– Ninguno de mis hombres va a tocarte a ti tampoco -le anuncié, consumando la primera de las traiciones que perpetré aquella noche.
– Comprendo -asintió Katia-. Vamos al cuarto contiguo. Hay una cama. Me da vergüenza que ellas lo vean.
– Tampoco yo voy a tocarte -aclaré.
– No entiendo, teniente. ¿Es que va a irse con las manos vacías?
Dijo exactamente eso. ¿Es que va a irse con las manos vacías?, y yo guardé en su funda la pistola, me despojé del guante derecho y contemplé durante un segundo la palma de mi mano desnuda.
– Vayamos a la habitación -respondí-. No temas por tus hermanas.
Katia me siguió como un cordero, persuadida de que su extraña pregunta me había hecho cambiar de opinión. Pero se equivocaba. Si la había separado de sus hermanas era porque a mí me daba vergüenza que ellas vieran lo que iba a hacer, y lo que iba a hacer no era forzarla, ni mucho menos. En cuanto estuvimos solos, me desprendí del correaje y dejé el sable y la pistola en el suelo, a sus pies. Me descubrí y me arrodillé ante ella.
– Antes afirmé que no iba a tocarte -empecé, eligiendo meticulosamente las palabras-. La frase era incompleta. Lo que falta lo añado ahora: salvo que libremente, sin la amenaza de ningún arma, accedas a la súplica que de rodillas elevo hacia ti.
Katia quedó estupefacta, pero en seguida el estupor cedió paso al pánico.
– ¿Por qué se burla, teniente? -gimió-. ¿Qué va a hacer con nosotras?
– No me burlo -aseveré-. He estado a punto de abandonar el mundo sin probarle a ninguna mujer que la amaba. Pero te he encontrado a ti y eso ya no me oprimirá. Te amo hasta el extremo de haber traicionado a mis hombres y de haberme traicionado a mí mismo. Ahora te imploro que te entregues a mí, porque no quiero morir sin la bendición de haber sido amado por una mujer.
– ¿Me implora?
– Si te violentara, moriría maldito. Eso es lo que me parece.
– ¿Habla en serio?
– Nunca he hablado más en serio.
Katia soltó una risa amarga.
– Es usted un desalmado o un imbécil, teniente -me escupió, con todo el odio que había estado conteniendo-. Acabe lo que sea de una vez y deje de jugar conmigo y con las dos criaturas que están ahí al lado. Sólo le pido que piense en el asco que sentirá hacia sí mismo durante el resto de sus días si permite que alguien las toque. En cuanto a mí. no me importa lo que me haga.
La muchacha se quedó quieta, impasible, clavando en mí sus grandes ojos oscuros. Ansiaba besarla, abrazarla, estrechar su cuerpo contra el mío. Pero había dado mi palabra. Contra mi voluntad, comprendí que sólo tenía una salida. Yo la quería y no podía permitir que ella fuera de algún otro vencido o vencedor que llegara después de nosotros. Tome la pistola, le apunté al corazón. No hizo nada por evitarlo. Apreté el gatillo y cayó sin ruido, con los labios torcidos en una sonrisa indescifrable.
No la había tocado, ni toqué a sus hermanas ni tampoco lo hicieron mis hombres. Cuando me topé con ellos en la escalera inventé que el arma se me había disparado por accidente. Aquella noche comimos y bebimos hasta reventar. Por la mañana abandonamos la casa y proseguimos nuestro camino.
Luego, no sé si nos mataron o nos hicieron prisioneros o alcanzamos nuestras líneas. Desperté del sueño antes de que este extremo quedase zanjado. Creo que nunca he sufrido por ninguna mujer de carne y hueso el arrebato que durante días, tal vez semanas, sufrí por Katia, cuya ausencia ha mermado desde entonces mi ánimo. En vano la he buscado en cada muchacha que he conocido o simplemente me he cruzado en la calle, en los almacenes, en las estaciones de tren. Sigue y seguirá siempre allí, tendida en la habitación del ático, sonriendo, sin que los esfuerzos de sus hermanas logren hacerla regresar de la noche tenebrosa en que mi bala heló su corazón.
El primero de los dos días del seminario propiamente dicho, esto es. el siguiente al de mi llegada, se inició con el saludo, a través del teléfono, de una voz grabada que me recordó que eran las siete y debía emprender el gastado ritual de convertir a un hombre dormido y desaliñado en una persona capa/ de presentarse ante oíros. Me resistí lo corriente (un cuarto de hora). Después alivié mi vejiga, perdí veinticinco minutos de mi vida en rasurarme, me duché y a partir de ahí. ya despierto, completé mi aseo y me vestí.
