—No me interesa —dijo el joven meneando la cabeza—. La historia aún no ha terminado. Verás, esas personas tan bondadosas y educadas de las que te he estado hablando, esas personas tan blandas que prefieren regalar vida a repartir muerte… Cuando alguien no cumple su parte del trato que ha hecho con ellas, cuando hace algo tan feo como seguir matando pese a haber prometido que dejaría de hacerlo, ellas… Bueno, la idea de pagar con la misma moneda sigue sin gustarles. Prefieren usar su magia y su preciosa compasión, y aplican el mejor remedio existente después de la muerte. Y la gente que no ha cumplido sus promesas desaparece.
El intruso volvió a inclinarse hacia adelante y apoyó las manos en la cama. El Etnarca le contempló sin decir nada. Todo su cuerpo temblaba.
—Esas personas tan maravillosas hacen desaparecer a la gente mala —dijo el joven—. Y utilizan a personas como yo para que se encarguen de llevarse a esa gente mala. Y esas personas que se encargan de llevarse a la gente mala…, bueno, les gusta asustar a quienes no han cumplido su palabra, y tienden a vestir… —movió la mano señalando su abigarrado atuendo— ropas bastante informales; y, naturalmente, jamás tienen el más mínimo problema para entrar en un palacio por muy bien guardado que esté. La magia les permite entrar donde les dé la gana, ¿comprendes?
El Etnarca tragó saliva y logró controlar los temblores de su mano lo suficiente para que dejara caer el arma inútil que seguía sosteniendo entre los dedos.
—Espera —dijo intentando que no se le quebrara la voz. El sudor que brotaba de su cuerpo estaba empezando a empapar las sábanas—. ¿Me estás diciendo que…?
—Ya casi hemos llegado al final de la historia —le interrumpió el joven—. Esas personas tan agradables a las que tú calificarías de blandas borran del mapa a la gente mala, ¿comprendes? Se la llevan muy lejos, a un sitio en el que ya no pueden hacer ningún daño. No es un paraíso, pero tampoco es una prisión. Y puede que esa gente mala tenga que escuchar de vez en cuando como las personas tan agradables de las que te estoy hablando les explican con todo detalle lo mal que se han portado y ya nunca vuelven a tener la posibilidad de alterar el curso de la historia, pero llevan una existencia sana y provista de todas las comodidades y mueren pacíficamente en su cama…, todo gracias a las personas bondadosas y agradables.
»Y aunque algunos quizá puedan opinar que esas personas bondadosas y agradables son demasiado blandas, ellas están convencidas de que los crímenes cometidos por la gente mala son tan horribles que no se conoce ninguna forma de hacer que la gente mala sufra ni tan siquiera una millonésima parte de la agonía y la desesperación que han infligido a otros, así que castigarla no serviría de nada. El castigo sólo sería otra obscenidad que coronaría la vida del tirano con su muerte. —El joven puso cara de preocupación y acabó encogiéndose de hombros—. En fin… Ya te he dicho que algunas personas considerarían que son demasiado blandas.
Cogió la pistolita negra y se la guardó en un bolsillo de los pantalones.
Después se puso en pie muy despacio. El corazón del Etnarca seguía latiendo muy deprisa, y se dio cuenta de que tenía los ojos llenos de lágrimas.
El joven se inclinó junto a la cama, cogió la ropa que había en el suelo y se la arrojó. El Etnarca la pilló al vuelo y la sostuvo delante de su pecho.
—La oferta que te hice antes sigue en pie —dijo el Etnarca Kerian—. Puedo darte…
—La satisfacción de un trabajo bien hecho. —El joven suspiró mientras se contemplaba atentamente las uñas de una mano—. Eso es lo único que puedes darme, Etnarca. No hay ninguna otra cosa que me interese. Vístete. Vas a hacer un viaje.
El Etnarca empezó a ponerse la camisa.
—¿Estás seguro? Creo que he inventado unos cuantos vicios nuevos que no eran conocidos ni tan siquiera en el viejo Imperio. Estaría dispuesto a compartirlos contigo si…
—No, gracias.
