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– Estoy yo -dije.

– No me lo cuentes -pidió Águeda-, que se mantenía lejos de la ventana. Estás un poco alejado de los otros, con cara de no haber ido a una fiesta, de no haber sal ido de una distante vida interior. Así te vi aquel día, antes de ir a buscarte.

– Fue casi igual que hoy -recordé-. Yo había entrado en la casa y había perdido diez minutos en el cuarto de baño, delante del espejo. Antes de reincorporarme a la fiesta me había quedado tras la puerta acristalada, contemplándoles. Y entonces surgiste tú.

– Entonces me soñaste por primera vez -precisó Águeda-. Pero estabas despierto. Ahora estás dormido. Ahora no me olvidarás. Desde hoy voy a existir como existen tu corazón y tus entrañas. Más incluso. Y si has vuelto habiéndome olvidado, forzosamente volverás cuando te obsesione.

Sus palabras me desconcertaron.

– ¿Cómo tienes esa certeza de que me obsesionarás?

– Me perteneces. Tú me sueñas, pero también yo te estoy soñando a ti.

Se quitó la cadena y la dejó caer poco a poco, eslabón a eslabón, sobre la mesilla. Se quitó los pendientes y los dejó junto a la cadena. Se aproximó a mí. Era fragante y fresca como un clavel recién abierto.

Lo que vino a continuación no me interesa escribirlo. Acaso no convenga siquiera, aunque al respecto no me pronuncio. Yo no soy un pornógrafo, pero tampoco afirmo que ésa sea una afición reprobable. Simplemente prefiero guardar para mí las imágenes, los susurros, sobreentenderlo todo y no arriesgar su inusitada pureza, en el filo entre la dulzura y la lujuria, donde irremediablemente sucede el éxtasis entre los humanos y también entre los humanos y sus fantasmas. Sólo podría narrarlo, si consintiera, con palabras inexactas, inventadas para otros fines (sean los que fueren: el insulto, la bravata, la cirugía). Si es mi limitación, y no me opongo a concederlo así, también es mi privilegio omitir los detalles.

Desde anoche, mi alma está arrebatada por una muchacha pervertida y acogedora. Una muchacha que, al revés que Katia, ha jurado que me aguardará siempre. Dónde y cuándo la hallaré, no puedo adivinarlo. Pero antes de que el camino se acabe Águeda y yo nos soñaremos de nuevo, y ella llevará su vestido de verano y mordisqueará su cadena de oro, conservando la obstinada juventud de sus cuarenta años inmóviles. Mientras tanto, noto junto a mí una presencia invisible. Ella no permitirá que me sienta desvalido cuando lleguen las noches oscuras, las traiciones imprevistas, los golpes salvajes.

Esta noche, en la oficina, antes de venir hacia casa, he ido a los lavabos y he repasado ante el espejo los sucesos del día. Por la mañana, rápida redacción de mi informe sobre el seminario de Bonn. A mediodía, comida con compañeros, más o menos lo de siempre. Por la tarde, felicitación de mi jefe por mi resumen del seminario. A continuación, reencuentro con los asuntos pendientes. Al final de la jornada, antes de desconectar el ordenador, más felicitaciones en el correo electrónico, de tres de las cuatro personas a quienes he distribuido el informe. Las tres desproporcionadas, las tres sin efecto alguno sobre mi vanidad. Soy consciente de que mis informes llaman la atención porque los de los demás no suelen aportar nada que no pueda sacarse pensando durante cinco minutos sobre la materia en cuestión, aplicando el sentido común y efectuando un par de deducciones obvias. Cuando he leído informes de otros sobre seminarios como el de la semana pasada, he llegado a dudar de que hubieran asistido realmente a ellos. No es que los demás sean peores que yo. Sencillamente trabajan menos. Lo que me desorienta es que ellos sí creen, en mayor o menor medida, en todo este montaje.

Ante el espejo he vuelto a preguntarme cómo diablos resulta que yo me esfuerzo más y doy la impresión de tomarme un interés del que carezco. Inercia o docilidad o cretinismo. O las tres cosas.

Mañana he quedado con Natalia, a las dos y media, para comer y transmitirle la fracción para ella comprensible de las razones por las que he resuelto dar por finalizada nuestra relación. Presiento que llorará, aunque procuraré dañarla lo menos posible. Es lo justo, porque ella nunca me ha hecho daño a mí. No le propondré que sigamos siendo amigos. A Natalia no me importaría verla de vez en cuando, suponiendo que ella transigiera, pero no quiero volver a saber del arquitecto y me malicio que é! tampoco querrá volver a saber de mí.

