El primer día, aparte de hacer funambulismo mental junto a la baranda del puente, tuve tiempo para dar una vuelta por la ciudad. Había bajado del taxi, había cumplido con el trámite del registro y había encajado con entereza la triste acogida de esta solitaria habitación doble (todavía está el bombón sobre la almohada de la cama que no he utilizado; el otro lo eché al retrete). Tras deshacer el equipaje, comprendí que necesitaba lomar el aire. Primero fui a mirar el río. Luego me encaminé hacia el centro. Podían ser las tres y hacía calor como para ir en manga corta, así que yo maldecía la fina cazadora con que cargaba, que aquel día ya me había deparado otra contrariedad, en el control de pasaportes del aeropuerto. Normalmente viajo con traje y corbata, atuendo que me permite traspasar sin especiales incidencias ese tipo de barreras. Pero esta vez resolví ir cómodo, y puede que escogiera una prenda demasiado maltratada (la dichosa cazadora), porque al verme, con ella y algo de lo que no puedo despojarme (mi cabello oscuro y mi barba cerrada), el policía del control debió tomarme por un posible malhechor. Lo cierto es que no me dejó pasar hasta que su terminal le confirmó, empleando más tiempo del que uno le supone a un buen sistema informático (y del que a uno le apetece pasar sintiendo en el cogote los resoplidos del viajero que le sigue en la cola), que al menos bajo aquel nombre no había cometido ninguna irregularidad en mis anteriores estancias en este país.
Rumiando el episodio del aeropuerto, experimenté la tentación de arrojar aquella cazadora a la primera papelera que se me presentara a propósito. Por suerte, no lo hice. Así como a las tres de la tarde los indígenas que se cruzaban conmigo me compadecían desde sus escasos atuendos veraniegos, apenas dos horas y media después, en la otra punta de la ciudad, la compasión era de signo inverso: como por arte de magia, todos los viandantes en camiseta y pantalón corto habían sido reemplazados por una multitud de gabardinas y paraguas que se apresuraban bajo un chaparrón formidable. Si mi estimación no era un grave desatino, y los jerseys que vi debajo de alguna gabardina me inclinaban a pensar que no lo era, la temperatura había caído al menos diez grados. Con mi cazadora tenía frío y la lluvia me había calado un poco, pero sin ella habría cogido una neumonía.
Durante el rato que tardó en producirse aquel súbito cambio climático, paseé hasta el Ayuntamiento y la plaza del mercado, y desde allí hasta la estación central, donde acudí con la intención de procurarme un billete de tren a Dusseldorf. Por alguna de esas circunstancias sobre las que uno nunca se esfuerza en meditar, y que ahora asocio con mi equivocación en cuanto a la fecha de mi regreso, la agencia de viajes me había proporcionado para el viaje de ida un vuelo directo a Bonn, pero había deplorado comunicar a mi secretaria que para la vuelta sólo disponía de un vuelo desde Dusseldorf. Con no pocas dificultades y balbuceos había interrogado al taxista que me había llevado al hotel aquel mediodía, y había averiguado que el coste aproximado de la carrera desde allí hasta el aeropuerto de Dusseldorf era escandaloso. Ello no sólo planteaba la enojosa posibilidad de tener que dar explicaciones al pasar mi nota de gastos, sino que a mí mismo me parecía un despilfarro injustificable. Pese a la incomodidad, no me importaba hacer un pequeño viaje en tren.
De manera que, mientras el cielo se iba cubriendo subrepticiamente, entré en la estación y me puse en la cola que resultó, como siempre me sucede, la peor de las tres que había ante los puestos de despacho de billetes. La pareja que me precedía, por lo poco que pude entender de su conversación con la empleada, se proponía realizar un complejo periplo por la red ferroviaria alemana, lo que exigía tal número de transbordos que incluso para un sistema infalible y drásticamente racional era arduo sincronizarlos. Al cabo de un cuarto de hora, sin embargo, el milagro se obró y la pareja se retiró con su salvoconducto, dejándome solo ante una viril mujer de unos sesenta años que a mi trabajosa solicitud de un billete a Dusseldorf (Flughafen) para el día 11 a la una y media respondió con la temida y gélida fórmula:
– Wie bitte?
Reiteré mi pedimento afanándome por mejorar la pronunciación y la sintaxis, pero el esfuerzo fue vano. Aquella mujer no estaba dispuesta a entenderme. A la desesperada, arrepintiéndome en el mismo momento en que profería aquellas palabras, claudiqué:
– Excuse me. Do xou speak English?
