Выбрать главу

Más o menos entonces me di cuenta de que una de las treintañeras, una tal Birgit que trabajaba no recuerdo para quién (por ahí tengo su tarjeta), insistía en trabar conversación conmigo. El ritual que siguió puede y debe ser resumido. Se obstinó en que bebiera de su cerveza, de algún tipo especial, y yo acabé tomándome casi toda la jarra. Pedimos otras dos, mientras los demás se iban marchando (Ulrike por cierto, se fue con el director y mi compatriota, dejándome con la duda y echándome una mirada que quizá fuera de piedad). Bebí lo suficiente para pasar por alto el hecho de que aquella mujer, Birgit, no me gustaba en absoluto. Ni su cuerpo, ni su cara, ni la forma en que se me había acercado. Llevaba los ojos mal pintados, su pelo era de un color ambiguo y los dedos de sus manos algo cortos. Detesto las manos de dedos cortos.

La elección de su hotel (a un par de manzanas del mío, donde tenía lugar el seminario) fue más o menos forzada por la convención que adjudica al hombre las incomodidades que sean necesarias. Tenía una habitación grande, una cama grande, y sólo cuando la tuve de pie ante mí me di cuenta de que también ella era demasiado grande. Me hundí en aquella mujer y lo que más me hirió fue que no sentí que ella fuera más vieja. Era viciosa y metódica, pero nada de lo que hizo me asombró ni me dio más asco de lo corriente. Todo fue, en realidad, al revés. Cuando salí al pasillo ella se quedó tranquila, desahogada, fumando y lanzando el humo hacia el cielorraso. Yo, en cambio, me deslicé hasta el ascensor cargado de remordimientos.

Caminé hasta mi hotel bajo la lluvia, por las calles desiertas. Mientras pasaba junto a la Opera, hube de confesarme que todo había salido de la peor manera posible. Una vez más, a la escala que correspondía a los minúsculos sucesos de aquella jornada, había trazado el deplorable itinerario de renuncias en que se basaba el argumento de mi vida. Primero me había enamorado de Véronique. Un sentimiento improvisado y volátil, pero cierto. Por atender algo que no me importaba, la había perdido, de la manera más estúpida. Después de desistir de ella, había implorado el remedio de Ulrike, a quien no amaba, pero con quien podría no haber sufrido mi amor propio. Había porfiado lo justo, sabiendo que era una tentativa infructuosa. Al final, me había ido con Birgit, y había fingido que lo que le entregaba era algo más que el resto podrido de lo que había querido y no había podido hacer antes. Con todo, Birgit había tenido lo que pretendía, o eso me había hecho creer. Yo. para variar, no tenía nada.

Cuando me acosté, ya no estaba borracho. Cerré los ojos y vi la sonrisa triste de Véronique. Luego fantaseé despierto sobre lo que Ulrike hubiera podido ser y ya nunca sería. Lo único que soñé, hasta la extenuación, fue la pesadilla realizada de ahogarme entre los brazos de Birgit.

Es la una de la madrugada. He dejado de escribir durante un rato. Me dolían los ojos, la cabeza, e] vientre. Éste es el último folio y no quería llenarlo de cualquier forma. En los folios que he escrito hasta ahora he contado algunas cosas que ilustran el propósito de esta carta, pero soy consciente de que no he llegado a expresarlo con precisión. He narrado lo que ha sucedido en estos días, porque se entienda cómo me siento en este ínstame. He narrado algo de lo que sucedió antes, para que pueda conocerse mejor quién soy y por qué. Pero falta lo esencial.

El sueño de Katia es quizá, de cuanto antecede, lo más importante. Como muchas otras veces, en esta noche el peso de su falta se impone a la desdibujada realidad de lo que veo y toco. Lamento muchos de los acontecimientos que he provocado o me han ocurrido, pero a pesar de los años, nada me angustia más que la crueldad con que ella me rechazó y la necedad con que yo hice su rechazo irrevocable. Otros se han encadenado a sus sueños, y con ayuda de su recuerdo han enfrentado los golpes más salvajes, las traiciones más imprevisibles, las noches más oscuras. La secreta esperanza de que existan en alguna región escondida y de que allí les estén aguardando, los ha serenado al borde del abismo. Yo, por contra, sé dónde está Katia y sé que no me aguarda.

