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Trabajo para un banco de inversiones cuyo nombre no daré para que no se lo mezcle con cosas tan intimas como son la inspiración y el probable objeto de esta carta. A menudo resulta arduo discernir el límite entre el trabajo y la intimidad, porque hay cientos de miles de seres que confunden uno y otra y hasta quienes intercambian los términos, convirtiendo su trabajo en la médula de su intimidad y su intimidad en una tarea. Es obvio que de vez en cuando uno debe repeler los asaltos de su intimidad a su desempeño laboral, en garantía de la retribución que por tal desempeño le corresponde. Pero tal y como yo lo intuyo (no soy un doctrinario y mucho menos un pedagogo), resulta mucho más perentorio oponerse al desenlace, nada infrecuente, de terminar siendo sólo la profesión en que uno enterró su inteligencia, como dejó escrito alguien a quien yo solía leer. Ello redunda, en primer lugar, en beneficio de la propia profesión (no hay ningún problema profesional importante que un tarado sea capaz de resolver como Dios manda), y cuando menos evita, en lo que a la intimidad se refiere, que se te pudra y no merezca la pena ocuparse más de ella.

Así que no daré el nombre del banco por dos razones: ni debe él mancharse por lo que yo haga fuera de su ámbito, ni su existencia y la relación que hasta hoy nos une justifican en absoluto que él me manche a mí este instante. No hay por qué romper, ni siquiera hoy, el equilibrio según el cual él me permite subvenir debidamente a mis gastos y yo; en contrapartida, procuro llevar a cabo mi trabajo con toda la competencia, mucha o poca, de que soy capaz. Eso, y el tiempo que me consume, es todo lo que hay entre nosotros, y ninguna de las dos cosas basta para acusarlo o aliviarme. No volveré a referirme a él.

Para que dispongan de más datos personales, quiero decir, de los que hoy día sirven para identificar a un sujeto, mi sueldo bruto anual asciende a 9.825.069 pesetas, de las que entrego a la Hacienda de mi país una fracción algo superior a un tercio. Omito, aquí y en mi conversación cotidiana, los miserables plañidos de todos los que con similares o superiores salarios parece que preferirían, a juzgar por el fervor de sus protestas, ejercer la mendicidad, de cuyos beneficios suele ingresarse en el erario público un porcentaje muy inferior.

Conduzco un coche que tiene más de cinco años (esto es, ostenta sobre su parabrisas el baldón adhesivo que delata la obligación de pasar inspección técnica periódica), menos de cuatro metros, apenas 80 caballos y nada de tracción integral o ABS. Para resumir, carece de los encantos cuyo disfrute lleva a la mayoría de mis compañeros de trabajo a desembolsar entre cinco y seis millones, en la certidumbre de que así el vigilante del aparcamiento no les mirará con un tanto de conmiseración cuando salen o entran. Yo he de vivir sin esa certidumbre, o por decirlo todo, con la suposición opuesta. Puede suceder que la instrucción moral de los vigilantes de aparcamiento, por lo demás tan buenas personas como cualesquiera otras, adolezca en este punto de ciertas imperfecciones, o quizá sólo sea que mi coche, después de todo, luce algunos arañazos y lo hago lavar, como mucho, una vez al semestre.

En mi guardarropa cuelgan diez trajes, veinte camisas y treinta corbatas (de éstas, ocho o nueve ya desechadas por deterioro o por estupor ante e! hecho innegable de que un día decidiera adquirirlas o aceptarlas como obsequio). Para los fines de semana y restantes días de asueto, además de un par de pantalones vaqueros conquistados hace más de un lustro en sendas batallas campales sobre el revoltijo de unas rebajas, cuento con un número suficiente de cazadoras, camisetas y jerseys. Todo comprado en esas tiendas baratas que han proliferado en los últimos tiempos, para que los adolescentes puedan aplacar sus ansias de consumo indumentario a pesar de lo mucho que gastan en alcohol o en música mecanizada.

Mi patrimonio lo completan un millar de libros, medio miliar de discos, el equipo estrictamente necesario para reproducir estos últimos, un ordenador clonado en Corea a partir de algún modelo estadounidense y una impresora láser (ésta original, pero asequible por made in Singapore). También archivo en una carpeta unos papelitos que aseguran que en el banco guardan a mi nombre y rentabilizan por mi cuenta una suma de ocho cifras. Es todo lo que he podido ahorrar en cinco años de trabajo, pero estoy persuadido de que no le aceleraría el pulso a ningún fontanero (quizá sufriría una decepción) si le tocase en la lotería de Navidad.

