos, le dio un beso prolongado, sentido, en los labios.

Una hora más tarde, todavía entre arrullos, la pareja caminaba a través de las estancias de su futura vivienda, delimitadas por tabiques a medio construir. Mientras paseaban, Caramon señaló las mejoras que quería hacer ahora que era capaz de planear su tarea.

—Ésta será la habitación de nuestros hijos pequeños, al lado de la nuestra —especificó—, y en la más apartada instalaremos a los mayores. No, dividiré el espacio en dos alcobas. Varones y hembras se sentirán más a sus anchas separados. A la izquierda, la cocina en la parte trasera, el habitáculo de Tas, para respetar su independencia, y en la zona más soleada, se hospedarán los invitados, Tanis y Laurana…

Enmudeció al llegar a la única dependencia que había terminado, aquella con el emblema de los nigromantes tallado en una insignia que, caprichosa, se columpiaba en la brisa. Tika le miró y su rostro risueño, ruboroso, asumió una máscara de pálida seriedad.

Caramon alargó una mano, desprendió la placa de su gancho y examinó unos minutos su superficie antes de alargársela, afable, a su esposa.

—La confío a tu custodia —susurró, palpable su emoción—. Sólo te pido que no la destruyas.

—No lo haré. —La posadera escrutó los rasgos de su marido, rozando tímidamente los cantos de la insignia y el símbolo arcano en ella inscrito—. ¿Vas a contarme lo sucedido, Caramon?

—Algún día —aseveró el aludido, al mismo tiempo que la envolvía en un abrazo y la estrujaba, amoroso—. Algún día —repitió y oteó la ciudad que, a sus pies, se desperezaba antes de empezar una nueva jornada.

Mientras jugueteaba con los seductores rizos de su mujer, vislumbró, a través de las tupidas hojas del vallenwood, el tejado de la posada. Oyó un murmullo de voces, unas alegres, refunfuñantes otras, todas adormecidas, e impregnaron su olfato los aromas de las hogueras que, transportados por el viento, invadieron el valle. Así, difuminó el fresco verdor una bruma que propagaba un mensaje de vida en su olor a leña y alimentos.

Caramon abrazó el cuerpo de su dama y, sumergido en el halo de plenitud que exudaban todos sus poros, notó cómo el amor surgía de su ser para brillar eternamente, más níveo e impoluto que la luz de Solinari o los fúlgidos resplandores de un globo cristalino, un puño de bastón de mágicas cualidades.

Suspiró, pesaroso por lo que podría haber sido, pero con la complacencia que otorga la perspectiva de una dicha perenne.

—No hay nada por lo que deba perturbarme estoy en casa —concluyó.

Votos nupciales

(Repetición).

Pero tú y yo, atravesando ardientes praderas, caminando en la oscuridad de la tierra, confirmamos a este mundo, a estas gentes, los cielos que les dieran vida, los vientos que nos despiertan, este nuevo hogar en el que estamos. Y todo se hace más importante tras la promesa de una mujer y un hombre.