Mi germánica oponente no pestañeó siquiera cuando, con el acento más exquisito que imaginarse pueda, denegó orgullosamente:
– Of course not.
Con un hilo de voz, sin fe ya, intenté aún:
– Françáis?
Aquí ya no dijo Rien. Se limitó a menear la cabeza. Suponía que debía optar por emplear señas o por dar media vuelta e irme, corrido y sin billete, cuando un gentil compañero de cola se ofreció a hacer de intérprete inglés-alemán. Aunque la empleada no se privó de entorpecer la transacción cuanto pudo, la mediación de mi inesperado samaritano la persuadió de que no podría bloquearla y poco después tenía en mi poder el ansiado título de transporte. Mi experiencia de esta gente no me autoriza a concluir que sean mucho más o mucho menos perversos que el resto de los seres humanos que habitan en los otros lugares del mundo que me ha sido dado visitar, incluido el de mi nacimiento.
Más bien tienden a una cortesía un canto brusca, pero meticulosa. Sin embargo, siempre hay especímenes absurdos que se ensañan con uno sin motivo aparente, y aquella mujer era sin duda uno de ellos.
Cuando me encuentro en una situación como la descrita, me sucede lo mismo que cuando me topo con alguien excesivamente obsequioso: quedo desarmado, sin saber qué hacer. Asumo que nadie tiene por qué abrigar el menor deseo de perder tiempo conmigo, ni para favorecerme ni para lesionarme. Si noto que se me distingue respecto de los demás, en el sentido que sea, carezco de reflejos. Es el tipo de cosas que exasperan a algunos de los que me conocen. El hecho es que no me siento, por lo común, en disposición de corresponder a quienes adoptan hacia mí una actitud anormal. Me cuesta tanto agradecer efusivamente e! cálido elogio de un extraño como organizarle una bronca a un dependiente desabrido. Puede tratarse de simple incapacidad, pero yo me inclino a sospechar que la raíz de todo es un alarmante desinterés hacia cualquier acontecimiento desproporcionado. Que lo califique de alarmante no quiere decir que no me lo explique: en un mundo en que las exageraciones no suelen valer más que la rutina, ésta ostenta, a efectos de preferir ocuparse de ella, la ventaja de ser pertinaz. Me alarmo porque creo recordar que yo quise alguna vez que la aventura, cualquier clase de ella, incluso invisible o estúpida, me salvara de vivir sumando dos con dos y sacando infaliblemente cuatro.
Aunque al salir de la estación el cielo estaba bastante oscuro y la temperatura había descendido de forma palpable, me dirigí hacia la Universidad, cuyos jardines recomendaba el folleto que guiaba mi expedición. Cerca de la Universidad se levanta la Kreuzkirche. Que corresponde a un culto protestante lo proclama su anodino exterior, pero lo certifica su interior, que podría ser el salón de actos de cualquier instituto de enseñanza media o, en su defecto, por la limpieza y la funcionalidad del mobiliario, la capilla de cualquier hospital. Lo que me hizo entrar no fue la menor curiosidad por contemplar su triste decoración, sino la música de órgano que oí desde la calle. Una cincuentena de jubilados y una veintena de hombres y mujeres de otras edades asistían al concierto (gratuito). Al principio me senté en una de las últimas filas. Luego se me ocurrió que desde las primeras debía oírse mejor el instrumento y avancé hasta sentarme en un banco en el que sólo había una rubia muchacha de aspecto desnutrido. Mantenía la vista fija en el suelo. Colegí que su escualidez, en un país con abundantes recursos y holgada renta por habitante, debía obedecer a un síndrome de anorexia o alguna otra enfermedad. Tampoco me distraje mucho examinándola. Escuché la música mirando al organista, cuyos bruscos movimientos en pos de alguna de las consabidas partituras de Johann Sebastian Bach eran lo único no inanimado dentro de aquella iglesia. No tocaba ni bien ni mal, ni me emocionó ni dejó de hacerlo, aunque la música, para mí, exceptuando esas simplezas demasiado notorias que uno escucha al conectar la radio, siempre es un misterio, y tanto si me llega al corazón como si no, tengo hacia ella el respeto de ignorar sus entresijos. En un plano algo más elevado, porque no irrite la comparación (porque no le irrite a V.S.: a mí no me irrita), es el mismo respeto que me mueve a no levantar jamás el capó de mi coche, bajo el que ocurren fenómenos en los que no me atrevo a intervenir.