El resto de las cosas que uso son alquiladas.

De lo anterior se deduce que no soy rico ni pobre ni todo lo contrario, es decir, que no tengo exceso de bienes y prácticamente ninguna deuda. Me apresto a liquidar las pocas que me veo en la ocasión de contraer, con lo que prevengo el final ominoso de tener que arrojarme al metro por no ser capaz de hacer frente a uno o cien vencimientos (lo de la cuantía no importa; en definitiva, es más digno morir por mii duros que por mil millones, porque con mil duros se puede dar de comer a un hijo durante cuatro días y con mil millones sólo se pueden alimentar vicios reprobables).

Aunque no puedo predecir cuál será la mentalidad de quien lea estas líneas, me asisten algunas sospechas fundadas acerca de la mentalidad más extendida en e! Occidente feliz, donde presuntamente me hallo. Por ello, doy en apostar que con el inventario que precede contribuiré a descartar algunas interpretaciones incorrectas que pudieran hacerse.

A lo mejor, Sr. Juez (Herr Richter), V. S. desempeña su oficio para hacer justicia con los canallas y socorrer a los afligidos, y no para ostentar con arrogancia su autoridad ante los desgraciados o para poder cenar en buenos restaurantes donde el maítre le recibe con solicitud. A lo mejor cuenta sílabas en los versos de Rainer María Rilke o conoce e incluso interpreta ante el enojo de sus vecinos el concierto para trompeta de Michael Haydn. En tal caso, le ruego que me excuse por entretenerle con un repertorio de vulgaridades que no le están destinadas. Como casi nunca se sabe, casi siempre se yerra, en más o en menos.

Desde la ventana, si uno saca medio cuerpo fuera, a la inclemencia del caprichoso junio que pesa sobre esta ciudad, se ve la Ópera. Está a la derecha del hotel y no es nada que justifique, por cierto, viajar los kilómetros que me separan de casa. Ni siquiera el corto paseo que me impuse para corroborar desde cerca mi escéptica impresión. A la izquierda, sin necesidad de estirarse, puede contemplarse un fondo boscoso, negruzco, fin la tierra de donde vengo los fondos boscosos tiran a pardo, aunque uno los contemple en abril. De frente está el río. Eso sí que es algo serio.

Desde la mitad del Kennedybriicke (¿será cierto que aquel rubito sonriente era un malvado, y si lo hubiera sido, pudo redimirle de cualquier crimen que hubiera cometido un balazo en el cráneo así, a la vista de todos?) estuve un buen rato observando, el día de mi llegada, la monstruosa corriente que arrastra toneladas de mercancías hacia el Norte. En una pausa de mi fascinación, le envié un pequeño salivazo, que gracias a la brisa planeó describiendo una trayectoria bastante divergente de la vertical. Sentí un incomprensible alborozo al pensar que mi escupitajo cabalgaría sobre la inmensa masa de agua, sin que las gabarras que venían detrás lo adelantasen, hasta que lo frenase una boya o el río lo desintegrara. Aún desde aquí, a unos cien metros de su orilla, se aprecia la magnificencia delcoloso. Hace un par de meses decidió enfurecerse y desbordó con insultante facilidad el cauce, creando dificultades ingentes a estas ordenadas personas. Es como un mar, rizado de olas, y huele parecido. Sólo la sal los diferencia. En comparación, el río más largo de mi tierra no pasa de ser una acequia angosta. Teniendo en cuenta que los dos salen en los mapas, dibujados de forma parecida y del mismo color (o teniendo en cuenta que los dos salen en los mapas, a secas), hay que concluir que la topografía es una ciencia necesitada de mayor rigor. Aquel río adormece tanto como éste desconcierta. Si uno deja que sus ojos se queden prendidos en las violentas ondulaciones de su superficie, surge de inmediato una oscura atracción. Acaso sea la envidia de esa fuerza desmedida o el deseo, inconfesable, de ser desbaratado por algo parecido a ella. La realidad habitual le acaba a uno de otra forma. No es como el río, una bestia enorme y noble. La realidad habitual son los dedos de una vieja avara gastando poco a poco, de comercio en comercio, la piel de un monedero que lleva apretado sobre el vientre. Y cuando decide darse prisa, rara vez se conduce con estilo. Ni siquiera con decencia.