Según las biografías oficiales, fue tres décadas (uno o seis meses arriba o abajo) antes de esa noche cuando Eleanor Billie Holiday, la más fascinante cantante de jazz de todos los tiempos, tropezó con la heroína. En aquella fecha imprecisa, apenas contaba veintiún años. Billie moriría a los cuarenta y cuatro, minada por ésa y otras drogas y rodeada de agentes del orden; la última de la larga cadena de humillaciones que fue su vida y que la gardenia que permanentemente llevaba prendida en el pelo no le pudo evitar. Acaso lo que ella creía un amuleto era, en realidad, un emisario del infierno. La madre de un amigo mío murió de una hemorragia interna que se habría podido controlar, o eso pretextaron los médicos, de no haberse hallado bajo un tratamiento contra las varices a base de anticoagulantes, cuyos resultados celebraba entre las vecinas una semana antes de abandonarnos.
Según los cálculos o la intuición de mi madre, el 9 de mayo de 1966 hacía ya tres días que yo habría debido salir al mundo. Esto es cuestionable, como su convencimiento, congruente con tales cálculos, de que había superado ya los diez meses de gestación cuando al fin me sacaron de sus entrañas, cuatro semanas y algunas horas después. Ante mi pasividad, fue un ginecólogo quien determinó que mi día natal fuera e¡ séptimo del mes y el año que componen la cifra abominable de la Bestia. Ignoro, por cierto, si la astrología asigna a esa combinación una significación nefasta, providencial o ninguna en absoluto. De lo que no me cabe duda es de que aquella noche de mayo, mientras Ellington y sus camaradas tocaban en Los Ángeles, California, yo ya era, como poco lo bastante para que, de haberse acostumbrado entonces a hacer ecografías a las embarazadas, mi pilila hubiera persuadido a mi madre de que no podría llamarme Patricia. Algo más, posiblemente.
Escucho Black and Tan Fantasy, en la grabación que acabo de mencionar, incluida en el disco compacto que compré en Bonn el viernes pasado, y no puedo evitar hacer las asociaciones anteriores, aunque no debo descartar que sean ociosas. Sin ir mas lejos, los árabes miden el tiempo de una forma que habría cambiado todas las fechas que quedan indicadas. Es bastante improbable que el modo en que un individuo o una serie de ellos decidieron que apuntáramos cuándo suceden las cosas ejerza en las cosas mismas una influencia digna de ser tenida en cuenta. También es dudoso que entre Holiday, Ellington y yo exista una relación a la que haya que conceder, siendo cartesianos o simplemente objetivos, la menor relevancia. Sin embargo, doy en suponer por un segundo que puede prescindirse de estas objeciones razonables, y me acuerdo de Duke y de Billie y de mi madre y siento, como un estúpido, que esa música revuelve en el fondo de mi alma impresiones importantes y perdidas.
También siento que todo esto tiene mucho que ver con esta carta que le escribo, Sr. Juez, y que tal vez nunca (o tal vez mañana mismo) le llegue. Sin palabras, Black and Tan Fantasy habla del fin, y Duke, y los suyos pudieron notarlo singularmente (es una mera sospecha) aquella noche de mayo de 1966. Con palabras, cantadas cada vez con mayor esfuerzo (en 1958, en Milán, la abuchearon), Billie trató durante años de rehuir el fin. Con palabras y sin ellas, desde el primer balbuceo de mi cerebro hasta este justo renglón, yo he mezclado el escondite con la tentación del fin. En esta carta he estado mirando de frente exactamente eso que todos esquivamos, mientras nos asisten las fuerzas o]a inconsciencia o ia fortuna suficientes. Vuelvo a oír el desaforado graznido de la trompeta que entra para terminar. Estoy escribiendo en el ordenador de casa, en una noche de lunes que deliberadamente arrojo al insomnio. He programado el aparato para que reproduzca Black and Tan Fantasy hasta el infinito. Pero Edward Kennedy Elíington era un hombre grande y sus muchachos eran profesionales veteranos. No quiero corromper su legado intentando que tenga una utilidad espuria. Voy a levantarme para desconectar el aparato y seguir escribiendo en silencio, con el eco de sus notas desvaneciéndose poco a poco, como se desvanece en la memoria el recuerdo de los viejos golpes de suerte.
