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Recordó los reflectores de búsqueda del Staberinde y se preguntó a qué distancia de ellos debían de estar ahora. Debían de estar tan lejos que incluso el resplandor del sol sería más débil que uno de esos haces luminosos vistos desde el espacio.

No sabía qué le hizo pensar en quitarse el casco, pero descubrió que estaba empezando a hacerlo.

Se quedó inmóvil. Abrir los sellos de un traje en el vacío era un procedimiento muy complicado. Conocía todos los pasos a seguir, pero necesitaría cierto tiempo. Contempló el punto blanco de luz que la linterna proyectaba sobre la pared del ascensor no muy lejos de su cabeza. La rotación de la linterna hacía que el punto blanco se fuera acercando lentamente. Empezaría a preparar el traje para que le permitiera quitarse el casco. Si el haz de la linterna caía sobre sus ojos…, no, si caía sobre su cara o cualquier otra parte de su cabeza se quedaría muy quieto y seguiría viviendo como si no hubiera ocurrido nada. Si la mancha luminosa no llegaba a su cara a tiempo, se quitaría el casco y moriría.

Permitió que los recuerdos invadieran su mente y sus manos se fueron moviendo lentamente iniciando la secuencia que, de no ser interrumpida, terminaría con el casco saliendo despedido de sus hombros por la presión del aire.

El Staberinde, el inmenso navío de metal atrapado en la piedra (y un barco de piedra, un edificio atrapado en el agua), y las dos hermanas, Darckense y Livueta (y, naturalmente, cuando inventó el nombre por el que se le conocía a bordo había sido consciente de que estaba utilizando sus nombres o unos muy parecidos). Y Zakalwe, y Elethiomel. Elethiomel el terrible, Elethiomel el Constructor de Sillas…

El traje emitió un zumbido. Sus sistemas intentaban advertirle de que estaba haciendo algo muy peligroso. La mancha de luz se encontraba a pocos centímetros de su cabeza.

Zakalwe… Intentó preguntarse qué significaba aquel nombre para él. ¿Qué podía significar? Venga, pregúntaselo a todos los que han vivido contigo… ¿Qué significa este nombre para ti? La guerra, responderían muchos; una gran familia, si tienen una memoria lo bastante buena para acordarse de algo ya muy lejano en el tiempo; una…, ¿una tragedia? Si conocías la historia, claro…

Volvió a ver la silla. Pequeña y blanca. Cerró los ojos y sintió un sabor amargo deslizándose por su garganta.

Abrió los ojos. Faltaban tres cierres, luego una rápida torsión de la muñeca. Volvió la cabeza hacia la mancha de luz. Estaba tan cerca del casco, tan cerca de su cabeza… Casi resultaba invisible. La lente brillante de la linterna que flotaba en el centro del ascensor casi había quedado enfilada en línea recta hacia él. Abrió uno de los tres cierres que seguían sujetando el casco. Oyó un siseo tan débil que resultaba prácticamente imperceptible.

«Muerta…», pensó. Vio el rostro pálido de la mujer. Abrió otro cierre. El siseo no se hizo más fuerte.

Una vaga sensación de brillantez a un lado del casco, allí donde debía de estar cayendo la luz de la linterna.

Navío de metal, barco de piedra y esa silla tan poco convencional. Sintió que las lágrimas invadían sus ojos y una mano —la que no estaba ocupada abriendo el tercer cierre del casco— fue hacia su pecho, allí donde estaba la pequeña cicatriz justo encima de su corazón. La cicatriz quedaba oculta por las muchas capas sintéticas del traje y el mono que llevaba debajo de él; y tenía dos décadas de existencia o siete, dependiendo de cómo midieras el tiempo.

La linterna giró. La luz parpadeó y acabó extinguiéndose justo cuando acababa de abrir el tercer cierre y la mancha blanca empezaba a abandonar el reborde interior del traje para dirigirse hacia su rostro.

Intentó ver algo. La oscuridad era casi absoluta. Había un débil atisbo de luz procedente de fuera, el brillo rojizo que apenas podía verse producido por todas esas personas que dormían un sueño muy próximo a la muerte y por el equipo que las vigilaba en silencio.