Aparte de esta medida, que no pasa de constituir la mínima decencia exigible en relación con alguien a quien nunca debí implicar en mi descarrilamiento, no es previsible que nada vaya a cambiar de forma significativa. Estoy donde estoy y como estoy, y todo está donde está y como está: irreversiblemente degradado, mustio, pasado de fecha. Podría tratar de construir espejismos, pero he de ser congruente con la realidad que me enseñan los sentidos y la razón. Los espejismos sirven para lo que sirven y cuando sirven (y sobre todo, nunca son como uno se empeña en hacerlos). Lo cierto es que duermo mal, que el pelo se me cae y que tengo canas sobre la frente y hacia el occipucio. Las ninfas de piernas interminables que infestan las portadas de las revistas y se hacen millonarias sonriendo, los tenistas que ganan los torneos y se hacen millonarios prendiéndose nombres de marcas en la camiseta, tienen casi diez años menos que yo. Mis principios me impiden considerar que nada de lo que esas personas hacen sea importante, pero también me obligan a reconocer que lo que yo he hecho es irrisorio. A esto debo sumar que me queda menos tiempo que a ellos y que dispongo de menos medios materiales para tratar de redimirme. He traspasado el umbral, esa línea invisible que separa las vastas posibilidades de la estrecha resignación. A unos les ocurre antes, a otros les ocurre después. En ningún caso tiene remedio.

El futuro tampoco me alienta. Continuaré en el banco, en éste o en otro, viendo cómo mi sueldo ya no aumenta en progresión geométrica (o sí, qué más da). Me tropezaré inexorablemente con alguien como Natalia, o un poco mejor o un poco peor, y ya no me quedará coraje para hacer lo que mañana pretendo hacer con ella. Yo no seré feliz y es improbable que ella lo sea, salvo que se aferré a su profesión, a renovar cada año su vestuario o a redecorar sin tregua la casa. De mis presumibles hijos (si no soy estéril o no lo es ella) sólo veo, desde aquí, la culpa que me atenazará por haberlos engendrado, como si pudiera protegerles cuando ni siquiera puedo protegerme a mí mismo. Un día tal vez cumpla sesenta años, y entonces, como todos los que vieron de lejos el fuego de los dioses sin quemarse la punta de los dedos con él, deploraré ominosamente haberme gastado los sesos en urdir swaps, shareholders' agreements y demás basura por el estilo. Pero no descarto que cometa, en su lugar o además, la bajeza de apiadarme de cualquier Prometeo encadenado a su roca, y hasta puede que me palpe el hígado con la obtusa tranquilidad de comprobar que ninguna águila acude regularmente a destrozarlo.

Ahora me miro en la pantalla y, como un halo apenas perceptible sobre estas letras, el filtro de cristal teóricamente antirreflejante me devuelve mi imagen. Estoy, una vez más. como hace unas horas, como en todos los momentos de desnuda lucidez de tudas las noches de mi vida, solo ante el espejo de un urinario. Su luz me impide esconderme y me obliga a admitir que a esta noche, como a tantas otras, no le queda ningún resquicio. El hombre que veo en el espejo se ha extraviado para siempre. En su favor, apenas puede aducirse que hace muchos años escogió en un par de bifurcaciones lo correcto, y que ahora no va a lanzar ninguna cortina de humo para enmascarar el fracaso. Pero eso no cambia nada, y nunca sirvió más que para aumentar el dolor, cuando llega. O mejor dicho, cuando vuelve. Siempre vuelve y cada vez es más la vez, en que no se irá.

A pesar de todo, no tengo valor para liquidarme. Quizá la palabra apropiada no sea valor, sino competencia. En última instancia, con todos mis errores, por los que no pido ni me concedo absolución, es idiota acusarme de haber causado más que una parte ínfima y accesoria de lo que me ha pasado o de lo que todavía haya de pasarme. El resto ha sido un rosario de sucesos ajenos a mi voluntad y mi control, empezando por el mismo principio. Si para algo he venido al mundo, y lo mismo si no he venido para nada, sólo me corresponde aguardar y cuando se tercie sufrir, hasta que lo mismo que me trajo me lleve. No sólo no tengo criterio para decidir. Carezco, fundamentalmente, de responsabilidad. En este instante comprendo que la opción que he estado acariciando hace tres días es un desatino sin límites. Es como si el cerdo, concluido o no el proceso de su engorde en la cochiquera (tan sórdido, quién lo discute), urgiese al granjero a prestarle el cuchillo para degollarse. Que cada cual cumpla con su trabajo. El del cerdo, aunque en el fondo le conste que acabará abierto en canal sobre un gancho ennegrecido por la sangre de tantos otros, es siempre resistirse.