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Desde el principio, eludimos cualquier cuestión profesional. Esto, en sí mismo, era un progreso notable, aunque debimos empezar debatiendo acerca del clima y de lo fastidioso que es el paraguas. La felicité por su inglés, en el que apenas se notaba ese inconfundible acento con que los franceses suelen deformarlo. Lo dije, aproximadamente, con la misma crudeza que acabo de emplear. Ella, sin embargo, dejó escapar una risita, cerró los ojos, se arrebujó en su gabardina y gorjeó:

– Thank yau, sir.

– !'m nothing of a sir.

– Really?

De verdad, aseguré, y me dio la sensación de que ella entendía lo que yo quería sugerir. En esto los organizadores estimaron que allí estábamos todos, o todos los que iríamos a la recepción. En un rincón vi al calvo y al chansonnier. Éste se explicaba aparatosamente con ayuda de las manos y el otro asentía, en silencio. Intuí que Véronique no era feliz por tener que viajar en su compañía. Cuando emprendimos la marcha, hice por separarnos lo más posible de ellos y ella me secundó.

Por las calles de la ciudad, cubiertas de lluvia, Véronique y yo seguimos sin hablar del seminario. Continuamos con los idiomas. Me reveló con embarazo que había estudiado el mío, pero que se le daba muy mal. Quise oírla diciendo algo en él, y talvez quise también que se sonrojara, pero no insistí. Respecto del francés, manifesté sin pudor que una de las razones que me habían impedido tomarme la molestia de aprenderlo debidamente era lo afeminado que me sonaba en labios masculinos. De nuevo se rió. Destaqué sin embargo lo bello que era cuando una mujer decía algo en francés, aunque fueran sólo los transbordos que podían hacerse en una estación del metro. Aquí soltó una carcajada.

No me detuve y declaré que en la voz de ella, por ejemplo, no me cansaría nunca de escucharlo. Le pregunté si no sabía nada de Rimbaud o de Verlaine (alguien me dijo un día que los aprenden de memoria en las escuelas). Meneó la cabeza y se ruborizó por fin.

Luego la sondeé sobre otras cuestiones. Sobre si le gustaba ser Juristin, como los alemanes le habían puesto en la lista, y sobre si le gustaba serlo para un banco. Se encogió de hombros y me devolvió la interrogación. Negué con rotundidad y proclamé que a mí sólo me gustaba tocar el haut-bois. Abrió mucho los ojos, que era más o menos lo que yo había premeditado, y se asombró de que supiera tocar el oboe.

– / cannot -deshice mi embuste.

– So… -balbució, desconcertada.

Entonces, era evidente que yo había fracasado en la vida, concluí abruptamente su frase.

– You are nal serious -se quejó.

– Yes, I am.

Tan serio como nunca podría imaginar, aunque había escogido el oboe, eso he de admitirlo, como podía haber escogido la trompa. Me percaté de que no me captaba y estuve tentado de proclamar ante ella mi soberano desprecio hacia la protección jurídica de los inversores en los modernos mercados de capitales. Si son especuladores que apuestan al riesgo de los tipos de cambio o de interés, yo no movería un dedo para obstruir a quien quisiera estafarlos. Si son ahogadores de poca monta, tampoco me quita el sueño. Velar por el puñado de higos de un pequeñoburgués, mientras alguien mata a niños mendigos para arrancarles la médula ósea, es un empeño de segundo orden.

Pero ninguna de estas cosas podía compartirlas con Véronique. Traté de sacarla de la estupefacción a que la había conducido y regresamos a otros asuntos menos resbaladizos. Las nubes que se agitaban sobre nuestras cabezas, mientras anochecía, me ayudaron a construir la ilusión de estar paseando con ella por los Campos Elíseos, donde habríamos podido sentarnos en un banco cualquiera a esperar a que nos cayera encima la noche. Fue un segundo que valió por todo el día. Porque era consciente de que nunca tendría una amante francesa y este breve espejismo, con un poco de tesón, podía deformarlo hasta cubrir, acaso, aquel hueco irreparable en mi existencia.

En el Ayuntamiento nos recibió la teniente de alcalde. He de apuntar que nos habían agrupado alrededor de los intérpretes para que éstos nos fueran descifrando el discurso de la mandataria municipal, una mujer de edad y bastante enérgica. A mí me habría correspondido irme con alguno de los traductores al inglés, pero me quedé con la única que traducía al francés para estar al lado de Véronique. Aunque ello supusiera tener que sufrir otra vez la cercanía de sus dos compañeros.

