En el interior de la casa la oscuridad era absoluta. Hice que uno de mis subordinados prendiera una linterna e iniciamos el registro. En la planta baja conseguimos varias lámparas y petróleo, lo que nos permitió dividirnos en cinco parejas. Recorrimos la primera planta sin hallar nada digno de mención, es decir, nada aparte de algunos otros vestigios de la estancia del Decimoquinto. Al ático subimos sóío cuatro, mientras los seis restantes, de acuerdo con mis órdenes, bajaban al sótano, donde esperaba que hubiera una despensa, aunque no confiaba demasiado en que guardara los víveres que nos hacían falta. Entre mis tres acompañantes y yo exploramos los estrechos pasillos y las pequeñas estancias del ático, que a juzgar por su aspecto habían estado destinadas a la servidumbre. Al entrar en una de ellas, mi sable golpeó contra un mueble y escuché, leve e inmediatamente ahogado, pero indudable, un gemido femenino. Por lo demás, no era necesario aguzar el olfato para percatarse de que allí olía a petróleo recién quemado, y no precisamente el de mi lámpara. Apreté los dedos en lomo a la culata de la pistola, reflexioné durante un segundo y decidí retroceder y volver a cerrar la puerta. Los otros ya habían terminado de mirar en las restantes habitaciones:
– Nada, mi teniente.
Bajamos y nos reunimos con los demás, entre los que se había organizado un cierto tumulto. Habían encontrado comida en el sótano. Tras exhortarles a que se calmasen, dispuse que encendieran la chimenea y preparasen algo de cenar. Pernoctaríamos allí y al día siguiente reanudaríamos nuestra huida desesperada.
Dejé a los hombres ocupados con todo aquello y regresé al ático. A la luz de la linterna busqué la puerta del cuarto en el que antes había desistido de indagar. Seguía cerrada. Hice girar despacio el picaporte, empujé y entré. Esta vez no hubo ningún ruido. Con la ¡interna en una mano y la pistola en la otra, recorrí toda la extensión del cuarto. Había una litera, una cama, un par de sillas y un armario ropero. En un rincón, semioculta tras el armario, divisé una pequeña puerta. Retiré ei obstáculo y la abrí. Adelanté la linterna y vi que se trataba de una pieza minúscula en la que se apilaban diversos muebles viejos. En el suelo había un gran bulto cubierto por una manta. Se movía casi imperceptiblemente. Aparté la manta con e¡ pie y ante mí aparecieron tres muchachas. La mayor de ellas aparentaba unos diecisiete años. Trataba de fijar en mí sus ojos, a pesar del resplandor de la linterna. Las otras dos tendrían entre doce y quince años y sollozaban, cubriéndose la cara con las manos.
– Levantaos -dije.
Las más jóvenes no se movieron. Estaban demasiado asustadas. La mayor, en cambio, se irguió lentamente, sin quitarme de encima sus grandes ojos oscuros. Era de mediana estatura, tenía hechuras de mujer, un rostro agraciado y largos cabellos de un color que podía ser castaño rojizo. En aquella semioscuridad era difícil discernir más detalles.
– No entregue a mis hermanas a sus hombres, comandante -arrancó a hablar, con firmeza y una voz más grave de lo que sugerían su edad y su tamaño-. Tómeme a mi, entrégueme a mí a los otros, pero sálvelas a ellas.
– Sólo soy teniente -repuse.
– Sea lo que sea, es el dueño de sus destinos. No las entregue. Aquí me tiene a mí.
No suplicaba. Exigía. La observé durante un buen rato, sopesando, para qué negarlo, el trato que me estaba ofreciendo. La determinación con que protegía a sus dos hermanas, que lloraban y temblaban detrás de ella, erosionaba la costra correosa y envilecida que mi alma había ido adquiriendo de refriega en refriega. Aunque lo que meditaba no era un acto honroso, ni mucho menos. Lo que me planteaba, acaso en coherencia con lo que me había movido a alejar a mis hombres de aquella habitación, era aceptar la mitad de su oferta y gozarla yo solo durante toda la noche, mientras abajo se contentaban con un guiso de legumbres podridas.
– ¿Os ocultasteis aquí mientras estuvieron los soldados de las casacas verdes? -pregunté, desviando por un momento mis pensamientos.
– No. Fuimos al bosque. Era verano -contestó la muchacha, desconcertada.
