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«Un disparo bastante malo teniendo en cuenta lo cerca que estaba de mí», pensó mientras el impacto del proyectil le hacía salir despedido hacia atrás dando una voltereta sobre sí mismo.

Parte superior del pecho, cerca del hombro. «No hay daño pulmonar, y lo más probable es que ni tan siquiera me haya rozado una costilla», pensó. El dolor y la conmoción se extendieron por todo su cuerpo y le hicieron caer al suelo.

Se quedó inmóvil sobre el polvo. Había caído muy cerca del rostro de un guardia muerto. Los ojos del defensor de la ciudad ya no podían ver nada, pero parecían contemplarle. Había visto el módulo de la Cultura mientras el impacto del proyectil le arrojaba hacia atrás; una silueta de límpidos contornos que flotaba inútilmente sobre las ruinas de los apartamentos que había ocupado durante su estancia en la ciudadela.

Alguien le dio una patada. El impacto hizo que su cuerpo girara y, al mismo tiempo, le fracturó una costilla. Intentó no reaccionar a la nueva cuchillada de dolor que le atravesó el pecho, pero entreabrió los párpados para ver quién le había pateado. Esperó el coup-de-grâce, pero éste no llegó.

La sombra que se había quedado inmóvil sobre él —oscuridad recortada contra la luz— se puso en movimiento y se alejó.

Esperó un rato y se levantó. Al principio el caminar no le resultó demasiado difícil, pero las aeronaves no tardaron en volver, y aunque no fue alcanzado por ninguno de los proyectiles algo se hizo pedazos cerca de él mientras pasaba junto a unas tiendas que ondularon y bailaron al sentir la embestida de las balas, y se preguntó si el agudo dolor que acababa de experimentar en el muslo había sido producido por un trozo de madera o de piedra, o si sería una astilla de hueso procedente de alguien que estaba en el interior de una tienda.

—No —murmuró mientras se alejaba cojeando en dirección a la brecha más grande que había en el muro—. No, no tendría gracia… No es un trocito de hueso… No tendría ninguna gracia…

La onda expansiva de explosión le derribó, le lanzó hacia una tienda y le hizo atravesar la lona. Se puso en pie sintiendo un terrible zumbido en la cabeza. Miró a su alrededor y acabó alzando los ojos hacia la ciudadela. Sus pináculos empezaban a reflejar el impacto directo de los primeros rayos de sol de lo que prometía ser un día muy hermoso. Ya no podía ver el módulo. Cogió un trozo del poste que había sostenido una tienda para usarlo como muleta. La pierna le dolía mucho.

El polvo se arremolinó a su alrededor, los alaridos de los motores y las aeronaves y las voces humanas le atravesaron; los olores de las cosas que ardían, el polvo de piedra y los humos de las máquinas le hicieron toser y jadear. Sus heridas le hablaban en los lenguajes del dolor y las lesiones y no le quedaba más remedio que escucharlas, pero se negaba a prestarles más atención que la estrictamente imprescindible. Tropezó, se tambaleó, sintió los impactos de las ondas expansivas y los trocitos de piedra y metal que volaban por los aires, creyó que se había quedado sin fuerzas y cayó de rodillas y se levantó pensando que quizá hubiera recibido más heridas de bala, pero en su estado actual no podía estar seguro de nada.

Cayó al suelo cuando ya estaba bastante cerca de la brecha y pensó que quizá debiera quedarse quieto para descansar un rato. Había más luz, y se sentía muy cansado. Las nubéculas de polvo flotaban a su alrededor como una blanca guirnalda de sudarios. Alzó los ojos hacia el azul claro del cielo y pensó en lo hermoso que era incluso visto a través de todas aquellas cantidades de polvo. Escuchó el estrépito de los tanques que subían por la cuesta triturando los guijarros bajo sus orugas y pensó que, como ocurre siempre con los tanques, el ruido que hacían se parecía mucho más a un chirrido que a un rugido.