Aunque sea de modo sucinto, creo que debo referir (ya que estoy aquí y no hecho papilla sobre una traviesa de la Deutsche Bahn } lo que pasó el sábado. Cuando interrumpí la carta en Bonn debían ser las cuatro y media de la madrugada. Me acosté y solicité que la voz grabada me devolviera al reino de los despiertos a las ocho y media. Calculando que mi aseo sería algo más lento que en un día laborable, estimé que ésa era la hora hasta la que como máximo podía dormir, si quería llegar al comedor antes de que dejaran de servir desayunos.
Cinco minutos más y no lo habría logrado. Cuando me presenté en el comedor, cerca de las diez, estaban empezando a recogerlo todo. No obstante, localicé a la camarera italiana y le pregunté si sería posible obtener todavía un café.
– Por supuesto, señor. ¿Poco café y mucha leche?
No recordaba que ella me hubiera atendido durante los otros dos desayunos que había tomado allí. Tan sólo me sonaba que el jueves andaba cerca cuando uno de sus compañeros me había servido y que el viernes me la había cruzado al entrar y me había dado los buenos días. Pero ella, que sin duda estaba más despejada, se había fijado lo suficiente como para conocer mis preferencias.
– Sí, gracias -confirmé, un poco aturdido, y me encaminé hacia el buffet para hacerme con algo de lo que todavía no habían retirado.
Antes de irme me demoré hasta que la camarera, que acababa de entrar en la cocina, volviese a salir. Habría sido una grosería marcharme sin despedirme. Y también me habría perdido una escena que me conmovió de manera insólita.
– ¿Ya se va usted? -me preguntó, al ver que me levantaba.
– Sí. Mi avión sale a las tres y inedia, pero tengo que ir a cogerlo a Dusseldorf. Gracias por todo. Grazie.
La camarera sonrió como si sólo ella supiera por qué sonreía y repuso, con una inclinación de cabeza.
– Di niente.
– Espero volver algún día -improvisé, comprendiendo en el mismo momento en que la pronunciaba que era una frase perfectamente estúpida.
La camarera asintió. Después, midiendo con cuidado su pronunciación de mi lengua, me deseó con afecto:
– Que tenga usted un buen viaje. Que tenga lo mejor y que Dios le cuide siempre.
Por un momento hube de creer en Dios para correspondería, con la poca efusión de que soy capaz:
– Gracias. Igualmente. Hasta pronto.
Salí del comedor con una extraña sensación, que me duró bastante tiempo. E] día era plomizo y la gente con que me encontraba, empezando por la pálida recepcionista que me preparó la cuenta, más bien fría. Pero por encima de todo, en mi mente sobrevivía el desconcertante sentimiento de la italiana. Extranjera allí, como yo, había aprendido el idioma y se había adaptado al ambiente sin desprenderse de su generoso espíritu napolitano. Abstraído, entregué mis maletas para que me las guardasen mientras hacía tiempo hasta la hora ir a la estación. Después, ya en la calle, me figuré que la presencia de la camarera era una merced que alguien, quizá el Dios al que ella había invocado, me otorgaba para impedir que mi soledad, aquella amarga mañana, fuese absoluta.
Tal vez por eso, de los monumentos que me quedaban por visitar, escogí en el mapa la Stiftskirche , bastante próxima al hotel y a la casa natal de Beethoven. Pertenece al culto católico, o sea, al que la italiana mantenía y yo había, por llamado suavemente, dejado de atender. De ese mismo culto había visitado hacía un par de días la iglesia de Münster, más céntrica, y cuyo interior me había decepcionado bastante, aunque no mucho más que el interior de la mismísima catedral de Colonia. Hay algo impropiamente desapasionado en la manera en que los alemanes entienden una religión tan voluptuosa y excesiva como la católica (que no en vano tiene su máximo misterio y la culminación estética de toda su imaginería en eso que se denomina la Pasión ).