– ¿Cuánto tiempo estuvisteis en el bosque? :_ -Un mes, quizá. Hasta que ellos se fueron. Entonces volvimos y nos escondimos aquí.
– Así que nadie os ha tocado -deduje, sin un propósito definido.
– Nadie, teniente -se apresuró la muchacha-. Usted será el primero. Pero no las necesita a ellas. Son unas niñas, ni siquiera tienen… Míreme, yo sí…
Se interrumpió y bajó la cabeza. Se había abierto la camisa y en ese preciso momento las lágrimas manaron de sus ojos, aunque no emitió el menor sonido. Después volvió a alzar hacia mí la mirada empañada e indómita. Me invitaba a lomarla pero no se humillaba ante mí.
– Cúbrete -le ordené, aunque en realidad me apetecía seguir viendo aquello que acababa de desvelarme.
Obedeció y se sentó entre sus hermanas, cuyas cabezas abrazó contra su seno. Entonces pude analizar la situación con frialdad y en términos apropiados. Mi dignidad como hombre me obligaba a irme de allí, colocar el ropero de nuevo en su sitio y cuidar de que ninguno de los soldados se tropezara con las muchachas. No era descabellado interpretar que en mi conciencia hubiera podido pesar alguna consideración de esta índole cuando había silenciado antes mi hallazgo, en lugar de achacar mi conducta al ruin cálculo del que entonces me había sospechado capaz. Cuando menos, cabía imputar el encubrimiento a una indecisión transitoria entre ambas posibilidades.
Pero una vez constatada tan obvia exigencia moral, resultaba no menos evidente que mi deber como combatiente y como jefe de aquellos desgraciados, o sea, como la bestia que imperaba sobre el hombre que alguna vez yo hubiera podido creerme, era muy distinto. Este deber consistía en llamar a mis soldados y repartir entre ellos el botín de forma equitativa. Ello implicaba que cada una de aquellas muchachas sena ultrajada al menos tres veces, sin que me cupiera impedir que lo fueran a continuación otras tantas o incluso más. si los salvajes a mi cargo tenían fuerzas y apetito suficientes o sencillamente querían probarlas a las tres. Todos, incluido yo, íbamos a morir antes de que transcurriera una semana. Todos, y aquí me excluyo por lo que luego explicaré, habían olvidado el tacto sensual de una piel femenina. No era yo quién para hurtarles la posibilidad de tener ese recuerdo cuando un proyectil les atravesara el pecho o les abrieran el vientre de un bayonetazo. Aquellos hombres habían saltado de sus trincheras cuando yo les había ordenado que lo hiciesen, habían avanzado contra las descargas de fusilería cuando yo les había gritado que avanzaran, me habían visto conducir a sus mejores camaradas hacia la muerte. Si deseaban cometer una infamia con aquellas tres muchachas, y desde luego que lo desearían si yo resolvía mostrárselas, no tenía otra alternativa que aceptar la infamia que a mí me correspondiera por no haberlas salvado habiendo podido hacerlo.
Pero también, y seguramente por encima de todo lo anterior, debía tener en cuenta la deuda que el mundo había contraído conmigo. Acababa de cumplir veintiún años. Había pasado ocho en la Escuela Militar, medio en el frente, y no había conocido mujer. Muy pronto mi casaca y mi sable de oficial serían trofeos que algún soldado enemigo colgaría de su macuto. ¿Por qué había de renunciar a aquella hermosa muchacha que tenía al alcance de mi mano, quizá en mi última noche? ¿Por qué, a pesar de todo lo sucedido durante la campaña, estaba obligado a compartirla con nadie? El más joven de mis hombres me sacaba seis años. Todos habían vivido, aunque ahora iban a morir. Yo sólo iba a morir.
Observé fijamente a la muchacha y le pregunté:
– ¿Cómo te llamas?
– Katia -musitó, enfrentando de nuevo mi mirada.
– Nadie va a tocar a tus hermanas, Katia -le prometí, con toda la fuerza de convicción que estaba a mi alcance- Que dejen de llorar.
– Gracias, teniente -exclamó, con el semblante súbitamente iluminado. Pero entonces recordó qué precio había puesto ella misma a la indemnidad de sus hermanas y su gesto se volvió triste. Acarició sus cabezas y se puso en pie, dócilmente.