—Caballeros —murmuró alzando la mirada hacia el azul cada vez más intenso del cielo—, esto me recuerda algo digno de ser respetado y grabado en la memoria que Sma me dijo en una ocasión, algo sobre el heroísmo, algo como…, sí, era… «Zakalwe, sea cual sea su edad y su desarrollo en todas las sociedades humanas que hemos examinado a lo largo de nuestra historia no hemos encontrado prácticamente ninguna en la que hubiese escasez de machos jóvenes y entusiastas dispuestos a matar y morir preservando la seguridad, la comodidad y los prejuicios de sus mayores, y lo que tú llamas heroísmo no es más que la expresión de una verdad tan sencilla como la de que nunca hay escasez de idiotas…» —Suspiró—. Bueno, estoy seguro de que ella nunca usó palabras como «sea cual sea su edad y su desarrollo», porque a la Cultura le encanta que haya excepciones para todo, pero…, creo que…, creo que eso era más o menos lo que me dijo…

Rodó sobre sí mismo apartando la mirada del casi doloroso azul del cielo y clavó los ojos en el polvo.

Se fue incorporando lentamente y de mala gana un rato después primero hasta erguir el torso, después hasta quedar arrodillado en el suelo y luego alargó la mano hacia el trozo de poste que le servía de muleta y descargó todo su peso sobre él y logró ponerse en pie, y empezó a tambalearse hacia las ruinas en que se habían convertido los muros y consiguió llegar hasta la cima de aquella montaña de piedras y cascotes, allí donde el camino que recorría la parte superior de la muralla seguía intacto y se alejaba en ambas direcciones —«Como rutas del cielo», pensó—, y fue hacia los cadáveres de una docena de soldados que yacían en el centro de un charco de sangre que iba haciéndose más grande y contempló los baluartes salpicados de agujeros de balas y cubiertos por una capa de polvo gris que les rodeaban.

Fue tambaleándose hacia ellos como si quisiera aumentar su número con la adición de su cuerpo y examinó el cielo buscando el módulo.

Pasó algún tiempo antes de que vieran la «Z» que había dibujado con los cadáveres de los soldados que yacían sobre la muralla, pero en ese lenguaje la Z era una letra muy complicada y cometió muchos errores antes de conseguir que le saliera bien.

I

Todas las luces y reflectores del Staberinde estaban apagados. Su masa achaparrada se recortaba contra la débil filtración de luz grisácea que precede al amanecer, y su borrosa silueta era un cono que apenas aludía a los aros y líneas concéntricas de sus cubiertas y armas. Algún efecto óptico de las neblinas del pantano que se interponían entre él y el inmenso zikkurath que era el navío creaban la impresión de que su negra forma no tenía el más mínimo contacto con la tierra, sino que flotaba sobre ella cerniéndose por encima del mundo como una amenazadora nube negra.

Los ojos con que lo contemplaba estaban tan cansados como los pies que le sostenían. Hallarse tan cerca de la ciudad y del navío hacía que pudiera oler el mar, y tener la nariz tan cercana al cemento del bunquer le permitía captar el olor acre y amargo de la cal. Intentó acordarse del jardín y de los perfumes de las flores tal y como solía hacer cuando la lucha empezaba a parecerle tan fútil y cruel que sentía deseos de abandonarla, pero no logró que su memoria conjurase aquellos perfumes de una sutileza conmovedora tan levemente recordados o cualquiera de las cosas buenas que habían ocurrido en aquel jardín (y volvió a ver aquellas manos bronceadas por el sol sobre las blancas caderas de su hermana, la ridícula sillita que habían escogido para consumar su fornicación…, y recordó su última visita al jardín, la última vez que había estado en la propiedad cuando iba con el cuerpo de tanques; y vio el caos y la ruina que Elethiomel había desatado sobre el lugar donde habían crecido los dos; la gran casa convertida en un cascarón vacío, el barco de piedra definitivamente naufragado, los bosques devorados por las llamas…, y su último atisbo de aquella odiada casita de verano donde les había encontrado cuando se disponía a emprender su represalia particular contra la tiranía del recuerdo; el tanque meciéndose debajo de él, el claro ya iluminado por los destellos de los obuses-estrella retorciéndose con el resplandor de las llamas, el sonido que no era un sonido zumbando en sus tímpanos, y la casita…, la casita seguía allí; el obús la había atravesado limpiamente y había explotado entre los árboles que se alzaban detrás de ella y sintió el deseo de gritar y llorar y destruir la casita con sus propias manos…, pero entonces se acordó del hombre que había estado sentado dentro de ella y pensó en cómo podría enfrentarse a una situación semejante, y consiguió acumular el valor suficiente para reírse de lo ocurrido y ordenó al artillero que apuntara al último peldaño de la casita, y por fin vio como toda la estructura se convertía en pedazos que salían disparados hacia lo alto. Los escombros cayeron alrededor del tanque rociándole con pellas de tierra, trocitos de madera y los manojos de cañizo que habían formado el techo).