—¿Quiénes son esas personas de las que me has hablado? —El Etnarca se abrochó los botones de la camisa—. Y… ¿Puedo saber sus nombres?
—Limítate a vestirte.
—Bueno, sigo pensando que podríamos llegar a alguna clase de acuerdo. —El Etnarca se abrochó el cuello de la camisa—. Y la verdad es que todo esto resulta francamente ridículo, pero supongo que debería agradecerles el que no seas un asesino, ¿eh?
El joven sonrió, pareció quitarse algo de debajo de una uña y se metió las manos en los bolsillos del pantalón. El Etnarca apartó las sábanas de una patada y cogió sus pantalones.
—Sí —dijo el joven—. Pensar que vas a morir dentro de unos segundos debe de ser una experiencia bastante horrible.
—Las hay mucho más agradables —dijo el Etnarca mientras empezaba a ponerse los pantalones.
—Pero supongo que cuando descubres que no vas a morir debes sentir un alivio inmenso, ¿no?
—Hmmm.
El Etnarca dejó escapar una risita ahogada.
—Debe de ser algo parecido a lo que se siente cuando te sacan de tu aldea y estás convencido de que te van a fusilar… —dijo el joven con voz pensativa mientras observaba al Etnarca desde los pies de la cama—, y luego te dicen que no te ocurrirá nada peor que el ser llevado a otro sitio.
Sonrió. El Etnarca se quedó inmóvil.
—Te explican que el desplazamiento se hará por tren —dijo el joven, y sacó la pistolita negra del bolsillo de sus pantalones—. Te cuentan que viajarás en un tren que contiene a toda tu familia; tu calle; tu aldea entera…
El joven hizo girar un dial casi invisible incrustado en la culata de la pistolita negra.
—Y al final del trayecto resulta que el tren sólo contiene los gases del motor y montones de cadáveres. —Volvió a sonreír—. ¿Qué opinas, Etnarca Kerian? ¿Es algo parecido a lo que se debe de sentir en ese caso?
El Etnarca seguía sin mover un músculo y sus ojos no se apartaban del arma.
—Esas personas tan agradables viven en una sociedad a la que llaman la Cultura —le explicó el joven—. Y, personalmente, siempre me ha parecído que eran demasiado blandas… —Extendió el brazo que sostenía el arma—. Ya hace algún tiempo que dejé de trabajar para ellas. Ahora trabajo por mi cuenta.
El Etnarca contempló el par de ojos oscuros y carentes de edad que le observaban sin parpadear unos centímetros por encima del cañón de la pistolita negra. Movió los labios, pero se había quedado sin voz.
—Yo me llamo Cheradenine Zakalwe —siguió diciendo el joven. Alzó el arma hasta que el cañón quedó a la altura de la nariz del Etnarca—. Y tú…, tú ya no necesitas ningún nombre.
Disparó.
El Etnarca había echado la cabeza hacia atrás y se disponía a gritar. El proyectil le atravesó el paladar y acabó explotando dentro de su cráneo.
El cerebro del Etnarca se esparció sobre las tallas que cubrían la cabecera de la cama. El cuerpo se desplomó sobre las sábanas suaves como la piel de un bebé y se convulsionó manchándolas de sangre. Después se quedó inmóvil.
Contempló los charcos de sangre que se iban haciendo más grandes a cada momento que pasaba. Parpadeó un par de veces.
Empezó a quitarse la ropa de colores chillones moviéndose sin ninguna prisa y la metió en una mochila negra. El traje de una sola pieza que llevaba debajo era tan oscuro que parecía negro.
Cogió la máscara de camuflaje que había dentro de la mochila y se la puso alrededor del cuello, aunque no se la ajustó a la cara. Fue hasta la cabecera de la cama, arrancó el diminuto parche transparente que había pegado en el cuello de la chica dormida y retrocedió hacia las oscuras profundidades del dormitorio colocándose la máscara sobre la cara mientras se movía.