Se acabó. La linterna se había apagado. Se había quedado sin energía o quizá fuese una avería…, no importaba. Se había apagado. El haz luminoso no había llegado a posarse sobre su rostro. El traje volvió a emitir un zumbido quejumbroso que se oyó claramente sobre el siseo del aire que escapaba.

Bajó la vista hacia la mano que reposaba sobre su pecho.

Alzó la mirada hacia el lugar donde debía de estar la linterna invisible que flotaba en el centro de la cabina en el centro de la nave en el punto central de su trayecto.

«Y ahora…, ¿cómo moriré?», pensó.

* * *

Volvió al frío y al sueño un año después. Erens y Ky continuaban atrapados por esa diferencia en sus respectivos gustos sexuales que les mantendría eternamente separados aunque en todo lo demás parecieran la pareja ideal. Cuando les dejó seguían discutiendo.

Acabó metiéndose en otra guerra de bajo nivel tecnológico. Aprendió a volar (porque ahora sabía que el combate entre un navío y una aeronave siempre terminaría con la victoria de la segunda), y recorrió los vórtices de aire helado que se movían sobre las inmensas islas blancas que eran aquellos icebergs en forma de meseta.

13

Las ropas que había arrojado al suelo parecían la piel de algún reptil exótico que acabara de pasar por la fase de muda. Había pensado ponérselas, pero cambió de parecer. Llevaría las prendas con las que había llegado allí.

Estaba en el cuarto de baño envuelto en sus vapores y olores. Volvió a poner la navaja de afeitar debajo del chorro de agua y la acercó a su cabeza tan despacio y con tanta cautela como si estuviera pasando un peine por su cabellera en una película tomada a cámara lenta. La navaja se llevó la capa de espuma que cubría su piel y logró encontrar unos últimos pelitos. Deslizó la navaja hasta la punta de sus orejas, cogió una toalla, se limpió la lustrosa piel del cráneo e inspeccionó el paisaje tan suave y liso como el trasero de un bebé que acababa de revelar. Los largos mechones oscuros estaban dispersos sobre el suelo del cuarto de baño como plumas desprendidas durante una pelea.

Volvió la cabeza hacia las explanadas de la ciudadela y contempló las escasas hogueras que ardían en ellas. El cielo estaba empezando a iluminarse por encima de las montañas.

Desde la ventana podía ver unos cuantos niveles repletos de relieves e irregularidades de los muchos que formaban el muro curvado de la ciudadela y las torres que asomaban de ella. Sabía que la ciudadela estaba condenada y pensó que ver como se iba perfilando lentamente bajo los primeros rayos del sol que revelaban sus contornos le daba un aspecto de nobleza extraña y casi conmovedora, pero intentó no caer en el sentimentalismo.

Giró sobre sí mismo y fue a ponerse los zapatos. La caricia del aire moviéndose sobre la piel desnuda de su cráneo le producía una sensación muy curiosa. Echaba de menos el continuo movimiento de sus cabellos rozando la nuca. Tomó asiento sobre la cama, se puso los zapatos, abrochó las hebillas y volvió la cabeza hacia el teléfono que había encima de la mesilla de noche. Alargó la mano hacia el auricular y lo cogió.

Recordaba (creía recordar) que anoche se había puesto en contacto con el espaciopuerto. Sma y Skaffen-Amtiskaw se habían marchado hacía un rato, y se sentía muy mal, como si todo lo que le rodeaba estuviese muy lejos y no tuviera ninguna relación con él, y no estaba muy seguro de si realmente había hablado con los técnicos del espaciopuerto, pero creía que lo más probable era que sí lo hubiese hecho. Les había ordenado que prepararan la vieja nave espacial para la Decapitación y les había dicho que la operación se llevaría a cabo en algún momento de aquella mañana. O no lo había hecho. Una de las dos cosas. Quizá lo había soñado.

Oyó la voz de la operadora de la ciudadela preguntándole con quién deseaba hablar. Pidió que le pusiera con el espaciopuerto.