Acaso sorprenda que le conceda tanto valor a un hecho irreal. A mí no me sorprende. A ratos, dudo si yo mismo no seré también un personaje ficticio. Puede que todos, en definitiva, seamos más invención que sustancia. Si se me permite apostar, apuesto que cada uno se inventa a sí mismo y que nunca le presta al asunto la atención que debiera.

Mientras descansaba, he puesto la televisión. He estado viendo un programa bastante desalentador, sobre las pruebas psicológicas que les hacen a los conductores alemanes a los que se les ha retirado el permiso por circular ebrios. Si no pasan las pruebas, no les devuelven el permiso. Casi todos son alcohólicos, naturalmente, pero han de convencer al psicólogo de que han superado su adicción. Sólo una cuarta parte lo consigue. Los demás, los suspendidos, han de aguardar tres meses antes de volver a ser examinados. Rompía el corazón la imagen de un fornido camionero berlinés, tras su tercer resultado adverso, llorando y golpeando la pared mientras tartamudeaba que nunca sería capaz de recobrar su permiso ni su trabajo. Era el vivo retrato de la fatalidad, la dolorosa encarnadura de la impotencia. Uno teme, aunque quizá prefiriese creer ciertas consignas, que Dios no es muy compasivo con los caídos, desde Luzbel hasta el camionero de Berlín.

Esta mañana he asistido a las ponencias finales y a las conclusiones del seminario. Somnoliento como estaba, he necesitado de todo mi cerebro para mantenerme al tanto do lo que se decía y apuntar lo que pudiera interesar en Madrid. Después de los agradecimientos y la despedida oficial, hemos desalojado la sala de conferencias. En los pasillos, he dado mi tarjeta a todos los que me conviene que la tengan y he obtenido la de lodos aquellos cuya tarjeta me conviene a mí tener. Entre ellos, y lo admito con bochorno, estaba el funcionario griego. Algunas personas que deseaban disponer de algún contacto en mi país se han visto forzadas a efectuar la misma transacción conmigo. Les gustase o no, era el único que estaba a mano allí.

En un momento en que me he quedado solo se ha acercado Birgit. Me ha dado su tarjeta y no me ha dejado decir nada. Tampoco ha consentido que le diese la mía. Se ha ido sonriendo, después de apretarme las manos y mirarme haciéndome notar los diez anos de diferencia, insultantemente a su favor.

He comido por última vez con Véronique. Su avión salía a las cuatro y media. Por tanto, no ha habido mucho tiempo. Hemos hecho votos de mantener una comunicación que no mantendremos y la he invitado a tomar café. A ella y a los otros dos. Cuando han intentado fraccionar el importe de la factura, me he apoderado de ella y les he disuadido bruscamente. Aun arrostrando lo que hubiera que arrostrar por haber tomado el café con aquellos dos sujetos, no podía permitir que nuestro último acto común (entre Véronique y yo) fuera juntar monedas sobre una mesa. He firmado la factura y he pedido que la cargaran en mi cuenta. En rigor, será el banco quien les invite.

El día anterior, durante la comida, nos había servido una camarera italiana. Yo había pedido algo en alemán, pongamos que una cuchara. Al traérmela, me había dicho en mi idioma:

– Su cuchara, señor.

Su acento me sonó sudamericano. Le pregunté si procedía de aquella zona (tenía la tez muy morena y sus facciones me parecieron aindiadas). Denegó con la cabeza, complacida. Nos contó que había nacido en Napóles y que había trabajado en Brasil, Venezuela, Inglaterra, Suiza y algunos otros sitios que no recuerdo. Dominaba también el inglés y el francés y charlamos durante cinco minutos en una mezcla de cuatro lenguas. Aparentaba unos cuarenta años. Era una mujer inusualmente cálida.