La teniente de alcalde no se complicó. Nos largó las fórmulas de rigor y se apresuró a declarar abierto el cóctel. Bajó del estrado y el grupo de los franceses, es decir, el mío, resultó ser el que tenía más a mano. Se dirigió a nosotros en alemán, excusándose por desconocer el francés. Sólo hablaba inglés, se lamentó, como si fuera algo reprobable. Mientras la intérprete traducía para los franceses, la felicité en inglés por el buen estado del viejo edificio que albergaba el consistorio. La teniente de alcalde quedó algo extrañada, sin duda porque mi inglés no sonaba afrancesado.

Tuve que desmentir por enésima vez que fuera italiano y en cuanto le informé de mi verdadera procedencia ella me relacionó las diversas playas de mi país donde había estado de vacaciones.

Entonces, ignoro cómo, se produjo el acontecimiento absurdo que me estropeó la noche. Inopinadamente, me enredé en una aburrida conversación con la teniente de alcalde. Aburrida para ambos, porque al final fue ella quien se me sacudió de encima: me invitó con gesto brusco a que fuera a agenciarme algo del buffet y adujo, con no menos brusquedad, que ella debía atender al resto de sus invitados. En ese momento miré a mi alrededor y vi que todos los franceses se habían ido, llevándose a Véronique. Me encaminé hacia el buffet y me serví tres puñados de ensalada, a toda prisa. Busqué a Véronique. Estaba, junto con sus dos compañeros y el funcionario griego, tomando su refrigerio de pie, en torno a una mesita en la que sólo había espacio para cuatro. Con resignación y un tanto de ira, comprendí que tendría que buscar otro sitio. Mi compatriota y el abogado del bufete belga estaban también en mesitas atestadas. Para ser exactos, casi todas las mesitas estaban atestadas, salvo una en la que había dos oscuros personajes. Pero no tenía elección. Fui hacia allí y me humille preguntándoles si les importaba que me uniera a ellos.

Sobre las dos horas que siguieron, es mejor que no me extienda. Uno de mis compañeros de mesa era un inglés cordial, pero estuvo demasiado afanoso por relatarme lo bien que lo pasaba todos los veranos en Tenerife, isla que cometí el error de desvelarle que había visitado. El otro era un funcionario alemán del Ministerio de Finanzas, de aspecto siniestro y taciturno. A pesar de todo, creo que debía ser una buena persona. Su inglés no era fluido y este pequeño detalle pudo empeorar injustamente mi impresión.

Durante la primera hora vigilé a Véronique, que estaba en la otra punta de la sala y de vez en cuando me dedicaba una sonrisa. Luego algo me distrajo, y cuando volví a acordarme de ella, su mesa estaba vacía. En realidad sólo quedaban en la sala unas veinte personas, y de éstas la mitad, incluidos mis compañeros de mesa, despejaron rápidamente.

Entre los que resistían, aparte de mí (por nada, para nada, ahora que ella se había ido), se contaban los organizadores, un ponente y un par de mujeres de treinta y tantos años. Me acerqué a mi compatriota, que charlaba con una muchacha muy atractiva, aunque su rostro estaba marcado por las cicatrices de lo que debía haber sido un virulento acné juvenil. Me la presentó como Ulrike y como una de las secretarias del Instituto. La chica hablaba un cuidado inglés y chapurreaba con gracia mi lengua.

Alguien propuso ir a tomar cerveza. Animado por mi compatriota, me dejé llevar. Pronto reparé en que todos, quitándonos él y yo, eran alemanes. Fuimos a una cervecería bávara y pedí lo mismo que Ulrike. Hablaban en alemán, así que yo entendía una quinta parte de lo que se decía. Me abstraje en la cerveza. Mientras tanto, pensaba en lo difícil que iba a ser conseguir a Ulrike. A todos mis intentos de aproximación respondía con una distante urbanidad. Me gustaba porque era la única mujer hermosa que había en la mesa, porque eran las once de la noche y porque me sentía solo y sin esperanza. Pero también porque era la única joven, la única que podía estar limpia de esa mugre que a todos nos va amontonando encima el tiempo. No le eché arriba de veintiún años. No excluía que se hubiera acostado con todos aquellos tipos, pero también era verosímil que estuviera allí, aguantando cómo se emborrachaban, sólo porque había asumido que era una servidumbre aneja a su empleo en el Instituto. Mantuve a duras penas mi dubitativo cortejo, que ella toleró sin desairarme y a la vez sin darme la más remota oportunidad. Cuando llevaba ya tres cervezas encima, aunque la deseaba como un demente, resolví dejarla en paz. Si tenía que sufrir la carga de decorar las celebraciones de sus jefes, me parecía inmundo hacerle soportar también el asedio de un descolgado como yo. Si estaba liada con el director del Instituto, un tipo de 1,90 que bebía cerveza negra de cuarto de litro en cuarto de litro, no valía la pena que por un capricho de última hora me jugase que me partieran la cara.