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Al vernos marchar, este mediodía, la camarera italiana nos ha parado para despedirse. Yo he dicho que me quedaba un día más y se ha dirigido a Véronique. Tras desearle suerte y buen viaje le ha señalado una rara figurilla que llevaba al cuello y le ha preguntado:

– Mexique?

– Oh non. Equateur.

Mientras aclaraba el origen del colgante, he visto a Véronique sonrojarse por última vez. La pregunta de la italiana había atraído todas las miradas, incluida la mía, hacia su escote. Tenía la piel pálida y pecosa, como la de la cara.

Sé que no debe apretarse la mano de una dama, ni cuando te la presentan ni cuando te despides de ella. Así que no he apretado la de Véronique. En cuanto ha desaparecido de mi vista he rebuscado su tarjeta entre las que me había ido guardando por la mañana en el bolsillo de la americana y la he roto en mil trocitos. Las de sus compañeros las he arrojado a la papelera sin romperlas.

Del paseo de esta tarde con mi compatriota, bajo una lluvia intermitente, poco hay que relatar. Si acaso, que unos zapatos domados hace meses me han producido unas rozaduras tremebundas. Al principio me ha extrañado, pero luego he comprendido. En Madrid, el día que partí, había cerca de cuarenta grados. Aquí esta tarde apenas pasaban de diez. Por otra parte, hoy hemos andado mucho más de lo que anduve yo solo cualquiera de los días anteriores. Ésta es la clave del enigma: mis pies se han contraído, con el cambio de temperatura, más deprisa que los zapatos. Mientras éstos conservan su tamaño estival, los pies, reducidos a su tamaño de invierno, bailan en la horma. Ese vaivén, sostenido durante una larga caminata, me ha producido las rozaduras. Es curioso que los pies mengüen más deprisa que los zapatos cuando el frío cae de repente sobre ambos. Al pensarlo se me ha antojado que también la vida se empequeñece más deprisa que nuestra percepción de lo bueno y de lo justo. Tal vez si todo se empequeñeciera al mismo tiempo no nos rozaría como nos roza. Viviríamos nuestras vidas mutiladas con una percepción disminuida y estaríamos conformes con nuestro destino.

Otra pausa. Esta vez para ir al cuarto de baño. He estado mirándome al espejo, a la luz del fluorescente. En casi todos los momentos señalados de mi vida ha habido un urinario. Cuando era un muchacho y estaba en alguna fiesta, persiguiendo a alguna adolescente esquiva, o emborrachándome después de haber sido esquivado, siempre me iba al servicio. Orinaba y me miraba en el espejo. Luego, en otras mil circunstancias, por otras mil razones, he seguido con esta costumbre. En mitad de todo, me he apartado y me he ido al urinario. La luz de los urinarios siempre es singular. Las he conocido muy blancas, rojas, ultravioletas. En todas ellas es difícil ocultarse. Sabes quién es el que está en el espejo, y también si la noche ha muerto o le queda algún resquicio. En el cuarto de baño de un hotel, lejos de casa, la clarividencia resulta demoledora. He estado contemplando al hombre del espejo y le he tenido una lástima infinita.

Ha llegado el momento de decirlo. No quiero estar aquí: ni en este hotel, ni entre la gente que lo ha estado ocupando hasta hace unas horas, ni haciendo esta tarea ínfima que hago y en la que tienden a condensarse mis días. No quiero volver a sentarme en mi despacho, ni dictarle cartas a mi secretaria, ni preparar informes, ni redactar contratos. No quiero que Natalia esté esperándome mañana, no quiero ir a ninguna boda más y a la mía menos que a ninguna otra. Me gustaría poder deshacerlo todo y retroceder al momento en que nada de esto existía. Pero mi protesta no debe ser mal interpretada. Si tengo algún rencor, no es hacia ellos, sino hacia mí, por dejar que entrasen. Ellos, desde mis jefes hasta mi novia o su padre arquitecto, no han cometido otro pecado que el de dejarse engañar por mi impostura. Las ofensas de que hayan podido hacerme objeto no son nada al lado del daño que yo mismo me he infligido convirtiéndome en aquél a quien todos ellos conocen. Yo soy el único culpable y nadie más que yo tiene que pagarlo.

Si pudiera otorgárseme, pediría pasear con Katia por el jardín de su casa, antes de que la guerra lo devastase, en una indolente tarde de verano. Pediría flotar a la deriva en un bote sobre las quietas aguas de un estanque, escuchando el Stabat Mater en un viejo gramófono. Pediría también, probablemente, morirme como Giovanni Battista Pergolesi, con sólo veintiséis años, habiendo desentrañado el misterio de la música.

