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Ésta fue la primera señal. Hace once años llegamos a las ocho, casi anocheciendo, porque Gloria hacía los años en julio, y había que dejar que el sol cayera para que la temperatura fuese agradable en el jardín. Me detuve y reflexioné durante un instante. Entonces, abandonando aquel episodio enredado en las mallas de mi memoria, volví a tener mi edad actual y también se produjo una súbita traslación física. De pronto yo no estaba en el jardín, sino mirando la fiesta desde dentro de la casa, detrás de una gran puerta acristalada. Gloria y los otros charlaban sentados alrededor de una mesa. Desde lejos venía una música que sí podía ser de aquella época. Alguien se acercó por mi derecha.

– Cuánto tiempo -dijo.

Me volví y vi a una mujer de unos cuarenta años, físicamente muy semejante a Gloria, envuelta en un ligero vestido de verano. Llevaba una cadena de oro alrededor del cuello y sus dedos jugueteaban con ella. Aunque reparé en las arrugas que se insinuaban alrededor de sus párpados, y aunque en lo demás sus facciones eran casi idénticas, me pareció no sólo mucho más atractiva que Gloria, sino también más juvenil {mi compañera de clase vestía con cierta gravedad, siempre llevaba pantalones y gastaba una melena bastante más corta que aquella deslumbrante cabellera rubia). Supe al instante que era su madre. También su nombre, inusual e inquietante como la expresión de su rostro: Águeda. Y es curioso que lo supiera, porque de la madre de la verdadera Gloria no recuerdo nada en absoluto.

– ¿No me reconoces? -preguntó.

– Sí -repuse, como si no me asombrara reconocerla.

– Ahora eres un hombre.

– Si quieres llamarlo así.

– Yo soy una anciana -se retrajo, bajando la vista-. Estoy segura de que ya no te gusto.

En aquel mundo, por lo que se deducía de sus palabras, Águeda me había gustado y teníamos un velado pasado común. De aquel pasado poca cosa me atrevía a suponer. Del presente me llamaban la atención un par de cosas inexplicables; que ella siguiera teniendo cuarenta años cuando yo había rebasado los veintiocho, y que conversase conmigo mientras los demás, los adolescentes, celebraban su fiesta en el jardín. Pero había algo cierto e indudable: la madre de Gloria (aquella madre de Gloria) me hechizaba. Y no lo oculté:

– Me gustas más que nunca. Más que nadie de quien ahora me acuerde.

– ¿De veras? -fingió extrañarse, mordisqueando su cadena.

– ¿Dónde has estado durante todo este tiempo? Me has hecho muerta falta -declaré, absorto en sus insondables ojos verdes.

– He estado por aquí, esperando. No imaginas cuánto me alegra que hayas decidido regresar.

Durante medio minuto, ninguno habló. Observábamos a los adolescentes y lamentábamos el tiempo perdido. Yo, circunspecto; Águeda con un gesto de irónica mansedumbre.

– Tu hija sigue siendo la de entonces -dije, al azar.

– Sí, es una buena chica. Mi marido tiene puestas en ella todas sus esperanzas.

Con la última frase de ella irrumpió un personaje inoportuno, alguien cuya sola mención me molestaba de una forma intensa.

– ¿Y qué es de él? -pregunté, con una ansiedad mal reprimida. Tampoco recuerdo nada del padre de la verdadera Gloria, así que sólo podía referirme a otra persona, a quien formaba parte del borroso pasado compartido con Águeda.

– Vive en esta casa. Sale pronto por la mañana y entra tarde por la noche. No dormimos juntos desde que Gloria tenía tres años. No soporta nada de lo que hago, pero soportaría menos la solución que le ofrezco siempre que me regaña. Si ahora cree que todos los vecinos le compadecen, entonces le constaría. En el fondo, su situación mejoraría considerablemente, pero siempre ha sido un cobarde.

– Hay algo que me intriga.

– Qué.

– ¿Es de veras el padre de Gloria?

Águeda sonrió con malicia. Luego se puso seria y contestó:

– No estoy segura. Apuesto que no, pero es posible que lo sea. Lo único que sé es que sí es el padre de su hermano y que no es el padre de su hermana -al decir esto último, volvió a sonreír.

