El abogado alemán del bufete belga, que tenía un asequible inglés, fue obligado, para equilibrar el uso de las diversas lenguas, a dar su conferencia en francés. Desde mi condición de hablante de ese idioma marginal que comparten, con variantes, Sancho Panza y los narcotraficantes colombianos, acaté humildemente la decisión de la organización. No era mi guerra. El francés del conferenciante era más que aceptable, y como construía las frases despacio podía entenderle, pero en gutural me resultó mucho menos próximo de lo que me había resultado durante el descanso, en la lengua de Jack el Destripador Por lo demás, su exposición no fue muy brillante. En términos generales, me permitió desenchufarme durante largos periodos. Hice un par de dibujos y traté de traducir, con éxito desigual y poca persistencia, trozos de una versión alemana del Tratado de la Unión, que una mano invisible había repartido por las mesas durante el descanso. Cuando me aburrí de esto, me puse a tararear para mis adentros antiguas melodías de mi adolescencia. Algo de basura, algo de Pink Floyd, algo de Schubert. Como siempre que no sé qué hacer, y a falta de entusiasmo para buscar la rubia melena de Véronique, la música resultó ser un buen refugio.
Recuerdo borrosamente que en el coloquio que cerró la jornada un colega danés de unos cuarenta y cinco años, inquieto y sanguíneo, acosó al afable ponente a santo de algún comentario poco meditado que al pobre se le había escurrido en un momento de distensión o inadvertencia. Asistí al estéril duelo dialéctico ansiando el momento de levantarme, hasta que el presidente acudió en socorro del más débil, retiró la palabra al danés y nos recordó a todos que dos horas más tarde el Instituto ofrecía una recepción en el Ayuntamiento. Como el Ayuntamiento estaba a sólo un cuarto de hora andando, nos instaba a reunimos en el vestíbulo del hotel al cabo de una hora y cuarenta y cinco minutos. En cuanto se nos dio la señal, salí de estampida.
Subí a la habitación, dejé las cosas del seminario y cogí mi gabardina. Si el día anterior había sido mitad veraniego y mitad otoñal, en mi tierra éste habría encajado sin dificultad en un enero cualquiera. Me dirigí hacia el centro con un propósito más o menos definido. Se me había antojado, a raíz de alguna de las evocaciones musicales con que había entretenido mi aburrimiento durante la última media hora, comprarme uno o dos discos compactos. La tarde anterior había localizado un par de tiendas de aspecto prometedor. Fui a la más cercana y recorrí las diversas secciones. Entre las novedades no había más que porquería, y toda a los mismos precios abusivos que hay que satisfacer en mi país. En la sección de música clásica me fallaron las dos posibilidades que llevaba pensadas. Al final recale, como de costumbre, en la sección de jazz y blues. Por 10 marcos, una recopilación pasmosamente completa de The Ink Spots. La tomé sin titubeos. Rebuscando un poco más me salió al paso una extraña mezcla de grabaciones de diversas épocas de Duke Ellington. Doce marcos cincuenta. No había por qué seguir escarbando. Me dirigí a la caja registradora y por veintidós marcos con cincuenta me llevé dos horas de artesana y duradera satisfacción. En los estantes quedaban, a treinta y cinco marcos la pieza, fugaces registros de vacío, impecablemente grabados con tecnología digital para que pudieran apreciarse lodos los matices de la nada. Me acuerdo ahora de que un día conseguí por seiscientas pesetas (tres por uno) veinte piezas de Jimmie Lunceford, otras tantas de Fats Waller y una breve antología de Tommy Dorsey. Ayer por la tarde, mientras regresaba al hotel, revolviendo sin ganas y desordenadamente los acontecimientos del día, recobré por un instante la desolación de habitar en un mundo en que la mierda se vende a precio de oro y el oro a precio de mierda.
Hace tres días cumplí veintiocho años. No parece ser una edad que implique traspasar ningún umbral, de acuerdo con la extendida aversión a los cambios de década. Pero yo he notado la inflexión, sin necesidad de que transcurra el par de años que me restan hasta perder ese 2 que me permite seguir afirmando, ante cierta gente, que todavía soy joven.