Nada de esto está a mi alcance, ni lo estará ya nunca. Que nadie exija a un hombre cuyas peticiones fundamentales no pueden ser atendidas que se esfuerce en sobrevivir. Que nadie derrame una sola lágrima cuando me vaya. Si alguien ha cometido la equivocación de tenerme algún aprecio, lo que le toca es alegrarse de que mi vergüenza concluya. A quien pueda resultarle difícil, le sugiero que alternativamente me considere un loco irresponsable que debe ser olvidado cuanto antes.

Ya sólo me queda un tercio de la segunda cara del último folio. Lo que precede, en mi opinión, basta y sobra. No obstante, no escatimaré la última vuelta de la tuerca. Mañana he de viajar a Dusseldorf, subir a un avión a las 15.35, llegar a Madrid a las 17.40, pasar a recoger a Natalia sobre las ocho. Si no se cumple el plan previsto, autorizo a V.S. a deducir que fue mi voluntad truncarlo.

En el momento en que escribo estas líneas, disto de haber tomado una decisión. Desde ahora hasta mañana a las ocho puedo decidir en el sentido que indica lo que he puesto en estos folios: también puedo decidir en el sentido contrario o no decidir nada. En todo caso, lo que suceda debe serme imputado. Tal es mi voluntad y por eso llevaré encima esta carta. Sólo arriesgo que quede libre alguien que aproveche para eliminarme (y a nadie he perjudicado hasta el extremo de moverle a pretenderlo, que yo sepa). A cambio, exculpo a cualquier inocente conductor que pueda arrollarme y a los fabricantes de todas las máquinas que habré de utilizar y puedan servir para ayudarme a desaparecer.

Es mi deseo que mi cuerpo sea quemado y que nadie publique esquelas en mi memoria. No quiero dejar ninguna huella. Tan pronto como hayan cumplido con su finalidad, ruego que quemen también estos folios. Vale.

MADRID

Madrid, 13 de junio de 1994

Sr. Juez (auf wiedersehen, HerrRichter):

El nueve de mayo de 1966. en Los Ángeles, California, poco antes o poco después de la medianoche. Edward Kennedy Duke Ellington tocaba al piano Black and Tan Fantasy. William Cat Anderson y Charles Cootie Williams le acompañaban con sus trompetas. Lawrence Brown empuñaba uno de los trombones. Johnny Hodges el saxo alto. Jimmy Hamilton el saxo tenor y Harry Carney el saxo barítono (los dos últimos, alternando con el clarinete). Había otros, cuyos nombres me da pereza copiar aquí. Hasta donde me atrevo a asegurar, porque disto de ser un experto y he de guiarme por lo que leo en la carátula de un disco compacto. Brown. Williams. Hodges y Camey ya estaban con Ellington en 1940. Las primeras apariciones de Anderson y Hamilton datan de 1945.

En más de dos décadas, todos ellos habían debido tocar aquella pieza cientos, acaso miles de veces. Pero si se compara esta grabación con las de los años 40. se observa una mayor profundidad en los bajos y más audacia en los solistas. En general, el sonido de todos los instrumentos es más vigoroso y decidido. No es sólo que la superior calidad técnica del registro de lo que sonó aquella noche de 1966 permita apreciar mejor algunos matices; se me antoja que aquellos hombres envejecidos ya no tenían ni la complacencia ni las ganas de complacer de veinte años antes. Las notas, desde el brusco inicio, con Duke aporreando la zona grave de su piano como quien le arreara a un tam-tam, inquietan el oído más que lo agasajan. Como excepción, únicamente pueden reseñarse algunas intervenciones de Hamilton y Hodges, si es que distingo bien. Los solos de trompeta, por el contrario, son salvajes y ensañados. Especialmente desgarrador resulta el del final, el que concluye tejiendo las notas de la marcha fúnebre que cierran la composición, con toda la orquesta unida a su quejido.

El piano de Ellington aglutina a todos los demás con hondura y medida, lejano del despreocupado virtuosismo de los viejos tiempos. Sirve de contrapunto, sitúa y dirige a los otros, manteniendo en todo instante la compostura desde su atalaya solitaria. Esto es lo que más me llama la atención. Ese piano, apenas protagonista durante unos segundos, que asume sin concesiones la responsabilidad sobre el resto de los músicos, me parece la voz cansada de un hombre que ha alcanzado la conciencia terrible de ser impar, es decir, de estar solo sin remedio y de hallarse cada vez más próximo a pagarlo en ia única moneda que sirve para saldar esa cuenta. Edward Kennedy Ellington tiene sesenta y siete años y le faltan sólo ocho para morir.