Bajé a desayunar sólo cinco minutos antes de la hora prevista para el inicio de las sesiones. La sala de conferencias estaba frente al comedor. Una azafata sonriente, con mucho carmín en los labios y poco color en las mejillas, esperaba ante la puerta, para entregar la documentación y un letrerito identificativo a los rezagados. A juzgar por las carpetas que quedaban sobre su mesita, no eran muchos. Supuse que entre los inscritos en las jornadas habría mayoría cíe alemanes. Indolentemente, me dirigí al comedor, donde me regalé con un desayuno copioso {no soy de los que rechazan todas las costumbres extranjeras).
Cuando entré en la sala, ya con mi letrerito prendido en el bolsillo de la americana y la cárpela debajo del brazo, el que hacía de presidente acababa de tomar la palabra y se dirigía a los presentes. Tuve que sentarme en una de las últimas filas y, tanto mi entrada, como el ruido que hice al romper la bolsa de plástico que contenía los auriculares para la traducción simultánea, suscitaron la reprobación de una parte del auditorio. Aunque no me gusta alborotar, tampoco estimé que fuera necesario pedir excusas. Sin un poco de indisciplina no hay imaginación, y sin imaginación no queda sino copiar lo que ha imaginado otro, que o bien es pernicioso o bien termina siéndolo, tarde o temprano.
Mientras trataba de entender al dubitativo traductor que sonaba por el canal en inglés, felizmente reemplazado al poco tiempo por una ágil intérprete de voz aterciopelada, comprobé una vez más que mi oído izquierdo funciona a un 50% (o el derecho a un 200%, si se quiere ser optimista a toda costa). En tanto ajustaba el balance del receptor para suplir mi minusvalía, pude ir enterándome de lo que era, más o menos, la habitual sarta de fórmulas de bienvenida, ponderaciones acerca de la importancia de lo que íbamos a tratar y agradecimientos varios. AI fin el presidente concluyó su parlamento y cedió la palabra al primer ponente, cosechando una cerrada aclamación consistente en el golpeteo por parte de todos los puños contra las mesas respectivas. La primera vez que presencié un espectáculo parecido me desconcertó bastante (incluso llegué a interpretar que se protestaba por lo que había ocurrido justo antes del puñete generalizado). Sin embargo he de convenir en que es menos fatigoso y menos estentóreo que aplaudir, y suele ser más sincero: cuando alguien termina de hablar rara vez se le aplaude por lo que ha dicho, sino
por lo que ya no va a decir. Los golpecitos con el puno significan exactamente lo que pretenden: a otra cosa.
De las exposiciones de los ponentes no hay nada que deba consignar aquí. Tomé exhaustivas notas, por supuesto, para informar adecuadamente a mis superiores y a otros interesados de lo que se cuece en el Norte. Pero mientras hacía esto mi cerebro estaba desconectado de mi espíritu, y a tales momentos de mi existencia no les concedo la menor relevancia. Algunos de los que hablaron eran bastante precisos, otros eran confusos y dos o tres resultaron somníferos. Cuando estaba la traductora, el rumor susurrado de los auriculares era agradable (aunque le fallaban un tanto los reflejos si el traducido/a empleaba la lengua de Maurice Chevalier). Cuando la sustituía el traductor me gustaba menos. Pero todos cumplían con su deber y yo cumplí también con el mío.
Aprovechando lapsos en los que no se trataba nada de interés (quiero decir nada que interesara siquiera a alguien apasionado por la legislación sobre la que versaba el seminario), eché un vistazo a la lista de participantes y la contraste con lo que mis ojos me mostraban. Sobre la lista comprobé, primero, que en ella no figuraba nadie de mi país: segundo, que tal y como mi jefe me había anticipado la víspera de mi partida, había tres personas (dos varones y una mujer) de un banco francés con el que el banco para el que trabajo mantiene ciertos vínculos. A ninguno de los tres los conocía, ni personalmente, ni por teléfono, ni siquiera de oídas. En la lista predominaban los alemanes y británicos y había algún espécimen exótico (un húngaro, un lituano). La presencia femenina era minoritaria. Entre ellas, mi observación física sólo localizó dos o tres cabelleras o perfiles susceptibles de un examen más detenido. Las demás no eran mucho más que sus trajes sastre o sus blusitas con pañuelo de seda sobre los hombros. Entre los hombres no había excepciones: ninguno de ellos (en tanto no averiguase quién era el lituano) me sugería nada aparte de lo que habían ido a hacer allí.