Quizá pueda explicar mi experiencia de forma que no se me impute una hipersensibilidad enfermiza. A mi juicio, en toda serie de diez, y en especial en esa serie que va del veinte al veintinueve, el punto clave es el siete. Hasta el siete se puede resistir. Del siete en adelante sólo queda rendirse a la evidencia. Giovanni Battista Pergolesi murió a los veintiséis años, dejando tras de sí el Stabat Mater. A los tocados por los dioses les sobra el tiempo. Los demás cruzamos la línea y seguimos teniéndolo todo por hacer. Algunos sienten el peso y demuestran la dignidad postrera de aliviárselo: Mariano José de Larra se pegó un tiro (frente al espejo o no: eso es alarde sin importancia) antes de cumplir los veintiocho.
Yo he llegado a veintisiete, he transitado estos doce meses de interinidad y hace tres días que tengo, al fin, veintiocho años. Si miro atrás, no veo nada que pueda consolarme. Desde el parvulario a la facultad, cumplí con las expectativas que mis padres y educadores depositaron en mí. Siempre salí airoso de los exámenes en que se ponía a prueba mi inteligencia, o mejor dicho, cierto pedazo de ella. Al margen de eso, leía compulsivamente, escuchaba con precaución y, a partir de cierto momento, escribí cuanto pude. Tuve varios amigos, nunca más de uno a la vez. A todos los perdí, uno tras otro. También cometí algunas insensateces románticas. Ninguna de ellas afectó a mi impecable y monótona trayectoria académica, única referencia constante durante esta primera etapa de mi vida. De ella salí pertrechado con los principios imprescindibles para medir sin orgullo mis actos futuros y también con un pasado recordable, pero mediocre.
En los últimos cinco años, he desempeñado tres empleos consecutivos, he logrado que mi sueldo aumentara en progresión geométrica, y en el escaso tiempo que eso me ha dejado libre he seguido leyendo, escuchando y escribiendo, pero menos (o quizá más, pero peor, más desesperadamente). No he hecho auténticos amigos, con lo que me he ahorrado perderlos, y por lo que al romanticismo atañe, la insensatez esporádica ha dejado paso a una permanente abulia. No considero que estos cinco años formen parte de mi pasado recordable, aunque sin duda acrecientan el mediocre.
En esta última época, cumpliendo viejas aspiraciones, he conocido París, donde trabajó y murió Marcel Proust; Viena, en cuyos alrededores murió Franz Kafka; Manhattan, donde estuvo el Cotton Club. He compuesto, por la noche y en fines de semana, una novela policiaca y otra mitológica. Pero no espero, por cierto, que en el Juicio Final nada de eso pueda ser manejado en mi defensa. Me senté junto a la tumba de Proust y no sentí nada; el sanatorio donde Kafka fue abatido por la tuberculosis, un pequeño y pulcro edificio, me limité a contemplarlo desde el otro lado de la carretera; en cuanto al Cotton Club, desistí, lisa y llanamente, de internarme en Harlem. Y si hay que hablar de ellas, mis novelas son tan ambiciosas como torpes. Uno cree que va a poder transigir impunemente con Mefistófeles pero él sabe mucho más. Sabe, por ejemplo, que los ángeles que salvan a Fausto son un invento piadoso y cobarde, aceptado por Johann Wolfgang von Goethe en la debilidad de su vejez.
Hace tres días cumplí veintiocho años y me dolió. Y una extraña conspiración se encargó de que me doliera todavía más de lo previsto. Ese día, recibí tres regalos. El primero por la mañana, en la firma de una operación en la que he estado trabajando durante seis meses. Como conmemoración del suceso, se nos repartió a todos los asistentes un suntuoso reloj de sobremesa con el logotipo de las empresas implicadas. El segundo regalo me lo entregó a mediodía mi prima, con quien me había citado para comer. En cierta ocasión me había oído decir (seguramente por decir algo) que me gustaría tener un reloj de cadena. A los postres, en una caja envuelta en papel azul, apareció sobre la mesa lo que mi prima creía que era la realización, gracias a su astucia, de uno de mis más encendidos deseos. Mientras manoseaba aquel artefacto, por lo demás de un buen gusto innegable, agradecí como pude que se tomara tanto interés por mi felicidad. Por la noche, cenando con Natalia, recibí mi tercer y último regalo: un costosísimo reloj de