– Eres una desvergonzada.

– Y tú te has vuelto un indiscreto. Antes eras un muchacho muy modoso. Hasta demasiado púdico. Desapareciste como si yo fuera un súcubo.

Águeda pasaba por mi rostro sus largos dedos blancos. Llevaba las uñas barnizadas de una laca transparente y una sortija que no era su alianza. Se había apoyado en mí y ambos atendíamos de reojo a las idas y venidas de la fiesta.

– No estaba preparado -alegué, reconstruyendo lo que había ocurrido al mismo tiempo que lo relataba-. Una hermosa dama secuestrando a un muchacho de la fiesta de cumpleaños de su hija. Me condujiste a la planta de arriba y entonces hiciste aquello. Yo nunca, ni remotamente…

– Eso era lo que me estimulaba -me interrumpió.

– Desde entonces, he recorrido una especie de pared larga y más bien gris -recapitulé-. Una pared larga, gris y casi siempre lisa. Todos estos años me han convencido de que uno debe meter el dedo en cualquier orificio que aparezca en la pared. Aunque al otro lado haya una rata descosa de morderlo. No es lo peor que te muerdan. Lo miserable son los orificios que te saltas y también los que pruebas y están vacíos.

Águeda quedó pensativa.

– ¿Te has saltado muchos orificios? -inquirió.

– Algunos, al principio y también después.

– ¿Y ha habido muchos vacíos?

– Casi todos. Todos.

– Eres un mentiroso -me reconvino.

– Nunca he encontrado nada que mereciese meter el dedo dos veces.

– ¿Nunca has metido el dedo dos veces?

– En alguno que otro. Por desesperación, por debilidad.

Águeda volvió la mirada hacia su hija, imperfecta repetición de sí misma, que se complacía en ser el centro de la fiesta, abriendo regalos, dando y recibiendo besos, agradeciendo a todos su presencia con aquella voz profunda que había servido aceptablemente a los propósitos de nuestra obra de teatro, once años atrás. La voz de Águeda era similar, pero tenía un tono más provocativo. Usándolo, sugirió:

– Ésta es una segunda vez.

– Aunque no tenga que ver con los orificios, sí -admití.

– ¿Es por debilidad o por desesperación?

– Soy débil y estoy desesperado y no te puedo engañar.

– Me gusta que no lo intentes.

– Aparte de eso…

– Calla.

Águeda subió las escaleras, arrastrándome, con la serena elegancia de las mujeres que se suicidan en las novelas de Raymond Chandler para no hacerse viejas y despreciables. Ella había encontrado otro truco para no envejecer; se había recluido en aquella casa encantada y había esperado mi regreso, dando vueltas a la cadena que llevaba en el cuello con su índice tenaz. Siguiendo, sin querer y sin querer evitarlo, la airosa línea de sus pantorrillas, reparé en el motivo por el que Gloria siempre llevaba pantalones: sus piernas eran más bien gruesas. También en esto la aventajaba aquella feroz muchacha de cuarenta años que me guiaba hacia el escenario de nuestra anterior infracción.

– ¿No vendrá él?

– Ya te dije. Viene de noche.

– Hoy es el cumpleaños de su hija.

– Hoy no es otro día que el de tu vuelta. Lo que ves abajo es una fotografía antigua.

– Tienes razón -asentí, al tiempo que lo entendía.

– Siempre que vengas hará sol, tendremos tiempo, él estará fuera. No temas nada. Témeme sólo a mí. Puedo ser una rata dispuesta a morderte.

– ¿Y cuando estés sola?

Águeda percibió, sin necesidad de que yo lo formulase, qué era lo que me preocupaba.

– No puede hacerme daño. No sabe -aseveró, sacudiéndose el pelo con la mano libre, mientras tiraba de mí por el pasillo de la planta superior.

Desde arriba, desde la ventana de su alcoba, también se veía la fotografía de la fiesta. Ahora estaban todos quietos

y la luz era crepuscular. Entre los rostros en blanco y negro divisé mi propio rostro, esto es, el que lo había sido hacía once años.